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Gardenias a flor de la piel

Un día, una alumna le regaló dos gardenias y al tenerlas entre las manos brotó el título de la melodía que se volvería universal, dedicándosela a su esposo

  • RAFAEL DEL NARANCO

07/02/2021 05:07 am

En estas jornadas doloridas a raíz de la pandemia que nos ceba, intentamos – ¡lo difícil que resulta! - efectuar una pausa en la columna de cada semana con el deseo de anestesiarnos ante tanto infortunio.

Esparcido el virus en cada rincón del sentimiento humano, buscamos ahora un espacio protegido intentando seguir forjando senderos abiertos, aunque nos cansen más tantas adversidades.

Encima de esos vientos rasgados que hemos ido materializado sobre octavillas, la existencia se ha ido desperdigando al tamaño mismo de las fatigas del aliento, y con él, las incertidumbres que aún no hemos conseguido despejar y de las que poco sabemos. Solamente el dolor sigue ahí, casi indestructible.

El hombre que reposaba en nosotros ya es otro: se ha vuelto misántropo, indeciso, y siente el abatimiento de la edad enmohecida soportando su razón de ser, la cual deberíamos -aunque el tiempo injusto lo impida- paladear hasta el último sorbo.

Únicamente los recuerdos siguen en pie. En el hogar primerizo rodeado de herbajes, cardos y esparcidas flores de azahar, aún debe estar el eco de las canciones que madre entonaba sobre sus solitarios recovecos. Ella iba del tango preñado de desgarro y amor/pasión, al espasmo envuelto en licor de guindas del furtivo bolero.Le gustaba tararear entre sus silencios.

Al presente, pretendemos mantener las remembranzas de aquellas melodías, cuyas palabras bajaban del alto cementerio de Ceares, en el Gijón de mi nacencia, al murmullo perdurable de la cháchara del barrio.

Ya con los años hincados en la piel, el bolero se asentó en nuestro espíritu de la mano de una compositora cubana de nombre Isolina Carrillo.

Madre las solía tararear mañana y tarde,sentada en la puerta de la vivienda esperando nuestro regreso del colegio, y ahora, largos años después, al oír algunas de esas melodías, llegan a nuestro encuentro imbuidas de querencias.

Solemos existir de diversas maneras, y aún así, la mayoría de las veces, sobre hitos musicales cuyas estrofas nos han ido dejando nostalgia y recuerdos enternecidos.

Distingo, mientras borroneo estos trazos, a madre sentada en la puerta del patio vecinal de la calle Eulalia del Llano del Medio, vocalizando su cadencia sobre un flanco del alma, mientras modula una entrega de la que solamente ella sabría causa y razón cuando canturreaba la letra:

“Dos gardenias para ti, / con ellas quiero decir/ te quiero, te adoro, mi vida”.

No sé canciones - quiero decir, muy pocas - a lo sumo uno que otro fragmento cuya letra suelo cambiar con frecuencia, pero “Dos gardenias” y el tango “Sur” de Aníbal Troilo, en la voz de Roberto Goyeneche, ellas han pasado a formar parte de las melodías que conviven en nosotros desde los lejanos tiempos juveniles.

Cuando actualmente escucho – y sucede con alguna frecuencia - esas composiciones, regreso a la época del afecto trenzado, y con ellas a los aleros del cobijo donde se forjó la esencia del hombre que creo ser, entre taciturnos afanes ya diseminados.

Isolina nació en La Habana en 1907, y conoció la música desde la misma niñez, al haber sido siempre solista popular de su isla seducida.

Tuvo una confesión espontánea y limpia: “Todo lo que yo creaba surgió de de mí misma. No creo que la influencia de mi padre, director de una charanga, me aportara algo. Sólo recuerdo haber visto a mi hermano estudiar solfeo, y esa es la imagen más clara que guardo en mi memoria”.

Un día, una alumna le regaló dos gardenias y al tenerlas entre las manos brotó el título de la melodía que se volvería universal, dedicándosela a su esposo con quien compartió 30 años de buena fortuna y mejor cariño:

“Dos gardenias para ti que tendrán todo el calor de un beso, de esos besos que te di y que jamás encontrarás en el calor de otro querer.”

El día que Isolina cruzó el sendero hacia la última fase de la vida en que se desliza cada estirpe humana, contaba 88 años de edad, poseía un agraciado pelo blanco y la mente, donde descansaban sus melodías, diáfana y dulcificada.

Había compuesto más de 300 letras. Unos días antes de tomar camino definitivo al encuentro del alba donde los campos de Edén son espigas de trigo, especificó la razón de ese triunfo que la hizo tan inmensamente famosa en cada rincón de América y España:

“Creo mucho – había expresado - en la suerte y la santería afrocubana. Teniendo yo letrillas musicalmente buenas, como ‘Rumor de vida’ y ‘Viviré para amarte’ - por sólo citar dos - sin embargo no gozaron de la popularidad inmensa de “Dos Gardenias”. Es el destino extraño y misterioso de todo lo creado”

Con afecto hacia esa flor sencilla que va del blanco cremoso a un ambarino pálido, y en cuyos pétalos la autora, en letra y armonía, conmovió los denuedos de quien, al oírla, siente que las sinuosidades del alma se hacen perceptibles a los afectos del propio existir.

La autora, envuelta en brisas con olor a salitre, reposa a la luz de cada día sobre el malecón de La Habana, la ciudad más bucólica y emotiva del Caribe.

La llegada de los barbudos fidelistas con el “período especial”, la soledad y el tedio, no cambiaron la esencia innata de ese rompeolas,ya que la ciudad, toda femenina en su nombre indígena, Siboneyes, sigue siendo ser y razón, prestancia y esencia, rodeada de sandunga criolla.

rnaranco@hotmail.com



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