Aaron Sorkin mira el presente de su país en 1968
El brillante guionista y director de cine muestra en Netflix su segunda película “El juicio de los 7 de Chicago”, recreación comentada de un proceso judicial que pone el ojo en la actual situación política de Estados Unidos
Aquello de que los juicios -no todos, la mayoría- tal y como se celebran en Estados Unidos o como se realizan en Venezuela -cuando el retardo procesal lo permite- terminan siendo una especie de tinglado, de puesta en escena que justifica la existencia de un poder judicial que sirve a los poderosos, como que no es cosa de estos días, sino de hace muchos años, de siglos quizás. Algunos se referirán al juicio por jurisprudencia que llevó a Jesucristo de Poncio Pilatos a Herodes Antipas, y de éste de nuevo a Pilatos. También está el proceso inquisitorio al que fue sometido Galileo Galilei por su teoría heliocéntrica. Otros recordarán los juicios por brujería en Salem, o los de Nuremberg, o el caso Dreyfus… En fin.
Lo cierto es que son muchas las veces en que la justicia ha sido injusta, en que los procesos judiciales que se dimiten en un tribunal, con defensa, fiscalía y jurado, son tildados de amañados, de estar organizados para favorecer a una de las partes en litigio, por lo general, el establishment.


Lo cierto es que son muchas las veces en que la justicia ha sido injusta, en que los procesos judiciales que se dimiten en un tribunal, con defensa, fiscalía y jurado, son tildados de amañados, de estar organizados para favorecer a una de las partes en litigio, por lo general, el establishment.

Jeremy Strong y Sacha Baron Cohen en "El juicio de los 7 de Chicago" (CORTESÍA)
Hacia esta diana apunta el más reciente filme del brillante guionista Aaron Sorkin (Nueva York, 1961), emitido en streaming por la plataforma de Netflix. Se trata de The Trial of the Chicago 7, El juicio de los 7 de Chicago, en español. Está basado en el caso real del juicio que se le siguió a Abbie Hoffman, Jerry Rubin, David Dellinger, Tom Hayden, Rennie Davis, John Froines y Lee Weiner, en marzo de 1969, acusados de conspiración e incitación a disturbios por las protestas que se produjeron en Chicago contra la realización en esa ciudad de la Convención del Partido Demócrata de 1968. En realidad, los acusados eran ocho, pero uno de ellos, Bobby Seale, integrante del Partido Pantera Negra, fue retirado del caso y condenado a cuatro años de cárcel por llamar “cerdo fascista” al juez Julius Hoffman, quien en plena audiencia lo mandó a ser "castigado"; valga decir, golpeado.
Con una dinámica que pulveriza las dos horas y 9 minutos que dura el filme, Aaron Sorkin, su escritor y director, husmea con una suave flotabilidad en los intríngulis previos al juicio: el malestar de los jóvenes de la época, muchos de ellos hippies, ante el desastre político que fue para Estados Unidos la guerra de Vietnam; las diferencias entre los grupos de pacifistas que quieren hacer sentir su voz durante la Convención Demócrata; las artimañas leguleyas con la que se arma el juicio, sobre todo al poner al frente al parcializado Hoffman, y la grosera indiferencia de la sociedad para con los reclamos de los jóvenes.
Uno de los elementos que aporta su mayor solidez narrativa a El juicio de los 7 de Chicago, es la precisa delimitación psicológica de cada uno de los personajes centrales. Está, por ejemplo, Tom Hayden, activista de los derechos civiles e integrante del Comité de Coordinación de los Estudiantes No-Violentos, que encarna Eddie Redmayne, y que, frente a las crueles circunstancias provocadas por la reacción desmedida de la policía contra los manifestantes, se aparta del camino pacifista que parece guiar sus acciones; total, es humano. Están también Abbie Hoffman, Jerry Rubin, interpretados en la cinta por Sacha Baron Cohen y Jeremy Strong, respectivamente, quienes, desde el desenfado juvenil de la época y del aliento del hippismo, salpican la trama de un humor que salva a la película de ser un drama soporífero. Hay que agregar que el otrora Borat -por cierto, de regreso- se muestra aquí con una madurez que aporta a su trabajo una inmensa credibilidad.
