Espacio publicitario

Luis Pérez-Oramas: “Me retiré del MoMA porque quiero hacer mi obra”

El reconocido curador de arte latinoamericano recoge en su antología “La mano segadora” más de tres décadas de escritura poética

  • MARITZA JIMÉNEZ

07/08/2022 05:00 am

Luis Enrique Pérez-Oramas (Caracas, 1960) es uno de los más reconocidos curadores de arte latinoamericano en el mundo. Autor de una decena de ensayos sobre arte y política, bajo su mirada empeñada en “buscar más allá de lo obvio”, reveló al mundo facetas inadvertidas de Torres García, Lygia Clark y Armando Reverón, entre otros artistas del continente.

Ensayista y poeta, doctorado en Historia del Arte en París, fue curador de la colección Patricia Phelps de Cisneros (1995- 2002) y director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012-2013).

Radicado en Nueva York, donde trabaja como escritor y curador independiente, luego de 14 años de brillante carrera en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), en 2017 renuncia a la institución para entregarse a lo que más le gusta: la poesía.

“Me retiro en 2017, porque estaba cansado”, explica. “Porque, quizás, a mis 62 años, quiero hacer mi obra, no la de otros. Escribir algunos libros. Darle más tiempo a la lectura -soy muy lento, y todo lo que aprendo se me olvida-. Tratar de tener -y no de robar- tiempo. Escribir poemas. Tratar de darle forma a mi pensamiento, publicar algunos libros. Trabajar en un museo, sobre todo en uno tan absorbente, es como alquilarle a un dueño anónimo tu vida intelectual”.

Una antología de su propia selección, La mano segadora, edición de La Fundación La Poeteca, lo trae a Caracas nuevamente para mostrar los caminos transitados por su voz poética a lo largo de más de tres décadas.

La muestra recoge poemas de los siete títulos que ha publicado hasta la fecha desde 1983, cuando, junto a Rafael Arráiz Lucca, Leonardo Padrón y Armando Coll, forma parte de aquella aventura que fue el grupo Guaire, y gana el concurso para jóvenes autores de Monte Ávila con Salmos (y boleros) de la casa. Otros cuatro libros inéditos con su obra más reciente, completan el recorrido.

-Usted cumplió un rol muy importante para el arte del continente como curador en el MoMA. ¿Cómo llega aquel muchacho del grupo Guaire a esa institución?
-No quiero sonar como un “falso modesto”, pero no creo haber cumplido tal rol de importancia. No voy a negar la satisfacción por lo que se pudo hacer y la tristeza de lo que se nos quedó en el tintero. Esos grandes museos son instituciones muy complejas, diversas, políticas, en las que una voluntad individual -especialmente la de un curador- es muy poca cosa. Una voz -a menudo ya cansada- en medio de un coro cacofónico. ¿Cómo llego allí? Aún no sé exactamente. Haber sido curador de Patricia Phelps de Cisneros -y haber contado hasta hoy con su respeto y su admiración por lo que trato de hacer en ese y otros campos- fue clave. Haber hecho aquella muestra de Reverón en la Bienal de São Paulo organizada por Paulo Herkenhoff en 1998, haber sido invitado antes de llegar al MoMA a trabajar junto a John Elderfield en una retrospectiva de Reverón en el MoMA (junto al Proyecto Reverón desde Caracas). Todo eso, y lo que no supe nunca, imagino, me llevó al MoMA en 2003.

