Más allá de la realidad
Estoy en la lista de espera para el cobro de mis prestaciones sociales; espero que cuando me avisen que me las depositaron en mi cuenta (voy para cinco años de espera), pueda comprar con ellas por lo menos un kilo de carne molida para los perros.
Reconozco que soy un eterno soñador. Cada mañana salgo a pasear con uno de mis perros cerca de nuestra casa, y créanme que sin proponérmelo me sorprendo muchas veces cerrando los ojos a lo largo del camino, y al escuchar los sonidos de las aves, el correr del río aledaño y el batir de las hojas de la magnífica vegetación que tenemos en las áreas verdes, me veo en las paradisíacas playas de la Isla de Margarita, o de la Península de Paraguaná, y siento un inmenso gozo al hundir mis pies en la arena y el calor del sol en mi piel. La magia se rompe cuando al percatarme del sueño, abro los ojos para no tropezarme en la calzada, y vuelvo de manera abrupta a la realidad.
Hace ya casi 33 años me estrené como profesor universitario, y siempre pensé (en mi eterna ensoñación) que era tal la alegría y el disfrute de estar frente a los estudiantes, compartiendo con ellos el conocimiento, viendo extasiado sus ojos esperanzadores, riendo con sus chistes y salidas ingeniosas, que llegaría a ancianito en tan noble oficio, entrando al aula con mi bastón y las pisadas inseguras de quienes están de regreso de los caminos de la vida. Nunca sopesé (ni se me pasó por la cabeza) que la peor pesadilla de la Venezuela contemporánea podría trastocar mis planes, y que tendría que dejar de manera prematura las aulas universitarias, y que la institución, al parecer tan sólida como la roca viva de la sierra nevada, que había resistido con gallardía a los embates de las más feroces dictaduras (la de Antonio Guzmán Blanco, la de Cipriano Castro, la de Juan Vicente Gómez y la de Marcos Pérez Jiménez), un día sería golpeada con tal inquina, que se convertiría en su propio fantasma.
Soñador como siempre he sido, cuando me casé me proyecté de inmediato a futuro, y me veía plácido y ya jubilado rodeado por mis hijos y por mis nietos, llevando a los chiquitines de paseo por la ciudad, enseñándoles lo poco que sé, ayudándoles a volar cometas, llevándolos a comer helados, enseñándoles a montar bicicleta y más adelante a conducir coches; los sentaría en mis piernas y con los álbumes familiares entre las manos les mostraría los rostros de sus antepasados, la ciudad que se marchó, la historia familiar que todos debían conocer. En el viejo equipo de sonido, ya desclasado, les pondría las melodías de mis tiempos juveniles, los alegres ritmos de las grandes orquestas a las que siempre he sido adepto, les mostraría risueño las carátulas de mi colección de discos y hasta les enseñaría los pasos de bailes olvidados con el paso de los años. No conté, pobre iluso, que nada de eso ocurriría, y que se interpondría en el medio la más perversa crisis que el país viviría en toda su historia, que empujaría a los protagonistas de mis sueños a los más apartados rincones del planeta.
El viejo sueño de vivir mis años como jubilado disfrutando con mi esposa del mundo, con la crisis también se hizo añicos. El anhelo de comprar con las prestaciones sociales una casita en la playa en donde iríamos a disfrutar del mar y de la vida sencilla, se desdibujó muy pronto, y entendí aquella mañana en la que fui a la oficina de asuntos profesorales a averiguar cuánto me correspondía por todos los años trabajados con disciplina, esmero y alta productividad científica e intelectual, que fui sencillamente un tonto; que aposté en el aire; que aré en el mar. La cara de la funcionaria era un poema: vi en ella el rubor, la vergüenza ajena, cuando miró en la pantalla del computador y con voz sutil me dijo que me tocaban alrededor de cinco o seis millones (que con la reconversión monetaria se transformaron en dos billetes de baja denominación). Estoy en la lista de espera para el cobro de mis prestaciones sociales; espero que cuando me avisen que me las depositaron en mi cuenta (voy para cinco años de espera), pueda comprar con ellas por lo menos un kilo de carne molida para los perros.
Twitter: @GilOtaiza
Instagram: @ricargogilotaiza
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
Hace ya casi 33 años me estrené como profesor universitario, y siempre pensé (en mi eterna ensoñación) que era tal la alegría y el disfrute de estar frente a los estudiantes, compartiendo con ellos el conocimiento, viendo extasiado sus ojos esperanzadores, riendo con sus chistes y salidas ingeniosas, que llegaría a ancianito en tan noble oficio, entrando al aula con mi bastón y las pisadas inseguras de quienes están de regreso de los caminos de la vida. Nunca sopesé (ni se me pasó por la cabeza) que la peor pesadilla de la Venezuela contemporánea podría trastocar mis planes, y que tendría que dejar de manera prematura las aulas universitarias, y que la institución, al parecer tan sólida como la roca viva de la sierra nevada, que había resistido con gallardía a los embates de las más feroces dictaduras (la de Antonio Guzmán Blanco, la de Cipriano Castro, la de Juan Vicente Gómez y la de Marcos Pérez Jiménez), un día sería golpeada con tal inquina, que se convertiría en su propio fantasma.
Soñador como siempre he sido, cuando me casé me proyecté de inmediato a futuro, y me veía plácido y ya jubilado rodeado por mis hijos y por mis nietos, llevando a los chiquitines de paseo por la ciudad, enseñándoles lo poco que sé, ayudándoles a volar cometas, llevándolos a comer helados, enseñándoles a montar bicicleta y más adelante a conducir coches; los sentaría en mis piernas y con los álbumes familiares entre las manos les mostraría los rostros de sus antepasados, la ciudad que se marchó, la historia familiar que todos debían conocer. En el viejo equipo de sonido, ya desclasado, les pondría las melodías de mis tiempos juveniles, los alegres ritmos de las grandes orquestas a las que siempre he sido adepto, les mostraría risueño las carátulas de mi colección de discos y hasta les enseñaría los pasos de bailes olvidados con el paso de los años. No conté, pobre iluso, que nada de eso ocurriría, y que se interpondría en el medio la más perversa crisis que el país viviría en toda su historia, que empujaría a los protagonistas de mis sueños a los más apartados rincones del planeta.
El viejo sueño de vivir mis años como jubilado disfrutando con mi esposa del mundo, con la crisis también se hizo añicos. El anhelo de comprar con las prestaciones sociales una casita en la playa en donde iríamos a disfrutar del mar y de la vida sencilla, se desdibujó muy pronto, y entendí aquella mañana en la que fui a la oficina de asuntos profesorales a averiguar cuánto me correspondía por todos los años trabajados con disciplina, esmero y alta productividad científica e intelectual, que fui sencillamente un tonto; que aposté en el aire; que aré en el mar. La cara de la funcionaria era un poema: vi en ella el rubor, la vergüenza ajena, cuando miró en la pantalla del computador y con voz sutil me dijo que me tocaban alrededor de cinco o seis millones (que con la reconversión monetaria se transformaron en dos billetes de baja denominación). Estoy en la lista de espera para el cobro de mis prestaciones sociales; espero que cuando me avisen que me las depositaron en mi cuenta (voy para cinco años de espera), pueda comprar con ellas por lo menos un kilo de carne molida para los perros.
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