En general, el reparto de El juicio de los 7 de Chicago luce más que sólido, cohesionado; allí están para confirmarlo Frank Langella, como el cínico juez Hoffman; John Carroll Lynch como el acusado David Dellinger; Joseph Gordon-Levitt como el maleable fiscal del juicio Richard Schultz, y Michael Keaton como el ex fiscal y testigo clave de la defensa, Ramsey Clark, quien revela (sin la presencia de los jurados, por orden del juez Hoffman) que una investigación de la realizada por el Departamento de Justicia de la administración de Lyndon B. Johnson, determinó que los hechos de violencia que suscitaron el juicio contra los 7 de Chicago fueron desatados por los excesos de la policía local y la guardia nacional.
Hacia esta diana apunta el más reciente filme del brillante guionista Aaron Sorkin (Nueva York, 1961), emitido en streaming por la plataforma de Netflix. Se trata de The Trial of the Chicago 7, El juicio de los 7 de Chicago, en español. Está basado en el caso real del juicio que se le siguió a Abbie Hoffman, Jerry Rubin, David Dellinger, Tom Hayden, Rennie Davis, John Froines y Lee Weiner, en marzo de 1969, acusados de conspiración e incitación a disturbios por las protestas que se produjeron en Chicago contra la realización en esa ciudad de la Convención del Partido Demócrata de 1968. En realidad, los acusados eran ocho, pero uno de ellos, Bobby Seale, integrante del Partido Pantera Negra, fue retirado del caso y condenado a cuatro años de cárcel por llamar “cerdo fascista” al juez Julius Hoffman, quien en plena audiencia lo mandó a ser "castigado"; valga decir, golpeado.
Con una dinámica que pulveriza las dos horas y 9 minutos que dura el filme, Aaron Sorkin, su escritor y director, husmea con una suave flotabilidad en los intríngulis previos al juicio: el malestar de los jóvenes de la época, muchos de ellos hippies, ante el desastre político que fue para Estados Unidos la guerra de Vietnam; las diferencias entre los grupos de pacifistas que quieren hacer sentir su voz durante la Convención Demócrata; las artimañas leguleyas con la que se arma el juicio, sobre todo al poner al frente al parcializado Hoffman, y la grosera indiferencia de la sociedad para con los reclamos de los jóvenes.
Uno de los elementos que aporta su mayor solidez narrativa a El juicio de los 7 de Chicago, es la precisa delimitación psicológica de cada uno de los personajes centrales. Está, por ejemplo, Tom Hayden, activista de los derechos civiles e integrante del Comité de Coordinación de los Estudiantes No-Violentos, que encarna Eddie Redmayne, y que, frente a las crueles circunstancias provocadas por la reacción desmedida de la policía contra los manifestantes, se aparta del camino pacifista que parece guiar sus acciones; total, es humano. Están también Abbie Hoffman, Jerry Rubin, interpretados en la cinta por Sacha Baron Cohen y Jeremy Strong, respectivamente, quienes, desde el desenfado juvenil de la época y del aliento del hippismo, salpican la trama de un humor que salva a la película de ser un drama soporífero. Hay que agregar que el otrora Borat -por cierto, de regreso- se muestra aquí con una madurez que aporta a su trabajo una inmensa credibilidad.
En general, el reparto de El juicio de los 7 de Chicago luce más que sólido, cohesionado; allí están para confirmarlo Frank Langella, como el cínico juez Hoffman; John Carroll Lynch como el acusado David Dellinger; Joseph Gordon-Levitt como el maleable fiscal del juicio Richard Schultz, y Michael Keaton como el ex fiscal y testigo clave de la defensa, Ramsey Clark, quien revela (sin la presencia de los jurados, por orden del juez Hoffman) que una investigación de la realizada por el Departamento de Justicia de la administración de Lyndon B. Johnson, determinó que los hechos de violencia que suscitaron el juicio contra los 7 de Chicago fueron desatados por los excesos de la policía local y la guardia nacional.

