Liderazgo bajo fuego
En el envés de la pifia surge la Alemania de Merkel, el ejercicio de “un hiperliderazgo falto de vanidad” (Pol Morillas); y el registro de las tasas más bajas de mortalidad en la pandemia...
Los tiempos del miedo colectivo ante la muerte, la angustia por la finitud, vuelven para recordarnos que no somos dioses. El mundo evoca por instantes a una gran tribu defendiéndose de los elementos, del depredador invisible, las fauces abiertas que se presienten, su mortificante jadeo. La excepcionalidad abre un inciso en era que creímos hermoseada por la promesa de “Las intermitencias de la muerte”, como escribía Saramago, pero sin la carga de distopía, sin el crudo reverso. Hoy somos enjambre asustado en busca de guía, de voces que brinden sosiego y pistas precisas acerca de cómo afrontar lo que viene, cuánto durará. “Este no es el momento del antagonismo político”, dice Fernando Mires, sino uno en el que si bien la política no desaparece, se pone al servicio de la lucha por la existencia. Justo por eso, el liderazgo y su enfocada acción frente a la crisis juegan un rol excepcionalmente crítico, también.
La emergencia va borrando, en efecto, los paradigmas que hace poco ofrecían pauta indefectible para juzgar al aliado o al adversario; para dirimir, en algún caso, entre lo tolerable o lo intolerable. Se reducen también los lapsos para decidir, pues al enemigo inédito hay que atajarlo sobre la marcha. Eso no implica que la ética de la responsabilidad deba mermar en aras de la audacia, al contrario: las consecuencias de las decisiones someten el pulso de los gobernantes, a sabiendas de que lo hecho hoy imprimirá un sello indeleble al futuro.
La actuación del liderazgo se complica, claro, si consideramos que la pandemia contempla protocolos que pueden lucir antinatura para algunos sistemas políticos: la adopción de la centralización, en caso de Estados federales y descentralizados; la necesidad de divulgación oportuna, amplia y suficiente de la verdad en caso de regímenes autoritarios; el control social extremo del cerco epidemiológico, la rígida obediencia o la eventual represión, en el de los democráticos (“Lo que no entra con la razón, va a entrar con la fuerza”, advertía Alberto Fernández, visto el desacato de la cuarentena en Buenos Aires). Lo extraordinario tocaría también la lógica relacional, el frame ideológico; la preservación de la vida pasa acá por delante de cualquier otra lógica.
Pero, insistimos, más allá del stand-by político, de la suspensión temporal de la antítesis, los códigos que ceban la lucha por el poder, el liderazgo vive más que nunca amarrado a los efectos de sus elecciones. Así que amén de las aberraciones que avistamos en regímenes autoritarios –lo que remite al pecado original: el castigo a la denuncia de Li Wenliang, la supresión de la libre información por parte del gobierno chino, la pérdida culposa de un tiempo que era crítico para evitar la mortandad, primero en Wuhan, luego en el mundo- habrá que detectar cuánta irresponsabilidad (y autoritarismo) puede estar incubándose también en democracia. Sería injusto empañar las conquistas de la sociedad abierta o ponerla a competir con regímenes autoritarios “eficientes” en términos de su acusado avance tecnológico o su capacidad para inspirar sumisión, cuando lo que cabe es poner el ojo en esos representantes de la voluntad popular, esos individuos que en la coyuntura dan carne y nervio a ciertos ideales, los enaltecen o por el contrario, los desacreditan con sus torpezas.
En ese sentido, no faltan los gobernantes que han puesto a sus países a correr gravísimos riesgos. En la historia de Italia y España queda un esguince amargo, algo que a duras penas enderezarán. Tras ese antecedente, lo de Johnson en UK y su tesis de la “inmunización natural” rayó en el más folklórico extravío. En América, las movidas de AMLO, Bolsonaro y Trump valen como suerte de trompetilla populista a lo que la ciencia (¡y el sentido común!) se afana en machacar: una economía no se salvará a costa de la vida de quienes la impulsan. Negación, superchería o soberbia, en fin, parecen ser su respuesta ante el miedo.
Pero en el envés de la pifia surge la Alemania de Merkel, el ejercicio de “un hiperliderazgo falto de vanidad” (Pol Morillas); y el registro de las tasas más bajas de mortalidad en la pandemia. He allí la muestra de lo que puede lograrse gracias a una regencia de signo democrático –guiada por el trabajo en equipo, la pericia de los expertos; comprometida con la defensa de la verdad, con una planificación ajena a climas emocionales intoxicantes y que pone a la persona en el foco- aún bajo fuegos impensados.
