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Esa larga belleza de existir

El afecto revestido de nobleza es el principio del recoveco interior de nuestro ser, la causa de todo lo germinado en nosotros, el anhelo de mirar y ver, la belleza de una tarde, el desear apego a esa existencia que por mucho que se ha intentado conocer..

  • RAFAEL DEL NARANCO

19/09/2021 05:07 am

Acontecen soplos en nuestro suceder diario que nos llevan a pretender encontrar las condiciones de nuestra existencia, y a su vez, el por qué nos hallamos viendo la luz y la noche.

La vida suele ser carrusel dando vueltas sobre la ilusión, el tedio, las quimeras, los lamentos y el imposible olvido, repitiéndose de manera perseverante y, aún así, en todo instante la existencia hace retemblar el espíritu abrigándolo de un estremecimiento ilusorio siempre esperanzado.
 
“Saber envejecer es la obra maestra de la vida, y una de las cosas más difíciles en el arte dificultoso de vivir”, dijo el pensador y moralista suizo Henri-Frédéric Amiel, una declaración en la que pese a su sedimento entristecido (el autor estuvo muy influido por la doctrina filosófica pesimista), sobresale una idea atrayente: saber envejecer es la obra maestra de la vida.
 
Debido a que el viento sopla a nuestro favor en el tiempo de la juventud pletórica de fuerza y energía, es al ir pasando los años, con sus capacidades menguantes, cuando la felicidad y el bienestar en esa etapa dependerán en parte de nosotros mismos. Ir envejeciendo bien pudiera ser nuestra mejor “obra maestra”.

Cierta tarde, en esa aurora en que la existencia se hacía zalamera a nuestros ojos, abrimos una esquela, casi brisa, casi alba sobre el papel. Olía a romero y hierbabuena. Durante un tiempo largo la habíamos guardado entre los pliegos de las evocaciones y las añoranzas, en la trastienda de los recuerdos que no desearíamos ver desaparecer.
 
Allí se quedó reposada hasta que hicimos de ella el prólogo de un libro con sabor a albahaca y hierbabuena; ahora, desempolvando ese pequeño tomo de páginas azulinas, volvimos a posar nuestra mirada sobre esas líneas, ante el ruego de una joven estudiante de un liceo de la ciudad que solicitaba a un añejo escritor construido de caminos serpenteados unas palabras prendidas de afecto que le pudieran ayudar a calmar una pasión, quizás la primera de su corta vida –vendrán más y serán remolinos ardientes y dulzuras conmovidas- dedicadas a un novel amor que veía alejarse de su lado.
 
Era imposible negarse: hay ruegos más convincentes que el bramido del viento. Le entregué la ternura convertida en palabra: Gracias amor, por todo lo que es y no ha sido. Gracias por tu hermosa sonrisa. Gracias por tu perfume, creo que son magnolias, semejantes a tu alma de niño cándido y dulce. Gracias por ese instinto creador, por esas manos que escriben párrafos y frases amables y sencillas. Gracias por tus ojos, por las pupilas que se tornan color miel con la luz del día. Gracias por conversar conmigo en las tardes antes de que escribieras tus cartas y por hacerme sentir mucho más confundida y tímida; por sentirme tonta e insegura; por hablar; por mirarme con extrañeza sujetando tu rostro con las manos mientras escuchas mis comentarios, y por hacer que yo sonrojase apartando la mirada ante tus bromas diáfanas. Gracias por hacerme amar aún más el mar, a través de tus poemas. Gracias por estas tardes de confusión de otoño y por otras crepusculares que no vendrán y desearía verlas llegar. Gracias por explicarme y enseñarme cosas y ternuras que no conocía y sentía, pero me daba pena reconocer.
 
Gracias por mirarte y reírme contigo y no saber a quien quería conocer..., por la sorpresa y la alegría de que fueras tú. Gracias por tu nombre, pero más por tu sobrenombre. Gracias por tu compañía, por dejarme caminar muy cerca de ti, por llegar cuando espero, por perder un poco mi personalidad. Gracias por mis miedos y mi melancolía. Gracias por fastidiarme, por enseñarme a leer y escribir entre líneas.
 
Gracias por las lágrimas del vacío. Gracias por tu mirar sereno y tus querencias. Gracias por cantar al alba, al rocío de la mañana, al viento cantarín de la tarde, al sosiego de la noche, a los murmullos de esa vereda donde creaste un mundo tan lleno de todo y donde el amor suelto germina con la fuerza de la enredadera.
 
Gracias por la frase, “tu frase...”, por lo demás que no me atrevo a darte las gracias por no tener la certeza..., por hacer cosas que no imaginé realizar y lo deseaba. Gracias por “saber” que estabas ahí, en el balcón de la calle Chacaíto de tantos bien sabores.

Gracias, por existir. No te esperaba, pero te imaginé. Gracias por esto que te escribo y posiblemente no lo leerás.

Y... en fin, gracias por dejarnos decir mujer de la tarde sensitiva, que te recordaremos igual que el tierno soporte de la ternura siempre anhelada: ternuras por existir”.

El afecto revestido de nobleza es el principio del recoveco interior de nuestro ser, la causa de todo lo germinado en nosotros, el anhelo de mirar y ver, la belleza de una tarde, el desear apego a esa existencia que por mucho que se ha intentado conocer, de donde hemos venido y hacia que lugar se halla el definitivo final de la inconmensurable existencia.

Uno dice palabras siguiendo los atajos de madame Sévigné, Rousseau o lord Chesterfield, y terminar unido a Shakespeare: “… cuando el amor habla, la voz de todos los dioses adormece el cielo con su armonía”.

Eso haremos con esa ondulación, y, a tal fin, acariciaremos el sentimiento con tonadillas emotivas, intentado formar un puente de heno y hojas de los viejos olmos, para que pueda cruzarlo esa muchacha que aún guarda en su pecho amores enternecidos.
 
La vida, toda, es eso, o poco más.

rnaranco@hotmail.com

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