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El perpetuo regreso

Pasada esa época, supimos con claridad que los vientos caribeños tan nuestros, nos despedían al vaivén de ardores encendidos, mientras un suave “hasta la luego” nos alejaba de los manglares de la Arestinga.

  • RAFAEL DEL NARANCO

01/11/2020 05:03 am

En el intervalo en que Constantino Cavafis, el poeta del Bajo Egipto, dulcificaba los almendrales blancos en los callejones de El Cairo en el “Cuarteto de Alejandría” de Lawrence Durrell, asumíamos la sensación de sentir las brisas del pasado helénico.

Era un deseo juvenil centrado en Isla Margarita, y esos afanes se expandían en los arrecifes del Caribe, en los que al final del largo camino habíamos encallado bajo la protección de Emilio Salgari, Julio Verne, y al sotavento, Álvaro Mutis con las argucias de Maqroll el Gaviero.

Tiempo después, abandonamos Porlamar y acudimos a sembrar pinos negros y a bañarnos en noches claras en las costas del mediterráneo griego, con la pretensión de que los dioses del Olimpo nos fueran propicios. 

Pasada esa época, supimos con claridad que los vientos caribeños tan nuestros, nos despedían al vaivén de ardores encendidos, mientras un suave “hasta la luego” nos alejaba de los manglares de la Arestinga. 

De regreso al pueblo acicalado de cal que aún nos esperaba en los promontorios de Creta, la luna llena esparcía un resuello meloso. 

Mirando el mar de las civilizaciones helénicas, uno contempla cómo al cambiar la luz del día, lo hace siempre en las islas, y así, tras un blanco translúcido, viene un aleteo de sombras, ahora púrpuras, ahora de un gris mustio. 

Al amanecer, el cielo era suave y preñado de nostalgia, mientras el sonido de las cercanas canteras de mármol nos llamaban, pero igual que Ulises, nos hicimos sordos en su honor. 

En este tiempo abrigado de bruma, en medio de tanta dejadez que indeleblemente nos estremece, regresamos al Mediterráneo a restañar viejas llagas aún no cicatrizadas, ya que esas aguas azulosas en las que Hércules levantó columnas y Odiseo Elytis, Paul Bowles o Naguib Mahfuz tañeron de caracolas y desnudaron sus propios espectros, nos saludan sin reproches. 

El tiempo nos convirtió, si no en aliados, acaso en parroquianos de tribulaciones compartidas. 

Al presente todo es remembranza en el recuerdo, a la vez que el trigo, los olivares y viñedos, se aletargan hacia los tonos azulinos del alma. 

Ya en esa época de andurriales, el calor despojaba de ardores el espíritu, y uno, cual marinero en secano, se apretaba a las novias encadenadas en cuartillas de Rafael Alberti. 

Una se llama Amaranta; otra, Leontina, y la más pequeña, risueña y jocosa, Sempiterna.
 
Leontina, cuando miraba, era como si dijera en lunfardo: “No me llames amor, llámame olvido”.

En este instante –añadas por medio –sonrío a esa arena terrosa del largo paseo de Malvarrosa, en la mediterránea ciudad de Valencia, mientras el frías tardes de octubre nos va señalando la ruta del afecto añorado. 

En muy cierto: hemos encallado en estos huertos de naranjales, a la espera de la luz opaca del final del camino, mientras retornamos al abrigo del que hemos partido en plena juventud, y quizás ese encabritado mar que se vuelve espumoso, tal vez nos reconozca.

Un resuello mueve las ramas del pino carrasco, en esta tierra de pinares y palmitos. También del duro enebro.

Entre las dunas de El Saler, saltando sobre espesos juncales, nidos de ánades, patos y cercetas de la laguna cercana, uno supo que las mujeres hermosas renacen en los últimos días de junio y desaparecen, cual baja niebla, a finales de octubre o en la primera semana de noviembre. ¿Y adónde van?

El poeta lo dijo: Nadie lo sabe, pero igual que los patos de la laguna, regresan cada año, ellas representan los inexorables ciclos del amor, esos hádelos protegidos de Neptuno y escondidos por Minerva. 

Jugábamos por ese tiempo a ser hombres querendones, pero con miedo de que todo fuera un sueño y se volviera ceniza. Y el mar, vigilante y cómplice de cada una de esas embestidas, nos miraba estoicamente por detrás de los cañaverales.

La poesía no era a la sazón un arte en el sentido de la palabra, sino un ramalazo, un hervir de la sangre, una forma de trasformar la saliva desde el fondo de las entrañas y amasar con ella palabras tan potentes como la luz y las noches cerradas en lluvia. 
 
Entremezclábamos gritos sin miedo -éste llegaría después y nos destrozaría a zarpazos– para probarnos a nosotros mismos y sentir la sangre correr con la furia desbocada de una catarata sin retorno. 

Más tarde, al retornar de todo aquello, y sentados nuevamente entre los pinos del Saler en la cercana arenisca de la Malvarrosa frente a ese piélago de agua salada en que surcaron todas la naves del Occidente, nos damos cuenta de que cuanto más larga es la vida, con más ahínco solemos encontrar, entre nuestra piel, vientos desconocidos; hay tantos como corrientes marinas o senderos en latifundios del centro de Europa.

Algunos ostentan nombres que han marcado leyendas, habiendo siendo parte inevitable de las civilizaciones que cruzaron litorales o elevados altozanos, mientras recibían en el camino los sobrenombres de “Levante”,”Alisio”, “Bora”, “Tramontana”, “Virazón” o “Mistral” y, siendo que cada uno de ellos contenían agua salada a borbotones o surcos humedecido, dan por innegable que en otra reencarnación se han de volver intensamente humanos.

rnaranco@hotmail.com
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