Los cuentos de mi tierra
Puerto Ayacucho
Quienes viven en esta tierra dicen que es como estar “fuera del mundo”, en un espacio donde se puede congeniar con las bondades de la naturaleza
Llegar a Puerto Ayacucho no es fácil, un vuelo semanal conecta por aire a la capital del Estado Amazonas con el resto de la vida en Venezuela. Su aeropuerto carece de aire acondicionado, el calor calcina la llegada y la salida, la revisión por parte de los guardias de seguridad se hace tediosa y al salir de allí, la ciudad a primera vista no luce atractiva. Para completar el rosario, sus atractivos son una serie de espacios inconclusos, sin embargo, sus habitantes siguen creyendo que su tierra es mágica, con esa magia excusan hasta las fallas telefónicas y de internet, con esa magia invitan a descubrir un lugar que hay que leer entre líneas, del cual se debe levantar el velo para ver su belleza.
El hechizo comienza en el Mercado Artesanal, que ya no se encuentra en su ubicación de otrora. Su remodelación obligó el traslado de sus vendedores a una cancha cerca de la Clínica Zerpa, allí ellos siguen apelando a lo divino, como lo hace Rómulo Villanueva, un peruano que llegó hace más de 25 años al Puerto para curar a un paciente. Rómulo ofrece más de 380 curas a distintos tipos de enfermedades que pueda presentar el cuerpo humano. Dolores de cabeza, de pierna, malestares estomacales, problemas con la visión, él los sana con líquidos que tiene en unas botellitas apiladas. Estos menjurjes son preparados en su casa y los vende por litros o por la medida de un vaso de café pequeño.
Ariel Flores, el Chamán, es otro de los sobrenaturales del mercado. Su trabajo consiste en rezar piedras, preparar azabaches y bendecir a “sus pacientes”. En su espacio ha colocado fotografías de famosos, políticos y reinas que han venido a conocerlo y a quienes él les ha otorgado la gracia de sus dones. Sus piedras y amuletos protegen a la gente de cualquier pensamiento insano, busca entre el paño la que según él le acomoda más al consultado y allí mismo la bendice para que lo libre de toda maldad. Una escena que envuelve todo un hechizo y que el turista puede comprender más si va hacia la Avenida Río Negro y entra en el Museo Etnológico. En esa vieja y descuidada estructura reposa parte de la cultura indígena de Amazonas en forma de fotografías, cestas indígenas y maquetas de sus viviendas. Allí se habla de sus ritos y sus creencias.
Los mercados son la mejor radiografía de los pueblos, y en Puerto Ayacucho el del Pescado Muestra más allá de sus costumbres. Es una calle tan desordenada como la ciudad, que los sábados a las cinco de la mañana ya se encuentra repleta de vendedores, casi todos indígenas, que se dedican a mostrar los tan exóticos ingredientes de la selva. Del río sacan morocoto, palometa y payara, un pescado grande que venden crudo o ahumado envuelto en hojas de plátano, los piaroas son expertos en ofrecer esa mercancía. La “niña” también se pasea bajo el sol en conos formados con hojas, esta es redonda, pequeña y de color negro, lisa al tacto, pero pegajosa al gusto y sabor que quizás solo es agradable para los moradores de estas tierras. El túpiro, un fruto similar al tomate pero en tono naranja es utilizado en ensaladas o para comer solo. El mañoco que es el casabe molido se vende en bolsas y por kilos. El inconveniente ocurre cuando debe pagarse toda esta mercancía, casi siempre se requiere efectivo, uno que por estos lados también está casi extinto.
Pese a esto, aún es un evento exótico ver de cerca tales ingredientes, pero más exuberante resulta comerlos para decir que se probó a Amazonas en un plato. La labor la sigue realizando Nelson Méndez, en el Instituto Culinario de Investigación Amazonas; allí se educa pero también se da a probar. Cultoras como la profesora Nena Silva le acompañan en la labor de cocinar los productos que deja salir de ella la selva. Copoazú para jugos, bachacos como aderezo, araña asada de entrada.
Y es entonces el momento de irse a los contornos de la localidad para encontrase de frente con aquello que se ha probado. Por la carretera hacia el interior del Estado comienza a apreciarse el paisaje que combina los tonos de la sabana con la contundencia de las rocas que lo adornan. Esa mezcla entre verde y negro que hace que los ojos del recién llegado salten de sorpresa ante tanta belleza. Así pasa cuando al lado de la carretera la vista se desvía para admirar la Piedra de La Tortuga, un monumento natural que se ubica a unos 8 kilómetros de la capital. Esta formación de origen volcánico asemeja el perfil de este tipo de reptil; la piedra posee un alto valor arqueológico, además es un monumento sagrado para varias etnias de la región. Como no va a ser así, si esta roca tiene unos mil trescientos millones de años allí, inamovible, intacta entre la vegetación, caminada por cientos, observada por miles, escalada hasta la cima para ver el cielo más cerca y el suelo más hermoso. Menos místico pero si igual de visitado se presenta el Tobogán de la Selva. Desde Puerto Ayacucho se llega allí luego de 25 minutos de camino. Esta es una laja gigantesca por donde corre un río formando un deslizadero natural. Al final la caída la soporta un pozo de agua helada y decenas de turistas que han tomado este como un ícono de las cercanías. Para convivir un poco más con las costumbres de la etnia Piaróa existen los recorridos por las comunidades cercanas al puerto. Estas son pequeñas comunas donde los indígenas han establecido sus hogares y marcado su territorio. Sabanita de Pintao es una de ellas. Unas 10 casas conforman el vecindario. Contrario a lo que se piensa, estos indígenas están más del lado de la civilización que de sus costumbres. La proximidad con la urbe ha hecho que muchas de sus tradiciones hayan quedado relegadas.
Sin embargo, en época de visita habilitan churuatas y los representantes del grupo se atavían con guayucos y pinturas para ofrecer recorridos a los grupos y hacerlos sentir en la selva. Pese a las “modernidades” del televisor en algunas de sus casas, ellos siguen viviendo de la economía del conuco, gozan de bañarse en el río y de seguir su vida según la fe de la naturaleza.
Terminados estos paseos se regresa entonces al punto de partida para ver como la ciudad ha tomado su forma, porque el ojo se va adaptando a su pequeño caos. Lo entiende cuando mira una casa que pareciera tambalear sobre una piedra, o cuando aprecia el sincretismo de un destino en el altar de la iglesia de maría Auxiliadora.
Lo disfruta cuando reconoce espacios de calma y furia en un solo paisaje, eso ocurre al llegar al Mirador de Monte Bello, desde donde se ven los Raudales, esos que según la leyenda fueron fabricados por un padre desesperado que buscaba recuperar a sus hijos víctimas de una maldición. Nuevamente, en ese instante, ante el sonido del agua del río que corre violenta y choca con las piedras, frente a la grandeza de la naturaleza de una tierra, se comprende que si es así, que Puerto Ayacucho, tiene magia.
@loscuentosdemitierra
Siguenos en
Telegram,
Instagram,
Facebook y
Twitter
para recibir en directo todas nuestras actualizaciones