La originalidad y otras rarezas
Los paradigmas no son derrumbados totalmente, sino que los nuevos se ubican en los niveles superiores y los anterioresquedan como base y sustento
Suele hacerse demasiado énfasis en el concepto de la originalidad en el arte y en el trabajo académico, hasta el punto de tomarse como una de las condicionantes para la aceptación de obras y de trabajos científicos con miras a su publicación, o como peldaños en el ascenso dentro de una determinada área. Ahora bien, ¿qué entendemos como algo original? La respuesta podría ser tan sencilla como el que una obra no sea copia ni imitación de otras, pero en la realidad de nuestro mundo globalizado, en el que todo está a la mano en un clic, la cuestión se torna compleja, ya que los linderos entre lo originalidad y lo que no lo es, son tan sutiles, como el isócrono paso del día y de la noche. Lo original es una categoría dura desde lo filosófico, ya que conjunta miradas, perspectivas, interpretaciones, deducciones, visiones y nociones que se pierden en los albores de la civilización, y que nos dicen mucho de cómo se han construido las artes y el conocimiento y que subyace como sedimento hasta nuestros días. Sin duda, como lo he dicho en las últimas semanas, no ha habido artistas ni científicos eugenésicos, es decir, que se hicieran a sí mismos, y todo esto nos permite asegurar, con firmeza, que toda idea u obra lleva sobre sí el peso de una larga tradición que se pierde con los siglos.
En este sentido hablamos de los paradigmas, que implican una suerte de gran marco de referencia en el que se hallan distintas variables que hacen posible la inventiva y la creación de una obra, o la concreción de una teoría o de un postulado.
Cuando sopesamos someramente los hallazgos de un Albert Einstein, por ejemplo, vemos que en ellos hay capas superpuestas, por decirlo de alguna manera, que se corresponden a lo alcanzado por sus antecesores. Los paradigmas no son derrumbados totalmente, sino que los nuevos se ubican en los niveles superiores y los anteriores quedan como base y sustento. Einstein no dejó de lado a un Poincaré ni a un Lorentz, así como tampoco a los clásicos de su área (Isaac Newton y Galileo Galilei), sino que a partir de sus ideas concretó las suyas. En consecuencia, nada sale de la nada. Muchos argumentarán en este punto que diversos descubrimientos que revolucionaron a la ciencia se dieron por hechos “fortuitos”, y más o menos es así. Por ejemplo, el descubrimiento de la penicilina por parte de Alexander Fleming partió de la contaminación del cultivo en el que trabajaba, con esporas del Penicillium, que impedía el crecimiento bacteriano, lo que mucho tiempo después resultó ser el poderoso antibiótico que revolucionó a la ciencia y salvó la vida a millones de personas. Empero, Fleming llevaba consigo siglos de tradición, que fueron preparando sin duda el camino de lo que vendría.
En las artes, específicamente en la literatura, la cuestión es semejante. El autor se nutre de los clásicos o de sus contemporáneos (las denominadas influencias), se empapa de sus técnicas, las pone en práctica (las imita), y el resultado de todo esto es una extraordinaria amalgama que posibilita el nacimiento de una obra. Siendo un poco drásticos tendríamos que partir del uso común de una lengua, creada por la tradición, cuyas herramientas nos son comunes a todos los autores. Tendríamos que aceptar entonces que la denominada originalidad habría que ponerla entre comillas, porque en definitiva todos escribimos sujetos a tradiciones y a un canon, que nos llevan como ríos a inmensos océanos ya navegados por muchos otros. Es en este preciso punto en el que la noción de lo original se redimensiona, se reinterpreta,para hacer de ella la posibilidad cierta de, a partir de lo existente, de lo andado por los demás, crear algo que nos diferencie con un sello que sea característico e identificable de nosotros (el estilo). Empero, es imposible deslastrarse de las influencias, porque muchas veces no somos conscientes de ellas, y subyacen en lo creado como muestras fehacientes de un largo trajinar en las letras (lecturas y más lecturas de los otros), que busca llevar a cimas más altas todo aquello en lo que trabajamos y nos esforzamos.