Fotografías del Archivo del diario Chicago Tribune: las protestas y dos de sus protagonistas Lee Weiner y Abbie Hoffman (CORTESÍA)
Una frase que gritan constantemente los jóvenes que protestaban en Chicago aquellos aciagos días de 1968, dice: “The Whole World’s Watching” (“Todo el mundo está observando”. En ella parece estar el enlace que Aaron Sorkin quiere hacer con los tiempos que corren; valga decir, a las puertas de una elección presidencial en Estados Unidos. En cierta forma, El juicio de los 7 de Chicago revaloriza la necesidad de la unión entre colectivos de diversas índoles -por eso, se cuida de segmentar los grupos que participaron en las protestas; jamás habla de una masa de rebeldes- para enfrontar al poder, a un sistema que ha exacerbado el odio racial, que ha ampliado la brecha entre ricos y pobres y que, hoy más que nunca, se cree el policía del mundo.
Sorkin no es un bebé de pecho. Es un cineasta que lo calcula todo, que en cada parlamento que crea para sus personajes lanza un dardo cargado con su verdad -la verdad de todo gran artista y humanista-, que se siente arte y parte del legado de cineastas como Alan J. Pakula y Sydney Pollack, y que no le tiene miedo a la crítica, a hacerla y a recibirla. No es aventurado decir que cada nueva película o serie que escriba o dirija, hará temblar al establishment. Ya lo hizo con The West Wing, La red social y Molly’s Game.
Cerramos con una declaración del cineasta al diario argentino Página 12: “Esta película era relevante cuando la estaba escribiendo, pensé que era mucho más relevante cuando la estábamos rodando y no era la intención de que lo fuera justo ahora, pero lo es. Y da escalofríos. En Estados Unidos actualmente se está viendo algo que no vimos en décadas. Luchas entre manifestantes pacíficos y la policía, redadas con gases, todo lo que hemos visto en estos meses es lo mismo que sucedió en el momento que derivó en el juicio de 1968. Un fiscal general que actúa de manera completamente partidaria y actúa esencialmente como el abogado defensor del Presidente, como un hombre de campaña y un operador político de fuste. Todo este tipo de elementos externos sucedieron. Nunca quise que este filme fuera sobre 1968, siempre quise que dialogara con la actualidad, pero no quería que nuestra actualidad fuera tan parecida a la de 1968”.
La justicia sigue siendo injusta…
@juanchi62
Una frase que gritan constantemente los jóvenes que protestaban en Chicago aquellos aciagos días de 1968, dice: “The Whole World’s Watching” (“Todo el mundo está observando”. En ella parece estar el enlace que Aaron Sorkin quiere hacer con los tiempos que corren; valga decir, a las puertas de una elección presidencial en Estados Unidos. En cierta forma, El juicio de los 7 de Chicago revaloriza la necesidad de la unión entre colectivos de diversas índoles -por eso, se cuida de segmentar los grupos que participaron en las protestas; jamás habla de una masa de rebeldes- para enfrontar al poder, a un sistema que ha exacerbado el odio racial, que ha ampliado la brecha entre ricos y pobres y que, hoy más que nunca, se cree el policía del mundo.
Sorkin no es un bebé de pecho. Es un cineasta que lo calcula todo, que en cada parlamento que crea para sus personajes lanza un dardo cargado con su verdad -la verdad de todo gran artista y humanista-, que se siente arte y parte del legado de cineastas como Alan J. Pakula y Sydney Pollack, y que no le tiene miedo a la crítica, a hacerla y a recibirla. No es aventurado decir que cada nueva película o serie que escriba o dirija, hará temblar al establishment. Ya lo hizo con The West Wing, La red social y Molly’s Game.
Cerramos con una declaración del cineasta al diario argentino Página 12: “Esta película era relevante cuando la estaba escribiendo, pensé que era mucho más relevante cuando la estábamos rodando y no era la intención de que lo fuera justo ahora, pero lo es. Y da escalofríos. En Estados Unidos actualmente se está viendo algo que no vimos en décadas. Luchas entre manifestantes pacíficos y la policía, redadas con gases, todo lo que hemos visto en estos meses es lo mismo que sucedió en el momento que derivó en el juicio de 1968. Un fiscal general que actúa de manera completamente partidaria y actúa esencialmente como el abogado defensor del Presidente, como un hombre de campaña y un operador político de fuste. Todo este tipo de elementos externos sucedieron. Nunca quise que este filme fuera sobre 1968, siempre quise que dialogara con la actualidad, pero no quería que nuestra actualidad fuera tan parecida a la de 1968”.
La justicia sigue siendo injusta…
@juanchi62
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