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Truman Capote, superestar

A propósito de haberse cumplido cien años de su nacimiento, la revisión de las versiones fílmicas de su novela más famosa, "A sangre fría", devuelven al autor al ojo escrutador

  • JUAN ANTONIO GONZÁLEZ

13/10/2024 01:00 am

“Todo lo que hace la literatura es un chisme” es una de las tantas frases que Truman Capote dijo en vida. Siempre he pensado -y no creo ser el único- que la vida del escritor estadounidense citado, de cara al mundo de socialités en el que fue rey, no fue más que un enorme chisme. Un mundo de permanente y aparente bienestar, de gente rica, famosa y feliz que optó por ser la protagonista de la crónica social de su tiempo. Un tinglado humano tras el que se ocultaban no pocas miserias. Adicciones, carencias afectivas, necesidad de aceptación, inseguridades, vulnerabilidad, miedo.

El pasado 30 de septiembre se cumplieron cien años del nacimiento de Capote, un intelectual que, como Andy Warhol, Marilyn Monroe, Tennessee Williams, Frank Sinatra, Gloria Vanderbilt, Harry Belafonte y ese puñado de amigas que él mismo llamó sus “cisnes” -Babe Paley, Slim Keith, C.Z. Guest, Lee Radziwill, Ann Woodward, Joanne Carson, esposas, hijas, hermanas y mujeres que pertenecieron al jet set-, vivió en el derroche, la excentricidad, la falta de moral, la notoriedad, la mentira y la soledad, mientras se mostraba ante los otros como la antítesis de lo que fue.



Y no se le juzga. Si Truman Capote no hubiese sido como fue, quizás no habría escrito novelas como Otras voces, otros ámbitos (1948), Desayuno en Tiffany's (1958) o A sangre fría (1966), su obra cumbre, pionera de la literatura de no ficción, referencia a lo que se conocería luego como el “Nuevo Periodismo”, y adaptada al cine con tres puntos de vista diferentes: In Cold Blood, fiel traducción realizada en 1967 por Richard Brooks; Capote (Bennett Miller, 2005), una aproximación al proceso de creación de la novela con la superlativa protagonización de Philip Seymour Hoffman, e Infamous (Douglas McGrath, 2006), también centrada en la escritura de A sangre fría, pero con una mirada más sensacionalista.

A estas alturas, después de haber leído y releído A sangre fría, es impresionante comprobar cómo la fascinación del relato crece en el lector. Sin ser experto en lingüística seduce el uso limpio, directo y crudo de las palabras; la estructura episódica de la novela, y la forma como Truman Capote va presentando los antecedentes que desencadenarán el crimen hasta llegar a un juicio, expuesto ya el perfil psicológico de los asesinos de la familia Clutter, y finalmente a la ejecución de la pena de muerte por ahorcamiento.



A decir de Javier Sinay, periodista y escritor argentino dedicado al estudio del género, “la crónica policial tiene que ser más grande que sí misma, por lo que tiene que tener diferentes niveles de análisis: el debate político, el cultural, el drama violento. Es un género profundo y complejo”. A sangre fría es, en tal sentido, la crónica de una sociedad en la que el american way of life puede generar conductas psicopáticas.

Capote planificó su obra como Perry Smith y Richard Hickock planificaron el asalto a la residencia de los Clutter. Los segundos se llevaron la sorpresa de que el botín que esperaban obtener no existía, descargando su frustración con el asesinato de cuatro personas; el primero logró una mayor notoriedad en el mundo de la intelectualidad neoyorquina en la que ya se hacía notar. Creó su obra cumbre. Ya no necesitaba esforzarse mucho más.

Capote e Infamous intentan esclarecer las motivaciones del escritor con respecto a su novela. Se habla de un posible enamoramiento entre Perry y Truman; se habla también de la necesidad del autor de proyectar el periodismo más allá de los datos concretos. Y hasta se asoma un posible interés morboso del periodista.

Siempre que se escriba de Truman Capote aparecerá la misma interrogante: ¿Quién actuó “a sangre fría”: los asesinos de los Clutter o el hombre que inmortalizó sus vidas?
@juanchi62




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