El imparable coronavirus
El mal llega cuando la fiebre marca su efugio con tos seca y cansancio. Otros comienzos llegan con dolores de garganta, diarrea, conjuntivitis, pérdida del olfato, erupciones cutáneas o merma del color en los dedos de las manos o de los pies...
La ponzoña maligna que abriga el planeta sigue aplastando la vida humana y su final no se vislumbra. Esa pandemia ha infectado ya a más de 130 millones de personas, mientras ha dejado paralizante y devastada buena parte de la economía mundial.
La cifra de fallecimientos ya sobrepasa los tres millones de hombres y mujeres, mientras naciones como la India, Brasil y una buen aparte de África, siguen sin poder controlar el aumento insaciable de las infecciones.
A razón de todo ese dilatado horizonte, los seres humanos van, vienen, aman, sonríen, lagrimean, y solamente el viento de secano permanece indiferente con cada uno de sus envolventes vientos, esos alisios referentes de nuestras trágicas historias.
Con algo de compasiva suerte, quizás nuestros descendientes consigan habitar en otros mundos fuera del nuestro y la existencia, tal como la conocemos ahora, se volverá un vínculo de conexiones de microcomputadoras acopladas directamente con el cerebro humano. Tal vez eso sea el futuro que nos espera.
¿Habrá en ese entonces ternura, desazones y suspiros? ¿Veremos la misericordia de los dioses reducida a guarismos puros, y el individualismo radicalmente aniquilado?
Nuestro satélite azulino es quebradizo ante las epidemias y, a tal causa, éstas han diezmado de forma pavorosa poblaciones completas. Recordamos la “peste negra” en el medioevo, pero más cerca aún la llamada “Gripe española” -aunque brotó en Estados Unidos en 1918 recién finalizada la I Guerra Mundial- que dejó cientos y más de cadáveres.
En estos actuales acaecimientos tan atestados de incertidumbres, deberíamos retornar a comprender mejor los brotes virales que nos asolan procedentes de ponzoñas desconocidas que nos lapidan y arrastran miles de muertos, los mismos que han sido bien representados en los lienzos del pintor flamenco El Bosco, y cuyos anatemas son el reflejo de todas las adversidades humanas.
A lo largo de generaciones han existido epidemias desastrosas, pero las que han recaudado mayor cantidad de vidas dolientes han sido: paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, tuberculosis, peste bubónica, fiebre amarilla, después el ébola, el Sida y el actual coronavirus.
Debido a esa proliferación de sufrimientos contagiosas, la Organización Mundial de la Salud ha decidido aumentar el nivel de alerta sanitaria del planeta.
La base para determinar la gravedad de los virus se fundamenta en varios criterios: enfermedades desconocidas; un potencial de propagación capaz de traspasar fronteras; puede producir altas tasas de contagio e incluso de mortalidad; ser capaz de cambiar los viajes internacionales, el comercio mundial, y cuyo arranque se haya originado de forma accidental o deliberada.
La gripe porcina no había dado demasiados quebraderos de cabeza a las naciones, al ser un virus como la mayoría de los resfriados corriente: muy contagioso, pero no mortal si es tratado a tiempo.
Distinta es la neumonía asiática, gérmenes que tienen una agresividad terrible y, a cuenta de los rápidos transportes existentes, pueden llegar en horas al lugar más lejano del planeta.
El terror actual es el coronavirus. Todos le temen. Los laboratorios ya han conseguido varias vacunas que están haciendo efecto contra el mal pandémico y, aún así, es necesario tomar las precauciones más apremiantes que ya han sido decididas, entre ellas, cerrar las fronteras de países enteros, y ayudar con todos los medios posible y un poco más, a esas naciones del llamado Tercer Mundo que soportan el peligrosísimo contagio.
En alguna parte el tiempo comienza a hacerse suturas y las quimeras, antaño sueltas, se deshacen en brumas. La vida desgasta, seca, hiere de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de heridas, un camino de profundos recovecos malignos, que bien pueden ser sometidos si cada hombre o mujer se articula sobre esa meta común de salvar vidas.
Será más tarde, en otras batallas, cuando el tiempo irremediable nos alcance y nos enfrentamos con todos los hálitos que han poblado nuestra azarosa existencia.
Quizás a partir de ahí, las noches se hacen largas, la luz parece esconderse de nosotros mismos y sentimos como el frío de la tierra se va acomodando entre los huesos flemáticos.
Ya sabemos casi todo del virus actual. Según un manual médico, las personas que se contagian presentan síntomas de intensidad leve o moderada, y se recuperan sin necesidad de hospitalización.
El mal llega cuando la fiebre marca su efugio con tos seca y cansancio. Otros comienzos llegan con dolores de garganta, diarrea, conjuntivitis, pérdida del olfato, erupciones cutáneas o merma del color en los dedos de las manos o de los pies. Es decir, el martirio en su amplio labrantío.
