Una guerra mundial avisada
Es innegable: con los conflictos tal vez sepamos cómo comienzan, pero difícilmente podemos prevenir su final, a causa de que las armas atómicas, una vez sueltas de sus escondites, poseen vida propia...
Los humanos poseemos una dádiva que nos eleva del barro mal amasado del cual nos hemos erguido y que nos ayuda, en momentos como los actuales, a levantarnos de los iracundos males que nos van llevando al desatino más incomprensible.
Lo que sucede en estos momentos a la humanidad, al estar envueltos en un punto bélico espeluznante, nos puede llevar a convertirnos, en segundos, en polvareda atómica.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, consumada en 1945, el dígito de muertos –la mayoría civiles– sobrepasó los 50 millones, y a esa cifra escalofriante se le debe de añadir el triple de heridos y desplazado. El viejo continente quedó despedazado, y jamás tanta sangre y destrucción había sido representada con más crueldad en el Apocalipsis anunciado en cada una las religiones desde el principio de la creación.
Esto es espeluznante y pocos de nosotros lo están percibiendo con sentido responsable. Pensamos que las catástrofes bélicas pertenecen a los otros, jamás son nuestras.
Sería bueno, lector o lectora de estas líneas, volver el rostro y la reminiscencia a aquella última guerra mundial no tan lejana, ya que los seres vivos nacidos a partir de 1 de septiembre de 1936, y hoy presentes, la han padecido con una crueldad inusitada.
Un personaje extraordinario e intensamente humanista, Elie Wiesel, nacido en Francia, autor de un inmensa obra literario escrita el lengua yiddish y francesa, nos legó unas extraordinarias páginas sobre el valor de la conciencia.
En sus memorias “La noche”, rememora su experiencia en los campos de concentración nazis. Escritas originalmente en lengua hebrea, poseen un título, “Y el mundo callaba”, que nos obliga a enfrentarnos a la barbarie y la brutalidad terrible de comunidades humanas.
Nobel de la Paz por haber dedicado su existencia a ser testigo del genocidio nazi, fue la palabra activa del triunfo del espíritu sobre el mal y la crueldad de aquellos tiempos.
Toda su existencia la dedicó a cumplir la promesa que se hizo al terminar el conflicto cruel: ayudar a los perseguidos en cualquier lugar del mundo. Ese débito lo hizo ponerse al servicio de causas diversas, desde el genocidio armenio a los crímenes de lesa humanidad en Darfur, Sudán.
Ya gravemente enfermo, eso no le impidió pensar en los miles de almas que salían huyendo de Siria en una expatriación angustiada pidiendo la protección de Europa.
De ahí sus admirables palabras: “Siempre, donde sea que haya un ser perseguido, yo no voy a permanecer en silencio”.
Su obra entera, surge con la desaparición de su familia en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.
En un ensayo titulado “América”, Norman Mailer narraba, tal vez por primera vez en la historia misma, que, en una guerra, la Segunda Mundial, se hizo recuento estadístico de toneladas de dientes y cabellos arrancados a hombres, mujeres y niños desamparados. Era la simbología que el escritor hacía del espantoso y atroz terror.
Han transcurrido años de aquella monstruosidad y es como si el dolor cuajado sobre millones de almas fuera un cuadro de Marc Chagall visto al trasluz de una débil palmatoria que alumbrara sangre.
Ahora –con mayor fuerza- una guerra de proporciones espantosas está ante los ojos del planeta. Rusia, con la proterva actitud Vladimir Putin, nos acongoja. Cada vez que los medios nos enfrentan a las terribles imágenes de una Ucrania arrasada, nos acorralan con el temor de que, al no estar en sus cabales, un conflicto con espoletas atómicas acabe con todo sobre la heredad del planeta.
Es innegable: con los conflictos tal vez sepamos cómo comienzan, pero difícilmente podemos prevenir su final, a causa de que las armas atómicas, una vez sueltas de sus escondites, poseen vida propia. Ya no escuchan los mensajes de las mentes que las lanzaron.
La realidad palpable de la expiración sobre esta tierra de sepulcros que es el predio nuestro, debería estar presente en toda conciencia para que la agonía producida impida el regreso del cataclismo de su propia destrucción total.
No será fácil, a consecuencia de la irresponsabilidad humana y su predisposición a la animadversión, y aún así, habrá que intentarlo una y millones de veces. Todas las que sean necesarias. Siempre, hasta el fin de los tiempos si ello fuese posible.
En su novela “El olvidado”, Elie Wiesel nos recuerda la “Oración de Elhanan”, que más que plegaria es una patética suplica al cielo que nos cobija y que cada una suele mirar con frecuencia: “Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar sobre las víctimas de Belzec.”
En estos instantes tan deprimentes ante las dudas y temores que nos cobijan, sería casi obligatorio creer que un ser como Elie -con una remembranza rebosada en los senderos del Cosmos, y a su vez saturado de enormes sufrimientos que atravesaban el cuerpo y su espíritu- no agoniza nunca al integrar parte de la memoria del hombre creado por la grandeza universal, sin la cual seríamos guijarros del camino de la nada.
Se ha sentencia: si pienso y vivo soy parte la creación.