La gran pregunta sería entonces: ¿es posible la originalidad total? Yo creo que no, porque quienes escribimos e investigamos no bajamos de una cápsula procedentes de otro planeta, sino que nacemos en determinados contextos y con determinadas relaciones e influencias, y todo constituye a la larga nuestra materia prima, que terminará por convertirse en una obra y en un hallazgo que dará cuenta del mundo, y con él: de sus gentes, lenguas, culturas, creencias, experiencias y grandes tragedias existenciales. Se dice, no sin razón, que todo está escrito, que nada es lo suficientemente nuevo como para equipararse a un sol naciente. De alguna manera, gústenos o no, reescribimos una misma obra, nos regodeamos en un mismo libro, insistimos en lo mismo que hicieron quienes nos antecedieron, solo que al sentirnos demiurgos (la vanidad autoral y científica) nos lleva a pensar que a partir de nosotros nace lo original, cuando sabemos que es a veces una noción quimérica; tal vez una utopía.
Twitter: @GilOtaiza
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Facebook: ricardogilotaiza
rigilo99@hotmail.com
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
En este sentido hablamos de los paradigmas, que implican una suerte de gran marco de referencia en el que se hallan distintas variables que hacen posible la inventiva y la creación de una obra, o la concreción de una teoría o de un postulado.
Cuando sopesamos someramente los hallazgos de un Albert Einstein, por ejemplo, vemos que en ellos hay capas superpuestas, por decirlo de alguna manera, que se corresponden a lo alcanzado por sus antecesores. Los paradigmas no son derrumbados totalmente, sino que los nuevos se ubican en los niveles superiores y los anteriores quedan como base y sustento. Einstein no dejó de lado a un Poincaré ni a un Lorentz, así como tampoco a los clásicos de su área (Isaac Newton y Galileo Galilei), sino que a partir de sus ideas concretó las suyas. En consecuencia, nada sale de la nada. Muchos argumentarán en este punto que diversos descubrimientos que revolucionaron a la ciencia se dieron por hechos “fortuitos”, y más o menos es así. Por ejemplo, el descubrimiento de la penicilina por parte de Alexander Fleming partió de la contaminación del cultivo en el que trabajaba, con esporas del Penicillium, que impedía el crecimiento bacteriano, lo que mucho tiempo después resultó ser el poderoso antibiótico que revolucionó a la ciencia y salvó la vida a millones de personas. Empero, Fleming llevaba consigo siglos de tradición, que fueron preparando sin duda el camino de lo que vendría.
En las artes, específicamente en la literatura, la cuestión es semejante. El autor se nutre de los clásicos o de sus contemporáneos (las denominadas influencias), se empapa de sus técnicas, las pone en práctica (las imita), y el resultado de todo esto es una extraordinaria amalgama que posibilita el nacimiento de una obra. Siendo un poco drásticos tendríamos que partir del uso común de una lengua, creada por la tradición, cuyas herramientas nos son comunes a todos los autores. Tendríamos que aceptar entonces que la denominada originalidad habría que ponerla entre comillas, porque en definitiva todos escribimos sujetos a tradiciones y a un canon, que nos llevan como ríos a inmensos océanos ya navegados por muchos otros. Es en este preciso punto en el que la noción de lo original se redimensiona, se reinterpreta,para hacer de ella la posibilidad cierta de, a partir de lo existente, de lo andado por los demás, crear algo que nos diferencie con un sello que sea característico e identificable de nosotros (el estilo). Empero, es imposible deslastrarse de las influencias, porque muchas veces no somos conscientes de ellas, y subyacen en lo creado como muestras fehacientes de un largo trajinar en las letras (lecturas y más lecturas de los otros), que busca llevar a cimas más altas todo aquello en lo que trabajamos y nos esforzamos.
La gran pregunta sería entonces: ¿es posible la originalidad total? Yo creo que no, porque quienes escribimos e investigamos no bajamos de una cápsula procedentes de otro planeta, sino que nacemos en determinados contextos y con determinadas relaciones e influencias, y todo constituye a la larga nuestra materia prima, que terminará por convertirse en una obra y en un hallazgo que dará cuenta del mundo, y con él: de sus gentes, lenguas, culturas, creencias, experiencias y grandes tragedias existenciales. Se dice, no sin razón, que todo está escrito, que nada es lo suficientemente nuevo como para equipararse a un sol naciente. De alguna manera, gústenos o no, reescribimos una misma obra, nos regodeamos en un mismo libro, insistimos en lo mismo que hicieron quienes nos antecedieron, solo que al sentirnos demiurgos (la vanidad autoral y científica) nos lleva a pensar que a partir de nosotros nace lo original, cuando sabemos que es a veces una noción quimérica; tal vez una utopía.
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