Señala la mitología de los lejanos tiempos, que cuando Pandora abrió la caja prohibida, todas las calamidades se esparcieron por el mundo. No obstante, cercano al cofre del dolor, permaneció la esperanza que, en el caso de las enfermedades, son apoyo todo tipo de curas: sueros, vacunas y emulsiones limpias.
La cifra de fallecimientos ya sobrepasa los tres millones de hombres y mujeres, mientras naciones como la India, Brasil y una buen aparte de África, siguen sin poder controlar el aumento insaciable de las infecciones.
A razón de todo ese dilatado horizonte, los seres humanos van, vienen, aman, sonríen, lagrimean, y solamente el viento de secano permanece indiferente con cada uno de sus envolventes vientos, esos alisios referentes de nuestras trágicas historias.
Con algo de compasiva suerte, quizás nuestros descendientes consigan habitar en otros mundos fuera del nuestro y la existencia, tal como la conocemos ahora, se volverá un vínculo de conexiones de microcomputadoras acopladas directamente con el cerebro humano. Tal vez eso sea el futuro que nos espera.
¿Habrá en ese entonces ternura, desazones y suspiros? ¿Veremos la misericordia de los dioses reducida a guarismos puros, y el individualismo radicalmente aniquilado?
Nuestro satélite azulino es quebradizo ante las epidemias y, a tal causa, éstas han diezmado de forma pavorosa poblaciones completas. Recordamos la “peste negra” en el medioevo, pero más cerca aún la llamada “Gripe española” -aunque brotó en Estados Unidos en 1918 recién finalizada la I Guerra Mundial- que dejó cientos y más de cadáveres.
En estos actuales acaecimientos tan atestados de incertidumbres, deberíamos retornar a comprender mejor los brotes virales que nos asolan procedentes de ponzoñas desconocidas que nos lapidan y arrastran miles de muertos, los mismos que han sido bien representados en los lienzos del pintor flamenco El Bosco, y cuyos anatemas son el reflejo de todas las adversidades humanas.
A lo largo de generaciones han existido epidemias desastrosas, pero las que han recaudado mayor cantidad de vidas dolientes han sido: paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, tuberculosis, peste bubónica, fiebre amarilla, después el ébola, el Sida y el actual coronavirus.
Debido a esa proliferación de sufrimientos contagiosas, la Organización Mundial de la Salud ha decidido aumentar el nivel de alerta sanitaria del planeta.
La base para determinar la gravedad de los virus se fundamenta en varios criterios: enfermedades desconocidas; un potencial de propagación capaz de traspasar fronteras; puede producir altas tasas de contagio e incluso de mortalidad; ser capaz de cambiar los viajes internacionales, el comercio mundial, y cuyo arranque se haya originado de forma accidental o deliberada.
La gripe porcina no había dado demasiados quebraderos de cabeza a las naciones, al ser un virus como la mayoría de los resfriados corriente: muy contagioso, pero no mortal si es tratado a tiempo.
Distinta es la neumonía asiática, gérmenes que tienen una agresividad terrible y, a cuenta de los rápidos transportes existentes, pueden llegar en horas al lugar más lejano del planeta.
El terror actual es el coronavirus. Todos le temen. Los laboratorios ya han conseguido varias vacunas que están haciendo efecto contra el mal pandémico y, aún así, es necesario tomar las precauciones más apremiantes que ya han sido decididas, entre ellas, cerrar las fronteras de países enteros, y ayudar con todos los medios posible y un poco más, a esas naciones del llamado Tercer Mundo que soportan el peligrosísimo contagio.
En alguna parte el tiempo comienza a hacerse suturas y las quimeras, antaño sueltas, se deshacen en brumas. La vida desgasta, seca, hiere de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de heridas, un camino de profundos recovecos malignos, que bien pueden ser sometidos si cada hombre o mujer se articula sobre esa meta común de salvar vidas.
Será más tarde, en otras batallas, cuando el tiempo irremediable nos alcance y nos enfrentamos con todos los hálitos que han poblado nuestra azarosa existencia.
Quizás a partir de ahí, las noches se hacen largas, la luz parece esconderse de nosotros mismos y sentimos como el frío de la tierra se va acomodando entre los huesos flemáticos.
Ya sabemos casi todo del virus actual. Según un manual médico, las personas que se contagian presentan síntomas de intensidad leve o moderada, y se recuperan sin necesidad de hospitalización.
El mal llega cuando la fiebre marca su efugio con tos seca y cansancio. Otros comienzos llegan con dolores de garganta, diarrea, conjuntivitis, pérdida del olfato, erupciones cutáneas o merma del color en los dedos de las manos o de los pies. Es decir, el martirio en su amplio labrantío.
Señala la mitología de los lejanos tiempos, que cuando Pandora abrió la caja prohibida, todas las calamidades se esparcieron por el mundo. No obstante, cercano al cofre del dolor, permaneció la esperanza que, en el caso de las enfermedades, son apoyo todo tipo de curas: sueros, vacunas y emulsiones limpias.
rnaranco@hotmail.com
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