Sabiendo que nuestra vida pende del débil hilo de una cooperación entre contrarios, no debería ser mucho pedir que esos espejos sirvan a la destartalada Venezuela; esta que enseña el hueso, que no aguanta más rotura. Víctimas de un modelo autoritario incapaz de garantizar lo básico, toca desear que un liderazgo juicioso tome el toro por los cuernos, decida y disponga, busque “algún tipo de acuerdo de cara al bienestar de la gente”, como sugiere Capriles. Que cese la porfía suicida sería ahora, más que un alivio, un acto de pulcra responsabilidad.
@Mibelis
La emergencia va borrando, en efecto, los paradigmas que hace poco ofrecían pauta indefectible para juzgar al aliado o al adversario; para dirimir, en algún caso, entre lo tolerable o lo intolerable. Se reducen también los lapsos para decidir, pues al enemigo inédito hay que atajarlo sobre la marcha. Eso no implica que la ética de la responsabilidad deba mermar en aras de la audacia, al contrario: las consecuencias de las decisiones someten el pulso de los gobernantes, a sabiendas de que lo hecho hoy imprimirá un sello indeleble al futuro.
La actuación del liderazgo se complica, claro, si consideramos que la pandemia contempla protocolos que pueden lucir antinatura para algunos sistemas políticos: la adopción de la centralización, en caso de Estados federales y descentralizados; la necesidad de divulgación oportuna, amplia y suficiente de la verdad en caso de regímenes autoritarios; el control social extremo del cerco epidemiológico, la rígida obediencia o la eventual represión, en el de los democráticos (“Lo que no entra con la razón, va a entrar con la fuerza”, advertía Alberto Fernández, visto el desacato de la cuarentena en Buenos Aires). Lo extraordinario tocaría también la lógica relacional, el frame ideológico; la preservación de la vida pasa acá por delante de cualquier otra lógica.
Pero, insistimos, más allá del stand-by político, de la suspensión temporal de la antítesis, los códigos que ceban la lucha por el poder, el liderazgo vive más que nunca amarrado a los efectos de sus elecciones. Así que amén de las aberraciones que avistamos en regímenes autoritarios –lo que remite al pecado original: el castigo a la denuncia de Li Wenliang, la supresión de la libre información por parte del gobierno chino, la pérdida culposa de un tiempo que era crítico para evitar la mortandad, primero en Wuhan, luego en el mundo- habrá que detectar cuánta irresponsabilidad (y autoritarismo) puede estar incubándose también en democracia. Sería injusto empañar las conquistas de la sociedad abierta o ponerla a competir con regímenes autoritarios “eficientes” en términos de su acusado avance tecnológico o su capacidad para inspirar sumisión, cuando lo que cabe es poner el ojo en esos representantes de la voluntad popular, esos individuos que en la coyuntura dan carne y nervio a ciertos ideales, los enaltecen o por el contrario, los desacreditan con sus torpezas.
En ese sentido, no faltan los gobernantes que han puesto a sus países a correr gravísimos riesgos. En la historia de Italia y España queda un esguince amargo, algo que a duras penas enderezarán. Tras ese antecedente, lo de Johnson en UK y su tesis de la “inmunización natural” rayó en el más folklórico extravío. En América, las movidas de AMLO, Bolsonaro y Trump valen como suerte de trompetilla populista a lo que la ciencia (¡y el sentido común!) se afana en machacar: una economía no se salvará a costa de la vida de quienes la impulsan. Negación, superchería o soberbia, en fin, parecen ser su respuesta ante el miedo.
Pero en el envés de la pifia surge la Alemania de Merkel, el ejercicio de “un hiperliderazgo falto de vanidad” (Pol Morillas); y el registro de las tasas más bajas de mortalidad en la pandemia. He allí la muestra de lo que puede lograrse gracias a una regencia de signo democrático –guiada por el trabajo en equipo, la pericia de los expertos; comprometida con la defensa de la verdad, con una planificación ajena a climas emocionales intoxicantes y que pone a la persona en el foco- aún bajo fuegos impensados.
Sabiendo que nuestra vida pende del débil hilo de una cooperación entre contrarios, no debería ser mucho pedir que esos espejos sirvan a la destartalada Venezuela; esta que enseña el hueso, que no aguanta más rotura. Víctimas de un modelo autoritario incapaz de garantizar lo básico, toca desear que un liderazgo juicioso tome el toro por los cuernos, decida y disponga, busque “algún tipo de acuerdo de cara al bienestar de la gente”, como sugiere Capriles. Que cese la porfía suicida sería ahora, más que un alivio, un acto de pulcra responsabilidad.
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