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ENTREVISTA

Hesnor Rivera, el poeta alucinado

Celalba Rivera nos habla de su padre y del libro póstumo Gramática del alucinado, publicado por Fundación La Poeteca

  • DULCE MARÍA RAMOS

19/08/2019 02:44 pm

 “El amor y la libertad y la belleza por los que muero jurando y gritando que son una sola y misma cosa 
–una sola palabra para inventar el triunfo contra la luz horrible de la muerte”. 
 De los cuerpos y los pasos, fragmento. 
 Poema dedicado a Miyó Vestrini
 
Hesnor Rivera, (Maracaibo 1928-2000), fue poeta, periodista y fundador del grupo literario Apocalipsis, iniciador de la vanguardia Venezuela. En su obra poética destacan los títulos: En la red de los éxodos (1963), Las ciudades nativas (1976), Persistencia del desvelo (1976), El visitante solo (1978), La muerte en casa (1980) y Endechas del invisible (1995). 

A casi veinte años de su muerte y un cuarto siglo de su última publicación, el lector podrá leer de nuevo sus versos en Gramática del alucinado, un texto que se había convertido en un mito porque nadie apostaba por su existencia, hasta que Valmore Muñoz Arteaga pudo rescatarlo de una caja llena de escritos que le había dado la familia del poeta en el año 2013: “Enseguida nos anunció el hallazgo, lo organizó y le añadió poemas inéditos. Su idea inicial era transcribir y publicar las obras completas, mientras difundía el legado de Hesnor desde su blog y en eventos como los organizados con la Universidad Cecilio Acosta bajo el rectorado de Ángel Lombardi, donde fundó la Cátedra Libre Hesnor Rivera. Pero a su alrededor cerraban las editoriales, se desarmaba el país y solo en 2016 encontró una posibilidad de editar en firme, que finalmente no pudo ser. 

A principios de este año apareció Jacqueline Goldberg, me contó que allí estaba Valmore con el borrador y que nos ponía La Poeteca a nuestra disposición. Fue ella, con su admirable capacidad de gestión y su empeño en difundir la obra de los que considera poetas venezolanos fundamentales, la que le echó el lazo al proyecto editorial”, explicó Celalba Rivera, hija del poeta. 


Hesnor Rivera acompañado por la poeta Miyo Vestrini.

¿Para Ud. qué significa que se vuelva a publicar la poesía de su padre? 
Un acto de supervivencia espiritual. De resistencia. Me conmovió profundamente ver a Valmore trabajando durante años contra la indiferencia institucional para que mi padre dejara de ser el “visitante solo, el invisible". También el esfuerzo de Jacqueline, quien alguna vez me dijo sentirse una loca intentando poner orden a un poemario en un país sin agua y sin luz. 

Y ahora el libro, gracias a ellos, está llegando a las librerías, bibliotecas, colegios y universidades como una botella lanzada al mar hace más de veinte años. 

¿Por qué el lector venezolano debe acercarse a este libro? 
Para no olvidarse de cómo es la belleza en su medio ambiente natural, que es la libertad. 

Hablemos un poco sobre la relación con su padre, ¿qué recuerda? 
Fui la niña de papá y viví con él una vida de rutinas maravillosas, que valoro más a medida que pasan los años y a medida en que desaparecen los escenarios en que transcurrieron. Mis recuerdos junto a él se remontan quizás a los tres años y mezclan libros, viajes, olor a flores, tabaco y pan dulce; juegos de palabras, películas, partidos de béisbol, gaitas y tangos, plazas con palomas, patios con gatos y fantasmas, un ruido de fondo de imprenta y de copas navideñas. Y siempre, su luminosa compañía. 