-En el bello epílogo de su antología dice haber descubierto en Europa “la vinculación entre lo poético y lo visual”. Pero tal vez la había descubierto antes. ¿Por qué, si no, va a Francia a estudiar Historia del Arte y no Letras?
-Es cierto. En realidad estudié Letras por “default”: quería desde el inicio estudiar Historia del Arte; me ilusionaba, por ejemplo, la idea de estudiar en Princeton porque allí había enseñado Erwin Panofsky -fantasías de adolescente, como la de vivir como un poeta beatnik-. Apliqué a esa universidad y me aceptaron, pero me asusté al leer las exigencias en materia de lenguas clásicas y modernas. Pero el pensum de Letras de la UCAB, donde estudié, incluía Historia del Arte. Aunque la verdad es que todo fue más complicado: me interesaba la estética, incluso más que el arte. En Francia, donde me curé de esa “enfermedad filosófica”, entendí que la Historia del Arte tenía que emanciparse de su sujeción especulativa, que el desafío de la historia del arte es la singularidad -casi diría corporal, material- de sus objetos, no de las ideas. Que sus objetos son objetos teóricos no porque responden a una teoría, al contrario: porque desde su mudez no cesan de producir teoría. Lo que aprendí en Francia, o lo que aprendí en la cercanía de mis maestros -Louis Marin, Hubert Damisch, Jean-Marie Schaeffer, Michael Fried, Georges Didi-Huberman- es esta lección poética (en el sentido más profundo de la palabra): que, como un poema, una obra de arte es a la vez un aparato mnemónico -receptáculo de lo que olvidamos pero no nos olvida- y una máquina de teoría, una fuente de pensamiento. No lo contrario.

-Son 32 años y diez libros transitados para llegar a la que siente es su voz. Sin embargo, en cada poema del libro se siente una voz muy personal.
-Sin duda. Imagino que es así. Y quizás en cada libro pensé haber alcanzado algún “grano de mi voz” que se me escapaba, que no lograba asir, encarnar. Y quizás también, cada vez, me equivoqué. Por ejemplo, en mi primer libro –Salmos (y boleros) de la casa– yo pensaba estar allí plenamente, y con el tiempo me doy cuenta de que no era exactamente así. Recuerdo una advertencia muy seria de Juan Liscano, quien fue instrumental para que yo enviara ese libro al concurso de Monte Ávila: “Pérez Oramas, libérese de esa salmodia religiosa”, o algo así. Me río recordándolo, porque me hablaba Juan desde su paganismo, a sabiendas de mi infancia católica. ¡No llegaba yo al bolero, realmente, y los salmos ya me pesaban! Pero la voz (poética) es como el canto, como una música: uno va afinándola, no para hacerla más “fina”, sino para hacerla más propia, para llenarla de ese vicio que solo puede, como lo decía Jean Genet, “encontrar su día bajamente, poco a poco”.

-“Tocar la realidad deseosamente con la sonoridad de la palabra”, es bello como ars poética.
-Eso. Hace unos días escribí un poema en el que terminé, por la vía de una perífrasis, parafraseando esa verdad sanguínea que es, o quiere ser, centro de mi poesía: si el poema es, entre otras cosas, el imán de una reminiscencia, ésta es como decía un autor olvidado (Léonard de Marandé en una carta a Luis XIII que reporta Pascal Quignard): “Un espesor, una espuma que se forma en nosotros cuando el lenguaje choca con los rastros de las viejas brasas”.

Luis Enrique Pérez-Oramas: "Trabajar en un museo, sobre todo en uno tan absorbente, es como alquilarle a un dueño anónimo tu vida intelectual" (JAIME CASTRO OROZTEGUI)

-Recordemos a los jóvenes de los 80, Tráfico, Guaire, y el cuestionamiento a lo que consideraban la intimidad en la poesía venezolana. ¿Qué queda hoy de aquellas proclamas?
-Quizás, solo la importancia del recitativo, el destino oral de la poesía que es, en el fondo, también su fuente, su llamado, su klesis (esa palabra griega con la que Pablo de Tarso habla de la vocación): encontrar el nicho de la voz que hemos perdido. Pero solo eso, quizás.

