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Una fotografía, una tragedia

Queda su vida y su obra como legados de una existencia no tan longeva, pero impregnada de portento. Queda el retrato que sigue hablando; que sigue contando las interioridades de un ser de excepción...

  • RICARDO GIL OTAIZA

09/05/2021 05:03 am

La amalgama de todos los ángulos en la vida y la obra del Dr. José Gregorio Hernández Cisneros (1864-1919), lo hace un ser fuera de toda clasificación, de toda categoría. Fue muchas cosas y en casi todas descolló, pero es en su propia imagen en donde podemos hallar las respuestas a muchas de nuestras incógnitas en torno de su ser. La fotografía posada que se hace en New York en 1917, es icónica en este sentido, porque en ella confluye lo explícito, lo que podemos ver y percibir, pero también lo inmanente, lo que está más allá de toda conjetura e interpretación.

Nuestro personaje fue un hombre de su tiempo, y estaba consciente de la importancia de su figura, razón por la cual opta por eternizar su imagen posando de pie en un estudio fotográfico, para que la posteridad no tuviese dudas acerca de su “verdadero” rostro. Las fotografías se las envía como obsequio a dos amigos: doctor Santos Aníbal Domínici y Carmelina López de Ceballos, así como a su hermano César. Sabe que, a partir de entonces, esa imagen adusta hasta más no poder, de negro cerrado, de sombrero y con las manos hacia atrás (seguramente por sugerencia del fotógrafo), recorrería el corto trecho que le quedaba de vida, aunque se haría eterna al partir. Él mismo no tuvo reparo en reconocer la melancolía que traslucía su mirada, que era signo evidente de los tormentos del alma. La fotografía nos lo muestra como a un hombre apuesto, quien diseñaba y cortaba sus propios trajes, con fino sombrero que deja en libertad su bello rostro.
 
La imagen que proyecta es la suma de la elegancia de la época; pero insisto en el rostro y en los ojos: miran más allá de su presente, para instalarse posiblemente en otras dimensiones del ser, en donde se hallan sus deseos más íntimos, y tal vez sus desengaños. No en vano en la carta que le hace llegar a Domínici (2-10-1917), en la que le hace mención del retrato, afirma: “Ya verás cómo la vejez camina a pasos rápidos hacia mí, pero me consuelo pensando que más allá se encuentra la dulce muerte tan deseada”. En la carta que le remite a Carmelina, en relación al mismo retrato, le expresa: “Me parece que te doy una verdadera sorpresa mandándote mi retrato; sacarlo a luz fue un verdadero triunfo fotográfico, pues por dos veces se rompió la lente con el paso de tan disforme imagen…” ¿Disforme imagen? A todas luces nuestro personaje se hallaba en lo que hoy conocemos como estado depresivo, o la melancolía de ayer.

¿Por qué tanta tristeza?
Al Dr. José Gregorio Hernández nada de su mundo le fue ajeno. Disfrutó del conocimiento, de su formación, del ejercicio profesional, de las corrientes del arte, de las amistades, de la buena comida, de la vida campechana, y también de las grandes metrópolis. No tuvo empacho en asumirse como un hombre de su tiempo, pero en contrapartida (tal vez en la búsqueda del equilibrio, que en la citada fotografía se deduce por la orientación de los pies) optó por la oración y por la vida ascética y mística, que lo centraba en lo trascendente e imperecedero. Como médico y científico descolló y renovó el estudio y la praxis de sus áreas de interés. Como artista echó mano de la ejecutoria en el piano, así como de la pintura, para exorcizar un mundo que le atraía en demasía, pero al que no estaba dispuesto a entregarle todos sus ímpetus de hombre culto, descendiente de linajes. Como políglota no hubo barrera lingüística que le pusiera freno a su intercambio epistolar y personal con gentes de distintas culturas. Lo suyo era otra cosa, y creyó hallarla ingresando en la vida consagrada, pero diversas variables se opusieron a sus deseos y se vio obligado a desistir y a regresar a su cátedra y a sus pacientes. No obstante, ¿por qué tanta tristeza si amaba lo que hacía y se entregaba con pasión a su tarea médica? La respuesta solo la tenía él, y aunque en sus cartas dejó sentado lo mucho que echaba de menos a los suyos estando en el extranjero, llegando incluso a afirmar acerca de su permanencia en New York: “Me es tan dura y difícil de sobrellevar” (carta a su hermano César, 6-10-17), su anhelo de la muerte nos indica que ya no había en este mundo nada que lo atara, y deseaba partir. Tal vez el conocimiento que tenía sobre su enfermedad lo llevó al extremo del desencanto total.

Una melancolía trágica
Y partió de manera dramática un fatídico domingo, y sin posibilidad de aclararle a la posteridad tan dolorosa interrogante. Queda su vida y su obra como legados de una existencia no tan longeva, pero impregnada de portento. Queda el retrato que sigue hablando; que sigue contando las interioridades de un ser de excepción, como pocos ha entregado esta tierra de tantos héroes. Una fotografía que, a menos de dos años de la partida, ya le había indicado a su protagonista el inminente derrotero: una vejez que lo espantaba, una senectud signada por la enfermedad, que seguramente lo alejaría de lo que más amaba. Una melancolía trágica que era agravada con solo ver lo que el papel fotográfico, logrado con tanto esfuerzo por el artista neoyorquino, reflejaba.

Nota: Versión del Epílogo del libro José Gregorio Hernández, biografía de la ejemplaridad, editado por la Academia de Mérida y el Vicerrectorado Académico de la ULA (2021).

@GilOtaiza

rigilo99@gmail.com
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