Juan Carlos Méndez Guédez, con el sol duplicado
El autor venezolano reflexiona sobre el país, la diáspora y el desarraigo; temas que explora a lo largo de su obra literaria. Participará en la feria Bogotá Contada durante el mes de noviembre
Radicado hace más de veinte años en España, Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, 1967), es una de las voces más importantes de su generación. En su producción literaria cuenta con veinte libros entre novelas, volúmenes de cuentos y ensayos.
Este año el autor ha estado presente en varias ferias de libro en España con su novela negra La ola detenida, publicada por Harper Collins; también ha visitado Francia con la traducción al francés de Los Maletines, bajo el sello editorial Métailié.
Del 1 al 10 de noviembre participará en la quinta edición de Bogotá Contada, en ediciones anteriores han sido invitados los escritores venezolanos Alberto Barrera Tyszka y Rodrigo Blanco Calderón.
Hace poco en su cuenta de Twitter, Ud. dijo: “El lector venezolano vive de tal manera el horror que no necesita a los novelistas para que les transmitamos su propia tragedia. Tal vez no estemos escribiendo para ese lector, quizá lo estemos haciendo par los del futuro.”
Hay ciertas preguntas que al escritor le producen vértigo. Suelen ser las preguntas más sencillas, las más elementales. Para quienes escribimos es una de ellas. Yo diría que en principio el escritor comienza escribiendo para sí mismo. Para el lector que vive en él. Pero desde luego, su libro quiere ir más allá. Y aquí surge una duda que no he logrado resolver. ¿Un lector venezolano de este momento nos necesita para conocer el infierno en el que vive? Quizá no. Pero de la misma manera, un lector venezolano no merece que frente al espanto que son sus días, los escritores les demos la espalda.
Por eso soy muy respetuoso de autores que dentro de la ficción se alejan mucho del momento actual y arman sus historias a partir de los códigos del relato gótico, del mundo fantástico, como pueden ser ciertos títulos de Juan Carlos Chirinos. No debemos caer en la militancia excluyente de que un autor venezolano sólo debe escribir un cierto tipo de historias.
Pero dentro de mis dudas, lo único que he resuelto es que yo necesito hablar de ciertos aspectos del país que me atormentan. Así que escribo sobre lo que me pide el cuerpo. Y por otro lado, hay momentos en que pienso algo: si no registramos las humillaciones, el horror, la miseria, la muerte y sus cómplices, algún día alguien reescribirá estos años como un tiempo feliz, épico, heroico.
Es tal la abundancia de pequeñas y grandes humillaciones, que creo que la gente va olvidando muchas de ellas día a día. Así que tal vez lo hago en principio para yo recordar lo que nos han hecho.
Y pensando en países que han vivido momentos terribles en su inmediato pasado. ¿Para quién escribe Juan Gabriel Vásquez, o Sergio Álvarez Guarín, o Gilmer Mesa o Pedro Badrán Padauí o Evelio Rosero? Y en Perú, ¿para quién escribe Alfonso Cueto, Bryce Echenique, Claudia Salazar, Fernando Iwasaki, Jorge Eduardo Benavides, Ricardo Sumalavia o Torres Vitola? No lo sé. Pero sus obras me han dibujado desde muy adentro las más terribles y maravillosas pasiones humanas. La belleza, la miseria, la risa, el espanto.
Creo entonces que la mejor respuesta que puede dar una obra literaria a todas las preguntas que se le formulen, está contenida en cada una de sus palabras.
Tomando en consideración lo anterior, en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, el librero y editor Rodney Casares, dijo que en Venezuela aún no se ha escrito la novela sobre la tragedia chavista. ¿Cuál es su posición?
El “corpus” de obras sobre la tragedia no deja de crecer. Miguel Gomes hace una lectura brillante y crítica sobre este y otros temas en su libro: El desengaño de la modernidad. Allí hay un inventario y una reflexión acuciosa de la relación de la narrativa venezolana actual con la historia reciente del país.
Pero en una lista rápida recuerdo libros de Gisela Kozak, Israel Centeno, José Balza, Luis Carlos Azuaje, Emmanuel Rincón, Marcos Tarre Briceño, María Sol Pérez Schael.
Otro tópico que tocan sus novelas es el desarraigo. ¿Qué ha significado para Ud. ser un escritor de la diáspora y publicar la mayor parte de su obra en el extranjero?
