De límites y fronteras
Los límites no son abolidos: son para ser respetados. Son para conocer a una persona y disfrutarla como es. Y, si conocemos un límite, y lo traspasamos, estamos hiriendo deliberadamente al otro...
En alguna oportunidad escribí que tener esta columna me confiere el privilegio de tender un puente hacia otras personas, de poner mis ideas en común y, a menudo, de disfrutar de la opinión de mis lectores, cuando me escriben al email. Más de una amistad duradera ha emergido de estos breves textos. Es como poner un mensaje en una botella, que no sabes a qué playa llegará, pero que a veces llega, y resuena, y permite que otras almas afines vengan hasta mi isla a rescatarme.
Esta columna se nutre de la realidad, de la macro, de la que aparece en los diarios y en las pantallas de televisión, de la computadora, del celular, pero más frecuentemente de la micro, de las conversaciones íntimas, de los denominadores comunes que vamos viendo que privan en todas las relaciones humanas, de las quejas comunes en quienes me rodean, de los sentimientos que tienen en común quienes bregan a mi lado para alcanzar sus respectivos anhelos.
Es por eso que, sin ninguna pretensión, a veces me gusta poner en común el resultado de algunas conversaciones, sin ánimo de transformarme en gurú, sin ningunas ínfulas, apenas con el deseo de poner en negro sobre blanco lo que voy a prendiendo, las conclusiones que voy sacando, por si alguien quisiera responderme, o le fuera de alguna utilidad. Y en esta oportunidad quiero referirme aquí a los límites, como parte del proceso de conocer a otra persona. Tiene que ver con la tolerancia: los límites son las fronteras, las líneas rojas, aquello que es innegociable, lo que no puede ser traspasado.
Quienes hayan vivido la experiencia de ser padres, confirmarán sin duda que, junto al éxtasis que supone la llegada al mundo de un nuevo ser, sobreviene también el pánico. Hay un lazo que te vincula al bebé, pero el bebé es, al mismo tiempo, un ilustre desconocido. Trae consigo sus propios gustos, en cuanto a sabores, posturas y texturas. Tiene sus propias preferencias. Y parte de la relación es descubrirlo a él, como persona: aprender a interpretar sus mensajes, lo que ocasiona placer y displacer. Vienen las primeras frustraciones, los hábitos, el aprendizaje. El bebé se adapta al estilo familiar, y la familia va conociendo al bebé.
Esta imagen es extrapolable a cualquier otra relación. Muchas veces los disgustos vienen del desconocimiento. Nos asombra cómo cierto detalle puede haber incomodado al otro. Hasta lo acusamos de hipersensible, de dramático, de querrequerre. Ello sucede porque, como no es algo que nos incomodaría a nosotros, no somos capaces de entender que para el otro es intolerable, y es producto de su historia personal, de su cultura, de su modo de ver el mundo.
Nos parece natural que otras culturas tengan costumbres diferentes, pero aspiramos a que el vecino sea un calco exacto de nuestras escalas de valores y sentimientos. ¡No! Todos somos diferentes. Y a veces descubrimos con amargura cuál es el límite de la otra persona. Y hay que agradecerlo, aunque a veces el descubrimiento sea desagradable y hasta amargo: es la posibilidad de conocer más a esa persona y de mejorar nuestra relación con ella, protegiendo esas áreas dolorosas y haciéndonos un mapa de cuál es la superficie de ese territorio desconocido que es el otro.
Y lo mismo a la inversa: elegimos los regalos de acuerdo a nuestras prioridades, a lo que nos resulta valorable, útil, atractivo, sin entender que no necesariamente eso coincide con el criterio del otro.
Los límites no son abolidos: son para ser respetados. Son para conocer a una persona y disfrutarla como es. Y, si conocemos un límite, y lo traspasamos, estamos hiriendo deliberadamente al otro, dos veces: cuando pisamos en terreno doloroso y cuando, a sabiendas, nos ponemos su tristeza por montera.
linda.dambrosiom@gmail.com
Esta columna se nutre de la realidad, de la macro, de la que aparece en los diarios y en las pantallas de televisión, de la computadora, del celular, pero más frecuentemente de la micro, de las conversaciones íntimas, de los denominadores comunes que vamos viendo que privan en todas las relaciones humanas, de las quejas comunes en quienes me rodean, de los sentimientos que tienen en común quienes bregan a mi lado para alcanzar sus respectivos anhelos.
Es por eso que, sin ninguna pretensión, a veces me gusta poner en común el resultado de algunas conversaciones, sin ánimo de transformarme en gurú, sin ningunas ínfulas, apenas con el deseo de poner en negro sobre blanco lo que voy a prendiendo, las conclusiones que voy sacando, por si alguien quisiera responderme, o le fuera de alguna utilidad. Y en esta oportunidad quiero referirme aquí a los límites, como parte del proceso de conocer a otra persona. Tiene que ver con la tolerancia: los límites son las fronteras, las líneas rojas, aquello que es innegociable, lo que no puede ser traspasado.
Quienes hayan vivido la experiencia de ser padres, confirmarán sin duda que, junto al éxtasis que supone la llegada al mundo de un nuevo ser, sobreviene también el pánico. Hay un lazo que te vincula al bebé, pero el bebé es, al mismo tiempo, un ilustre desconocido. Trae consigo sus propios gustos, en cuanto a sabores, posturas y texturas. Tiene sus propias preferencias. Y parte de la relación es descubrirlo a él, como persona: aprender a interpretar sus mensajes, lo que ocasiona placer y displacer. Vienen las primeras frustraciones, los hábitos, el aprendizaje. El bebé se adapta al estilo familiar, y la familia va conociendo al bebé.
Esta imagen es extrapolable a cualquier otra relación. Muchas veces los disgustos vienen del desconocimiento. Nos asombra cómo cierto detalle puede haber incomodado al otro. Hasta lo acusamos de hipersensible, de dramático, de querrequerre. Ello sucede porque, como no es algo que nos incomodaría a nosotros, no somos capaces de entender que para el otro es intolerable, y es producto de su historia personal, de su cultura, de su modo de ver el mundo.
Nos parece natural que otras culturas tengan costumbres diferentes, pero aspiramos a que el vecino sea un calco exacto de nuestras escalas de valores y sentimientos. ¡No! Todos somos diferentes. Y a veces descubrimos con amargura cuál es el límite de la otra persona. Y hay que agradecerlo, aunque a veces el descubrimiento sea desagradable y hasta amargo: es la posibilidad de conocer más a esa persona y de mejorar nuestra relación con ella, protegiendo esas áreas dolorosas y haciéndonos un mapa de cuál es la superficie de ese territorio desconocido que es el otro.
Y lo mismo a la inversa: elegimos los regalos de acuerdo a nuestras prioridades, a lo que nos resulta valorable, útil, atractivo, sin entender que no necesariamente eso coincide con el criterio del otro.
Los límites no son abolidos: son para ser respetados. Son para conocer a una persona y disfrutarla como es. Y, si conocemos un límite, y lo traspasamos, estamos hiriendo deliberadamente al otro, dos veces: cuando pisamos en terreno doloroso y cuando, a sabiendas, nos ponemos su tristeza por montera.
linda.dambrosiom@gmail.com
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