¿Y de las amistades literarias? 
Mi casa estaba en la avenida 9B de Maracaibo, tenía un tráfico inaudito de poetas, artistas plásticos, periodistas, farándula y otros profesionales de lo bonito, lo bueno y lo inútil. Había fiestas memorables, incluso cuando no había fiestas. Los fijos eran los “apocalípticos” (César David Rincón, Atilio Storey, Paco Hung, Francisco Bellorín) y sus familias. A ellos se añadían visitantes de las tribus Techo de la Ballena y Sardio: Adriano González León, Carlos Contramaestre, Ramón Palomares, además de Ednodio Quintero y Juan Sánchez Peláez, este último quizás uno de sus poetas y amigos más admirados. Alguna vez estuvimos con el artista Jesús Soto o el escritor mexicano Carlos Fuentes. 

También íbamos de visita a casas alucinantes mis favoritas eran las de Hugo Figueroa Brett y la del periodista Sergio Antillano. 

Su padre tenía algún poema favorito escrito por él o de otro autor que siempre mencionara o recitara en sus lecturas. 
Leía de todo, por placer y por oficio. Y le gustaba recitar, con esa voz suya de barítono, porque sí y por sorpresa, lo mismo al Arcipreste de Hita que a Paul Éluard, Novalis o Gerbasi. Tenía la costumbre de dejarme libros en la mesita de noche: los primeros poetas que allí aparecieron fueron Walt Whitman y dos de sus favoritos Blaise Cendrars y Saint-John Perse. 

Cuando estaba en fiestas y bares era frecuente que los parroquianos le pidiesen un poema, y entonces siempre elegía “Silvia”, supongo que por su éxito entre las señoras. 

Norberto José Olivar en su novela Cadáver exquisito convierte en un personaje de ficción a su padre, ¿pudo leerla? 
Sí. Se necesitaba a un escritor osado como Norberto para asomarse a los abismos de mi papá y Maracaibo como poeta y ciudad muy literarios y bastante malditos. Ese salto al vacío y ese asalto a la divinidad convierten a Norberto en algo así como un miembro tardío de Apocalipsis. Algunos lectores se escandalizaron y se enzarzaron en discusiones sobre la pertinencia y la realidad; pero en mi cabeza la historia encajaba con naturalidad con otras igualmente delirantes que se inventaba de sí mismo Hesnor y nos contaba a los niños del barrio para que nos fuéramos a dormir sin protestar. 

¿Qué significa para Ud. mantener el legado o la herencia literaria de su padre? 
Bueno, no lo mantengo yo. Como dice Valmore, la herencia de Hesnor sigue viva porque todavía hay gente, especialmente los jóvenes, que se arriesgan a escribir y que se aventuran en el amor. 

En pocas palabras Hesnor padre. 
Un hombre lleno de ternura y bondad. 

Y Hesnor poeta. 
El creador de un universo poético monumental, intensamente bello y ahora con gramática propia. 

En el libro aparecen unos poemas que le escribió su papá, ¿qué nos puede decir de ellos? 
“Tu edad y el mundo” me lo regaló cuando cumplí veintiún años, como segunda parte del soneto que me escribió al nacer. “Celalba, casa de las imágenes” lo escribió la única vez que me visitó en Santiago de Compostela en 1998; y es un compendio de escenas de nuestras vidas con las que siento que me ‘suelta’ al mundo. 

También hay un poema dedicado a Miyó Vestrini. 
Es bellísimo. Fue escrito en 1997 y mi padre en ese momento era consciente de que se hallaba entre la desaparición de su amiga y la suya propia. Casi puedes verlo como el Fantasma de Canterbury diciéndole a Virginia, que es Miyó, siempre joven en su memoria, ante la belleza del Jardín de la Muerte: "Puedes ayudarme; puedes abrirme de par en par las puertas de la muerte". 

Alguna vez su padre le manifestó decepción con el oficio de poeta. 
Nunca. Ni en el de periodista, que se fue complicando como el país mismo hacia sus años finales. Él vivía su oficio para la creación, para el entusiasmo, “para alumbrar las noches y andar a ciegas por las bocacalles del alma”.       


Rivera junto a su esposa, Marta Colomina y sus dos hijas.
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