Y prosigue: “Había en nosotros mucha impostura. Al menos en mí: yo no podía ser un beatnik, era solo un adolescente burgués; tampoco quise nunca ser un revolucionario. Aquel entusiasmo por la revolución en Nicaragua me parecía una ingenuidad. Uno no puede conformarse ni perder la esperanza de que el mundo sea mejor un día, pero tampoco puede olvidar que la única responsabilidad política del intelectual debe traducirse por una desconfianza crítica hacia el poder. Es verdad que el 'tallerismo' había llegado hasta un cauce seco, pero Dios mío!, encarnizarse con Gerbasi -aquella frase infeliz del manifiesto Guaire- me parece hoy una injuria. Así lo digo en mi epílogo. Recuerdo por aquellos años acercarme con veneración a Gerbasi en la Plaza de los Museos y sentir, en aquella bondad infinita del poeta, la perplejidad que le causaba esa cita infeliz. Tampoco es verdad que la poesía venezolana cambió por aquel postureo, pero no deja de ser cierto que de allí salieron algunas de las voces mejores de nuestra poesía –Armando Rojas Guardia, Yolanda Pantin, Rafael Castillo, Igor Barreto–, pero la verdad es que todos terminamos siendo poetas tan diferentes a lo que pretendíamos anunciar con nuestros manifiestos.

-Habla siempre de un acercamiento a la música, incluso dice que en algún momento pensó que su poesía estaba destinada a un cancionero.
-Pero no precisamente como música. Cierto que la música del poema es su carne. Pero cuando hablaba del cancionero reconocía mi incapacidad para ser un poeta de ambiciosas arquitecturas poéticas, asunto que admiro enormemente, pero ante lo cual me confieso humildemente vencido de entrada. Que el poema -cada poema- sea como una canción, breve, eventualmente reparadora, eufónica o disonante, pero que sea eso: como un trago para la sed.

-¿Qué siente que le ha aportado su ser poeta a su visión como crítico, y no solo de arte?
-Recuerdo cuando Miguel Arroyo, sentado en una silla, instalando sus exposiciones, nos hablaba de esperar “que las paredes canten”. Cada vez que he montado una exposición trato de poner en práctica esa lección de espera, disponibilidad, disposición. Igual un ensayo, incluso, el más abstruso, debe cantar. Igual la iconografía de ese ensayo. Las imágenes que proyectes en tu clase. La conferencia que vayas a dictar. Huir de la sequía, del erial y de esa manía por las ideas desencarnadas. Hay un verso mío que reza: “Solo tiembla la verdad cuando es sanguínea”. Y otro, menos feliz, o infeliz: “Todo lo que aprendo se me olvida”. Esas son las lecciones de la poesía: buscar las encarnaciones, que la verdad tiemble, y aceptar el olvido (que no nos olvida) para que la intuición lo transforme, para que se haga la intuición presente en lo que hacemos. Aspirar no a la erudición, sino a la sabiduría, que es un rito íntimo, entre afectos muy próximos.


“La poesía me ha enseñado a aspirar no a la erudición, sino a la sabiduría”, dice el autor La mano segadora (CORTESÍA)

-“¿Existe una filosofía latinoamericana?”, fue siempre una pregunta inquietante que podemos transpolar a “¿Existe un arte latinoamericano?”. ¿Cómo podríamos definirlo?
-¡Ay! ¡Esa pregunta! Yo solía responder, cuando era “funcionario de museo”: “No, no existe, pero si ellos creen que existe, ¡vamos a aprovecharlo!”. Existe una diversidad moderna, un universo de pliegues, de líneas que se multiplican en abismo en las artes que se hacen, y se han hecho, en este continente maravilloso y cruento. Pero estoy por pensar que lo que sí existe es una poesía hispanoamericana -quizás latinoamericana si incluimos a Brasil- distintivamente diferente de la poesía norteamericana o anglosajona, o de la poesía italiana o francesa. No sé. No estoy seguro. Pero aquí la hipótesis: hay una tensión unificadora en la lengua -el castellano, el portugués, tan parecidos- que no existe en las artes visuales. Por mucho que los artistas -y los críticos- sigan pretendiendo que las artes visuales son “un lenguaje”, no lo son; son, sí, formas expresivas que dependen más de su ser cosas que de ser lenguaje.

