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El gran país que perdimos

Le pido a todos los dioses del Olimpo que Venezuela vuelva a ser un país de oportunidades, en el que obtengamos lo que queramos alcanzar, en el que nuestros muchachos crezcan sin temor, en el que podamos construir desde el trabajo creador...

  • RICARDO GIL OTAIZA

13/06/2021 05:03 am

Una crisis no es más que la perturbación en un sistema que puede llevarlo al caos y a la dispersión. Llevamos ya muchos años hablando de ella, significando muchos factores y sus nefastas consecuencias, lo que de alguna manera ha permitido, por el desgaste del vocablo, el que haya una suerte de “resignación”, que nos empuja a la sobrevivencia y a cerrar los ojos frente a la realidad, sin percatarnos que hemos entrado en un bucle recursivo que realimenta crisis con más crisis. Venezuela fue siempre un país de oportunidades, de sueños hechos realidad, de horizontes brillantes que nos permitían aspirar a un nuevo amanecer, a escalar y a mejorar las condiciones de vida sobre la base del estudio y del esfuerzo personal.

Recuerdo que hace muchos años (comienzos de la década de los noventa) decidí realizar varios cursos para empaparme en el manejo de las computadoras, cuya impronta nos llegaba con tal fuerza e impacto, que quienes aspirábamos a utilizar la palabra como vehículo de crecimiento, teníamos qué vérnoslas con aquellas máquinas que auguraban grandes portentos (como de hecho ocurrió). En una de esas sesiones conocí a un muchacho, quien era el encargado del manejo técnico de las máquinas, y pronto nos hicimos amigos, aunque eran muchas las cosas que ambos desconocíamos de nuestras vidas.
 
En una oportunidad bajaba yo con mi carro y vi al amigo en una parada de autobús, me estacioné y le dije que entrara que yo lo llevaba a su casa. Él me saludó sonriente y hablamos a lo largo del trayecto. A todas esas yo no sabía cuál era su destino, así que se le pregunté y fue entonces cuando me dijo, sin perder el ánimo, que cuando estuviésemos cerca me avisaba. Llegando a uno de los semáforos que distribuye el tráfico hacia tres vías, me dijo que me podía orillar, que él se quedaba en una de las paradas. Y así lo hice. Una vez detenido le pregunté qué cuál era la ruta hacia su casa que yo lo podía llevar sin problema alguno, él volvió a sonreír y me dijo: “Profesor, ¿ve usted aquél cerro? (y me señaló hacia una empinada loma a la que desde esa posición no había acceso para vehículos de tracción sencilla), yo vivo hacia el otro lado, debo caminar a buen ritmo cerca de veinte minutos, y tirarles algo a los malandros de la zona para que me dejen pasar.” Me agradeció el aventón, nos estrechamos la mano y siguió su camino. En la conversación que sostuvimos me dijo que quería estudiar letras en la ULA, sin abandonar por supuesto su trabajo técnico, que le permitía mantenerse y ayudar a la familia.
 
Como mi ciudad no es tan grande, en otra oportunidad me lo encontré, y me dijo entusiasta que estaba casi listo para presentar su trabajo de grado en letras. Por cierto, me pidió que respondiera a una encuesta que me mandaría por correo electrónico, ya que le interesaba mi opinión como escritor y autor literario. Y así lo hice. Años después nos topamos nuevamente, y ya para entonces hacía una maestría en letras, que supe que finalizó con éxito, ya que tiempo después me dijo con la alegría de siempre que había iniciado un doctorado. En una de las convocatorias de la Feria Internacional del Libro Universitario (FILU), que montaba la ULA, estuvimos conversando unos tres años después, y para mi sorpresa el buen amigo me contó que ya había defendido su tesis doctoral. Después me enteré, a través de un amigo común, que ya era profesor universitario. Como se comprenderá, mi alegría fue inmensa al conocer la noticia, y la lección no podía ser más clara: en la Venezuela de entonces era posible soñar, así como el ascenso social desde la formación académica y del empeño personal y familiar.

Añoro el gran país que perdimos, el de las oportunidades, el de la alegría contagiosa, el de la solidaridad y la esperanza. Yo, sin ir muy lejos, no vengo de linajes ni de una familia adinerada. Éramos de clase media (lo escribo en pasado porque en el presente la clase media desapareció, y los miembros de dicho estamento social estamos en un auténtico limbo luchando para no caer más bajo). Mis padres tuvieron que esforzarse mucho para darnos una buena formación, y recuerdo el machacón discurso de ambos cuando hacían hincapié en que la única verdadera herencia que nos podían dejar era los estudios. Para entonces me reía, porque los muchachos creen que los padres siempre lucubran, cuando en la realidad hablan desde la experiencia de vida. Hoy recuerdo aquellas palabras y me digo: ¡cuánta razón tenían! Una herencia material (que dicho sea de paso sí nos dejaron), se puede perder en un santiamén por la mala cabeza, pero lo que llevas dentro, tus estudios, tus credenciales (por decirlo con un término rimbombante y académico), serán claves para el resto de la vida. No en vano décadas después se popularizó la frase: “¡el conocimiento es poder!”, y es una verdad oceánica.
 
Le pido a todos los dioses del Olimpo que Venezuela vuelva a ser un país de oportunidades, en el que obtengamos lo que queramos alcanzar, en el que nuestros muchachos crezcan sin temor, en el que podamos construir desde el trabajo creador (y muy bien remunerado) ese mundo en el que alguna vez soñamos.

@GilOtaiza 

@RicardoGilOtaiza

rigilo99@gmail.com
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