¿Podrá Biden?
El dictamen de Merkel en Aquistrán difícilmente podrá ser revertido por Biden. Por más que este retome el el camino del multilateralismo cooperativo y de la acción colectiva, Estados Unidos ha dejado de ser un líder confiable...
En su primer discurso como Presidente Electo de Estados Unidos, así como en un artículo publicado hace unos meses en Foreign Affairs, Joseph Biden ofreció retomar el liderazgo internacional de su país y reconstruir su dañado sistema de alianzas. ¿Podrá lograrlo?
Durante el año final de la presidencia de George W. Bush, Zbigniew Brzezinski escribió un libro de la mayor significación intitulado Segunda Oportunidad. En él se preguntaba si luego de la prepotencia unilateralista de aquel gobierno, que había fracturado la legitimidad del liderazgo internacional de su país, sería posible disponer de una segunda oportunidad.
A su juicio, el impacto combinado del emerger político global de diversos estados y del salto tecnológico, había producido un aceleramiento del proceso histórico. Como consecuencia, “lo que antes tomaba siglos ahora toma décadas y lo que antes tomaba décadas ahora ocurre en un solo año”. Así las cosas, la primacía de una potencia mundial se encontraba sujeta a presiones inéditas de adaptación, cambio y rápida decadencia.
Brzezinski pensaba, sin embargo, que a pesar de la erosión profunda sufrida por su liderazgo internacional y de los retos impuestos por el aceleramiento del proceso histórico, una segunda oportunidad era todavía posible para Estados Unidos. Ello, en la medida en que no existía ningún otro rival a la primacía global. Aún así, recuperarse de la erosión sufrida resultaría extremadamente difícil. Sólo una consistencia de propósito clara y sostenida en el tiempo permitiría restaurar la credibilidad y la legitimidad internacionales de Estados Unidos. Advertía, eso si, que esta nueva oportunidad no podía ser desperdiciada, pues no habría una tercera.
Durante los ocho años siguientes a la salida de Bush, Obama se adentró por los caminos del multilateralismo cooperativo y de la acción colectiva como mecanismos para reconstituir la primacía estadounidense. Al hacerlo, pareció seguir la prescripción de Richard Hass con respecto a la naturaleza de la influencia. Para aquel, el poder en si mismo no ayuda demasiado, lo que realmente cuenta es la posibilidad de convertir ese poder en influencia. El poder por sí sólo es simple potencialidad y el papel de una política exterior exitosa es el de transformar esa potencialidad en influencia real. Todo parecía indicar que, por esta vía, Estados Unidos iba camino a materializar su segunda oportunidad.
Lamentablemente para Washington, Obama fue sucedido por un cultor del poder crudo. Crudo y, por extensión, profundamente ineficiente. Al blandir como un mazo las prerrogativas del poder, Donald Trump revivió los peores excesos de la Administración Bush. Sin embargo, al unilateralismo prepotente de aquel supo unir una tendencia al aislacionismo no vista en Estados Unidos desde los tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial. Al declarar en Aquistrán en mayo de 2018 que ya no era posible confiar en Estados Unidos, Ángela Merkel se hizo eco del estado de ánimo prevaleciente entre los principales aliados de ese país.
¿Es posible una tercera oportunidad? ¿Podrá Biden darle forma? Muy difícilmente. Razones estructurales y coyunturales se oponen a ello. Estructuralmente, Estados Unidos se ha transformado en una sociedad profundamente polarizada y, como consecuencia de ello, proclive a los excesos y al rumbo en zigzag. Más aún, los exabruptos de la era Bush fueron resultado de una escuela de pensamiento que prevaleció en la política exterior de ese gobierno. Los de la era Trump, en cambio, son expresión de una postura compartida por casi la mitad de la población del país. ¿Cómo puede confiarse en el liderazgo internacional de una nación donde un porcentaje abrumador de su sociedad celebra la presencia de un nacionalismo egoísta y prepotente?
Coyunturalmente, de su lado, Biden encarna una presidencia de transición. Habiendo de comenzar su período a los 78 años, difícilmente optará por la reelección. Siendo así, no hay garantía posible con respecto a la consistencia de rumbo. En cuatro años podría volverse a lo que ahora se deja atrás. Trump bien podría seguir el ejemplo de Grover Cleveland, quien habiendo perdido la reelección en 1889, se lanzó y fue electo para un nuevo período en 1892. De no ser ese el caso poco importaría. Trump se ha adueñado por completo del partido Republicano y su narrativa de victimización no hará más que acrecentar su condición de gran elector dentro del mismo. La candidatura presidencial Republicana del 2024 será seguramente decidida por la inclinación de su báculo.