Hace años dije que sería estupendo que todos fuéramos extranjeros al menos una vez en la vida. Eso sería un crecimiento humano inmenso. El desarraigo puede hacernos más fuertes, más humanos, más complejos. Claro que me refiero a situaciones normales elegidas. No al doloroso exilio de quien debe huir por hambre o por persecución política.
Cuando me marché de Venezuela la diáspora no existía. Pero el caso es que algunas de mis novelas recorren diversos modos de la migración: la económica, la política, la elegida. Y lo hacen en un doble sentido: la gente que fue a vivir a Venezuela para buscar una mejor vida o la que gente que ha debido escapar de ella. Todo lugar condensa en sí mismo la posibilidad de ser un infierno o un paraíso.
Me gusta elaborar el paisaje humano en toda su complejidad.
Te hablo de mi novela más reciente: La ola detenida. Allí, la protagonista: Magdalena Yaracuy, vive el vértigo de sentirse atada a dos lugares. Una suerte de extranjeridad eterna, como la llamó una vez el escritor Doménico Chiappe. Vayas donde vayas serás extranjero y el regreso no es posible. Y Magdalena Yaracuy, que es una detective que vive en España y es contratada para resolver un caso en Venezuela, comprende que pertenece a ambos lugares, que ambos le duelen, que en ambos se conmueve.
Eso tiene un punto doloroso, pero también un punto de crecimiento, de resurrección.
A mí, el haber publicado la mayor parte de mi obra en el extranjero me ha significado un reto, una lucha especial. Partir casi de cero, sin una sola referencia, sin un solo contacto. Sólo mi escritura para defenderse a sí misma en un lugar donde nadie sabe nada de ti ni se ha cruzado nunca en un ascensor contigo.
Y por otro lado, me ha significado comprender la apertura, la generosidad de esta España del siglo XXI en la que vivo, y a la que amo con gratitud inmensa.
¿Qué tanto tiene de sus personajes inmigrantes: Claudio, José Luis y Magdalena?
Ellos y yo tenemos en común que para nosotros el día amanece dos veces. En el lugar donde estamos, y en el lugar de dónde venimos. Es como si tuviésemos un sol duplicado alumbrando la existencia.
Sus personajes inmigrantes siempre recuerdan el país desde la perdida. ¿Se podría considerar al inmigrante un huérfano de patria?
Creo que es complicado generalizar. Desde luego a la literatura no le interesan las generalizaciones sino las singularidades. Hace poco en Pau, Francia escuché al novelista Víctor del Árbol dar una charla estupenda en la que revindicaba que la literatura era el espacio de la memoria, no el de la historia, es decir, el espacio donde se expresa el recuerdo que cada personaje tiene del pasado.
Hablamos entonces de una visión personal, propia.
Pues con respecto a esta pregunta, estoy convencido que cada quien lo mira desde un punto personal. Para algunos existirá esa orfandad, para otros, será el hallazgo de una nueva patria.
Yo creo que la literatura debe hablar del que se ha quedado huérfano, pero también del que está feliz, del que no sabe cómo se encuentra, del que no se ha enterado, del que no le importa, del que sufre, del que goza.
Ud. en su perfil de Twitter se define como veneñol. Hoy, ¿Venezuela se escribe con “s” o con “z”?
Como dice el maravilloso escritor Fernando Iwasaki, él no perdió una patria, él ganó otra. Esa es mi situación. Y Venezuela se escribe ahora mismo en mi vida de las dos maneras.
En su novela Retrato de Abel con isla volcánica al fondo, el protagonista hace esta reflexión: “Si a Hemingway y compañía los llamaron la generación perdida, a mí y a los otros cuatro millones de venezolanos de mi edad deberían llamarnos la generación jodida.” Eso lo escribió Ud. hace más de veinte años. Hoy, ¿cómo definiría a su generación?
El muchacho que escribió ese libro no era consciente del horror que se nos venía encima.
Reivindicaría, eso sí, la fuerza de una literatura que sigue desde muchas perspectivas estéticas procurando armar libros poderosos, perturbadores, nuevos.
¿Cómo es la ventana por donde mira un extranjero, un inmigrante?
Una ventana en la que se ve una fiesta a la que muchas veces no estás invitado.
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