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Los verdaderos padres

Es falso que la madre sea más importante que el padre. Y lo refuto con autoridad moral. Ambos somos fundamentales en el equilibrio emocional-afectivo, espiritual y vital de nuestros hijos...

  • RICARDO GIL OTAIZA

20/06/2021 05:03 am

Estoy consciente de que muchos no merecen celebrar este día, porque han sido perversos, lastimadores y maltratadores de oficio, perturbadores de la paz del hogar y abandonistas (y hasta escapistas) por definición. Esos no merecen ni una mirada de conmiseración hoy ni nunca, porque jamás estuvieron cuando debieron estar, porque no brindaron apoyo y ni siquiera una palabra de aliento, porque fueron egoístas al extremo de olvidarse de sus hijos y de sus parejas. A esos tipejos, abundantes hasta decir basta en nuestro medio, que hasta se regodean de tener decenas de hijos dispersos en el mundo (a quienes ni siquiera conocen), a esos va mi repudio, porque no tuvieron la suficiente hombría de asumir su responsabilidad cuando engendraron, y huyeron por la derecha para no tener que vérselas con la complejidad y responsabilidad de la labor paterna. A quienes han engendrado hijos y se han perdido del mapa, no podemos darles el noble calificativo de padres, ya que solo fungieron como sementales y eso lo hacen a cada instante los irracionales, que se aparean y cumplen la función orgánica que es instintiva en los animales.
 
Es doloroso, pero hay demasiados hombres engendradores pero no padres. Conozco a unos cuantos y lo peor de todo es que no sienten remordimientos, y se creen machos y apoyados. Hasta en mi familia los he visto, y mi sorpresa ha sido mayúscula al ver la actitud de sus hijos, quienes olvidándose del abandono por parte de sus padres en edades en las que más les hacían falta no han sido vengativos y han cuidado de esos ancianos propinándoles una atención que no merecen. No quiero calificar a esos hijos, ellos sabrán por qué lo hacen, pero mi madre solía repetir un dicho que encierra una verdad universal y que hoy, día del padre, quiero recordar: “acciones traen amores”.
 
Un amigo me contó hace tiempo que su papá tuvo más de cincuenta hijos en distintas señoras, y el día que cumplió años (si mal no recuerdo, los ochenta), se las ingenió para reunir a todos en un mismo festejo, y ubicado en su trono con un micrófono en la mano, iba presentando a cada uno de sus vástagos para que el resto lo conociera. Inaudito, pero estas historias, que parecieran sacadas de un libro de cuentos, son más frecuentes de lo que pensamos, y por eso el mundo está como está: superpoblado y con falta de amor.
 
No es fácil ser padre. Asumir en toda su connotación lo que representa traer un hijo al mundo, es una labor a dedicación exclusiva, con altos y con bajos, que implica una elevada responsabilidad ante sí mismo, y con el mundo. Es falso que la madre sea más importante que el padre. Y lo refuto con autoridad moral. Ambos somos fundamentales en el equilibrio emocional-afectivo, espiritual y vital de nuestros hijos. Entiendo que la sociedad latinoamericana (y venezolana) está desequilibrada, y que en muchos hogares la figura paterna es inexistente, pero entiendo también que se requiere de una profusa actividad educativa en todos los niveles, para que nuestros jóvenes introyecten y entiendan, que la crianza de un hijo es tarea y responsabilidad de ambos miembros de la pareja. No es un chiste, lo he escuchado de boca de muchos, la vieja conseja que expresa: “la casada es mi mujer”, lo que denota una ausencia absoluta del sentido de responsabilidad frente al hogar, lo que abre hondos boquetes de carácter cultural y social que chocan con el sentido de lo ético.
 
Mi padre fue un buen hombre, aunque bastante básico y drástico en sus actuaciones, lo que me llevó a lo largo de mi niñez y adolescencia a tener choques con él. El tiempo fue matizando nuestra relación, hasta alcanzar en mi adultez un sentido de respeto por su figura y por lo que representaba en nuestra casa. Él por su parte, quizás por la ancianidad que se le venía encima, dio un giro en su manera de relacionarse conmigo, y los últimos años de su vida tuvimos una excelente relación rayana en la camaradería. No obstante, fue tan solo hace dos o tres años, cuando escribía el libro Pronto llega octubre, mis memorias, que publiqué el año pasado, cuando capté en toda su magnitud la gigantesca impronta de mi padre en mi vida. Créanme, el primer sorprendido fui yo. Su figura se hizo protagónica en aquellas páginas, y no pude evitar la conmoción interior al leer todo lo que había escrito. Mi padre emergió como lava ardiente de mi memoria y me di cuenta de que había sido (junto a mi madre) un eje de mi existencia.
 
Dicen los que me conocen que en la medida en que envejezco me parezco físicamente a mi padre. Sé que hay mucho de verdad en ello, aunque sé también que muchos de mis rasgos fisonómicos son de mi madre. Sin embargo, de un tiempo a esta parte lo cito a cada instante, me veo repitiendo sus palabras, contando sus chistes y sus bromas. La vida es compleja e impredecible en muchos aspectos, pero no fue casual que en aquella fatídica madrugada del mes de agosto de 1986, era yo el que se encontraba en su habitación de enfermo en la clínica, y que muriera en mis brazos. Sin duda, su última lección de vida al menor de los hijos.
 
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