El dictamen de Merkel en Aquistrán difícilmente podrá ser revertido por Biden. Por más que este retome el el camino del multilateralismo cooperativo y de la acción colectiva, Estados Unidos ha dejado de ser un líder confiable. La aparición de un nuevo gallo en el gallinero, por lo demás, echa por tierra la condición señalada por Brzezinski para que su país pudiese beneficiarse de una nueva oportunidad. Es decir, la falta de un rival al liderazgo estadounidense.
altohar@hotmail.com
Durante el año final de la presidencia de George W. Bush, Zbigniew Brzezinski escribió un libro de la mayor significación intitulado Segunda Oportunidad. En él se preguntaba si luego de la prepotencia unilateralista de aquel gobierno, que había fracturado la legitimidad del liderazgo internacional de su país, sería posible disponer de una segunda oportunidad.
A su juicio, el impacto combinado del emerger político global de diversos estados y del salto tecnológico, había producido un aceleramiento del proceso histórico. Como consecuencia, “lo que antes tomaba siglos ahora toma décadas y lo que antes tomaba décadas ahora ocurre en un solo año”. Así las cosas, la primacía de una potencia mundial se encontraba sujeta a presiones inéditas de adaptación, cambio y rápida decadencia.
Brzezinski pensaba, sin embargo, que a pesar de la erosión profunda sufrida por su liderazgo internacional y de los retos impuestos por el aceleramiento del proceso histórico, una segunda oportunidad era todavía posible para Estados Unidos. Ello, en la medida en que no existía ningún otro rival a la primacía global. Aún así, recuperarse de la erosión sufrida resultaría extremadamente difícil. Sólo una consistencia de propósito clara y sostenida en el tiempo permitiría restaurar la credibilidad y la legitimidad internacionales de Estados Unidos. Advertía, eso si, que esta nueva oportunidad no podía ser desperdiciada, pues no habría una tercera.
Durante los ocho años siguientes a la salida de Bush, Obama se adentró por los caminos del multilateralismo cooperativo y de la acción colectiva como mecanismos para reconstituir la primacía estadounidense. Al hacerlo, pareció seguir la prescripción de Richard Hass con respecto a la naturaleza de la influencia. Para aquel, el poder en si mismo no ayuda demasiado, lo que realmente cuenta es la posibilidad de convertir ese poder en influencia. El poder por sí sólo es simple potencialidad y el papel de una política exterior exitosa es el de transformar esa potencialidad en influencia real. Todo parecía indicar que, por esta vía, Estados Unidos iba camino a materializar su segunda oportunidad.
Lamentablemente para Washington, Obama fue sucedido por un cultor del poder crudo. Crudo y, por extensión, profundamente ineficiente. Al blandir como un mazo las prerrogativas del poder, Donald Trump revivió los peores excesos de la Administración Bush. Sin embargo, al unilateralismo prepotente de aquel supo unir una tendencia al aislacionismo no vista en Estados Unidos desde los tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial. Al declarar en Aquistrán en mayo de 2018 que ya no era posible confiar en Estados Unidos, Ángela Merkel se hizo eco del estado de ánimo prevaleciente entre los principales aliados de ese país.
¿Es posible una tercera oportunidad? ¿Podrá Biden darle forma? Muy difícilmente. Razones estructurales y coyunturales se oponen a ello. Estructuralmente, Estados Unidos se ha transformado en una sociedad profundamente polarizada y, como consecuencia de ello, proclive a los excesos y al rumbo en zigzag. Más aún, los exabruptos de la era Bush fueron resultado de una escuela de pensamiento que prevaleció en la política exterior de ese gobierno. Los de la era Trump, en cambio, son expresión de una postura compartida por casi la mitad de la población del país. ¿Cómo puede confiarse en el liderazgo internacional de una nación donde un porcentaje abrumador de su sociedad celebra la presencia de un nacionalismo egoísta y prepotente?
Coyunturalmente, de su lado, Biden encarna una presidencia de transición. Habiendo de comenzar su período a los 78 años, difícilmente optará por la reelección. Siendo así, no hay garantía posible con respecto a la consistencia de rumbo. En cuatro años podría volverse a lo que ahora se deja atrás. Trump bien podría seguir el ejemplo de Grover Cleveland, quien habiendo perdido la reelección en 1889, se lanzó y fue electo para un nuevo período en 1892. De no ser ese el caso poco importaría. Trump se ha adueñado por completo del partido Republicano y su narrativa de victimización no hará más que acrecentar su condición de gran elector dentro del mismo. La candidatura presidencial Republicana del 2024 será seguramente decidida por la inclinación de su báculo.
El dictamen de Merkel en Aquistrán difícilmente podrá ser revertido por Biden. Por más que este retome el el camino del multilateralismo cooperativo y de la acción colectiva, Estados Unidos ha dejado de ser un líder confiable. La aparición de un nuevo gallo en el gallinero, por lo demás, echa por tierra la condición señalada por Brzezinski para que su país pudiese beneficiarse de una nueva oportunidad. Es decir, la falta de un rival al liderazgo estadounidense.
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