Todo delirio va de una parte del cuerpo a otra, de un ser a otro como una brisa del mal. No nos damos cuenta del peligro hasta no verlo ante nuestras miradas. No olvidemos: el otro, que sufre, es nuestro propio yo.
rnaranco@hotmail.com
Lo que sucede en estos momentos a la humanidad, al estar envueltos en un punto bélico espeluznante, nos puede llevar a convertirnos, en segundos, en polvareda atómica.
Al final de la Segunda Guerra Mundial, consumada en 1945, el dígito de muertos –la mayoría civiles– sobrepasó los 50 millones, y a esa cifra escalofriante se le debe de añadir el triple de heridos y desplazado. El viejo continente quedó despedazado, y jamás tanta sangre y destrucción había sido representada con más crueldad en el Apocalipsis anunciado en cada una las religiones desde el principio de la creación.
Esto es espeluznante y pocos de nosotros lo están percibiendo con sentido responsable. Pensamos que las catástrofes bélicas pertenecen a los otros, jamás son nuestras.
Sería bueno, lector o lectora de estas líneas, volver el rostro y la reminiscencia a aquella última guerra mundial no tan lejana, ya que los seres vivos nacidos a partir de 1 de septiembre de 1936, y hoy presentes, la han padecido con una crueldad inusitada.
Un personaje extraordinario e intensamente humanista, Elie Wiesel, nacido en Francia, autor de un inmensa obra literario escrita el lengua yiddish y francesa, nos legó unas extraordinarias páginas sobre el valor de la conciencia.
En sus memorias “La noche”, rememora su experiencia en los campos de concentración nazis. Escritas originalmente en lengua hebrea, poseen un título, “Y el mundo callaba”, que nos obliga a enfrentarnos a la barbarie y la brutalidad terrible de comunidades humanas.
Nobel de la Paz por haber dedicado su existencia a ser testigo del genocidio nazi, fue la palabra activa del triunfo del espíritu sobre el mal y la crueldad de aquellos tiempos.
Toda su existencia la dedicó a cumplir la promesa que se hizo al terminar el conflicto cruel: ayudar a los perseguidos en cualquier lugar del mundo. Ese débito lo hizo ponerse al servicio de causas diversas, desde el genocidio armenio a los crímenes de lesa humanidad en Darfur, Sudán.
Ya gravemente enfermo, eso no le impidió pensar en los miles de almas que salían huyendo de Siria en una expatriación angustiada pidiendo la protección de Europa.
De ahí sus admirables palabras: “Siempre, donde sea que haya un ser perseguido, yo no voy a permanecer en silencio”.
Su obra entera, surge con la desaparición de su familia en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau.
En un ensayo titulado “América”, Norman Mailer narraba, tal vez por primera vez en la historia misma, que, en una guerra, la Segunda Mundial, se hizo recuento estadístico de toneladas de dientes y cabellos arrancados a hombres, mujeres y niños desamparados. Era la simbología que el escritor hacía del espantoso y atroz terror.
Han transcurrido años de aquella monstruosidad y es como si el dolor cuajado sobre millones de almas fuera un cuadro de Marc Chagall visto al trasluz de una débil palmatoria que alumbrara sangre.
Ahora –con mayor fuerza- una guerra de proporciones espantosas está ante los ojos del planeta. Rusia, con la proterva actitud Vladimir Putin, nos acongoja. Cada vez que los medios nos enfrentan a las terribles imágenes de una Ucrania arrasada, nos acorralan con el temor de que, al no estar en sus cabales, un conflicto con espoletas atómicas acabe con todo sobre la heredad del planeta.
Es innegable: con los conflictos tal vez sepamos cómo comienzan, pero difícilmente podemos prevenir su final, a causa de que las armas atómicas, una vez sueltas de sus escondites, poseen vida propia. Ya no escuchan los mensajes de las mentes que las lanzaron.
La realidad palpable de la expiración sobre esta tierra de sepulcros que es el predio nuestro, debería estar presente en toda conciencia para que la agonía producida impida el regreso del cataclismo de su propia destrucción total.
No será fácil, a consecuencia de la irresponsabilidad humana y su predisposición a la animadversión, y aún así, habrá que intentarlo una y millones de veces. Todas las que sean necesarias. Siempre, hasta el fin de los tiempos si ello fuese posible.
En su novela “El olvidado”, Elie Wiesel nos recuerda la “Oración de Elhanan”, que más que plegaria es una patética suplica al cielo que nos cobija y que cada una suele mirar con frecuencia: “Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar sobre las víctimas de Belzec.”
En estos instantes tan deprimentes ante las dudas y temores que nos cobijan, sería casi obligatorio creer que un ser como Elie -con una remembranza rebosada en los senderos del Cosmos, y a su vez saturado de enormes sufrimientos que atravesaban el cuerpo y su espíritu- no agoniza nunca al integrar parte de la memoria del hombre creado por la grandeza universal, sin la cual seríamos guijarros del camino de la nada.
Se ha sentencia: si pienso y vivo soy parte la creación.
Todo delirio va de una parte del cuerpo a otra, de un ser a otro como una brisa del mal. No nos damos cuenta del peligro hasta no verlo ante nuestras miradas. No olvidemos: el otro, que sufre, es nuestro propio yo.
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