-¿Qué elementos le propicia su profundo conocimiento del mundo clásico, a su lectura abierta y antidogmática del mundo contemporáneo?
-Es una apreciación demasiado generosa. Yo soy un ignaro. Uno sabe muy poco. Ojalá tuviera yo un conocimiento medianamente completo del mundo clásico. Lo que sí te puedo afirmar es que mantengo y cultivo una enorme desconfianza hacia el “ahora”. No creo en el “tiempo real”. Hago mía esta afirmación de uno de mis autores favoritos, y obsesivos (Pascal Quignard): “Mal informado aquel que cree ser su propio contemporáneo”. Como individuos no dejamos de ser temporalidades polifónicas, múltiples. Otros -desde Otrora- cantan en nosotros. E ingenuo quien piensa que su voluntad puede con ello. Hacerse disponible hacia lo que retorna del otrora en nosotros, y perturba el ahora, he allí un programa, una intención. Mi fascinación por Aby Warburg me lleva a creer en la errancia infinita de las formas y en que esa errancia se manifiesta como sobrevivencia de lo que ignoramos, de lo que olvidamos o de lo que creíamos perdido. El mundo está cada vez más obsesionado con el ahora, y todo se confabula para que las imágenes no duren, para que no haya tiempo para las ideas, solo urgencia en las diligencias. Saber perder el tiempo es una forma legítima, necesaria, de resistencia. Saber, por ejemplo, como me dijo un día un sabio (arquitecto: Paulo Mendes da Rocha) que “no nos íbamos a conocer antes del día en que nos conocimos”...

-A pesar de su prestigio internacional, no se ha alejado del país que lo vio nacer, del cual, sin embargo, sí ha sido muy crítico. ¿Cómo nos ve hoy artística, política y culturalmente?
-Una de las cosas que más me conmovía era escucharle decir a Isaac Chocrón, no sin cierta ironía, cuando leía mis artículos de prensa, tambaleando el güisqui de la tarde, al borde de la carcajada, “es que tú eres tan venezolano Luis Enrique”, como si él no hubiese sido, como lo fue absolutamente, también, un apasionado de este país y más allá de todo nacionalismo, esa dolencia fatal y de mal gusto. Pero de Isaac aprendí aquello de su obra La máxima felicidad: que la verdadera familia es la familia elegida. El país que amas es el que eliges, como lo es la familia que eliges (y te elige). Cuando volví de Europa, “ya hechecito” como se dice, con algunas pocas cosas claras y más allá de la nebulosa de la juventud, entendí que uno de los males de nuestro país era la facilidad con la cual los miembros de las élites económicas, políticas e intelectuales asumíamos la certeza de poder nombrarlo, de reducirlo a la mezquindad de nuestras certezas. No se puede estar por encima de lo que te sobrepasa. Venezuela es un país como cualquier otro en su complejidad antropológica y cultural.

“Lamentablemente –sigue–, hemos sufrido de un terrible déficit de representación: hemos aceptado atajos injustos, injustificables; hemos dejado que otros nos representen; no hemos sabido cómo decirnos para hacerle justicia a nuestra complejidad. Y hemos perdido, a veces nos la han despojado, la riqueza de las mediaciones. Contra los bonapartistas que nos han plagado de pesadillas de todo signo, aún tenemos que descifrar el mensaje de los solitarios, de los aislados: Simón Rodríguez, Andrés Bello, Fermín Toro, Teresa de la Parra, Armando Reverón, Julio Garmendia, Guillermo Meneses, Enrique Bernardo Núñez, Eugenio Montejo, José Balza, Juan Sánchez Peláez, Antonia Palacios, Enriqueta Arvelo, Gego, Armando Scannone, Bárbaro Rivas. Esa es mi familia elegida, entre muchos otros: el país elegido.

El libro, que será presentado este mes, está a la venta en Caracas en las librerías Insomnia, Sopa de Letras, El Buscón y Kalathos. Puede adquirirse su versión en papel en Amazon y más adelante en descarga gratuita desde el portal de la Fundación La Poeteca.
@weykapu
Siguenos en Telegram, Instagram, Facebook y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones
-

Espacio publicitario

Espacio publicitario

Espacio publicitario

DESDE TWITTER

EDICIÓN DEL DÍA

Espacio publicitario

Espacio publicitario