La conmoción de la existencia
Con “Memorias de Adriano” y “Meditaciones” de Marco Aurelio, nos hemos enfrentado al presente trágico que nos asedia ante la cruda pandemia, la misma que esparce ansiedad y muerte sobre la humanidad
Toda la humanidad, sin distinción de clases sociales, indigentes o ricos, enfrentamos una desventura de proporciones espeluznantes. Y cuando pase, la vida que conocemos por un largo tiempo, -quizás años- ya no será igual.
Cuesta escribir unas cuartillas en estos momentos.
Nos hemos dado cuenta en estos días de tanto encierro –el escribidor, en la Valencia mediterránea- en donde he llegado a sembrar en sus paredes las ensoñaciones renacidas en el Caribe, recordando que la vida es un don inusitado, razón de todo lo que somos y que apenas la conocemos. Solamente nos acordarnos del valor de la existencia en instantes trágicos como los actuales, ante la llegada de ese pavor llamado coronavirus.
Leer es uno de los soportes más plausibles ante tanto encierro a cal y canto. Hay libros en toda la casa, y es ahora, ante el inmenso tiempo del que disponemos, cuando vamos descubriendo la mayoría de ellos. A algunos los saludo como viejos amigos que habían estado arrinconados y olvidados.
Tomo en mis manos “Archivos del Norte” de la admirada Marguerite Yourcenar, sentimientos vividos para hablar con un padre inconformista ante una niña que comenzaba a vivir.
De ella tengo mi preferido: “Memorias de Adriano”. He leído y repasado esas páginas infinidad de veces a todo lo largo de mi vida, que ya es considerable, y aparento un doliente cansancio macilento.
Aquel emperador, andaluz de Bética, está solo y mira los astros. Recuerda a Catón el Viejo, el hombre de la guerra de Cartago, cuya sabiduría le hizo comprender los designios necrománticos de los arcanos del nirvana, y saber que nadie es un destino marcado, sino un fin perecedero. En ese momento, cuando la luz que penetra por la ventana se está disipando, exclama: “Empiezo a percibir el perfil de la muerte”, y lo expresa con consciente evocación.
Llama a su médico Hermógenes, al que admira y respeta por su ciencia, para decirle que siente unos pinchazos en el lado izquierdo de su cuerpo. “Tal vez sea cansancio”, le dice al galeno y amigo de años, conocedor de todos los desbarajustes de su cuerpo.
En Antioquia acaba de conocer al jovencito Antínoo, un imberbe al que convierte amante, y con él sabrá que la pasión es el olvido del yo.
Aquí Yourcenar percibió que el mundo se construye de espacio y tiempo, pero Adriano llegó a más: supo, cuando salió de su aposento su médico Hermógenes, que uno solamente se desvanece de su propia muerte o lo que ella signifique ante querencias y fogosidades que nos marcaron en profundidad.
Muchos años después –siglos- Martin Heidegger, el valorado pensador adherido al Nacional Socialismo de Hitler, anunció el fin de la filosofía y el humanismo con estas palabras: “Todo ser es el ser. Y el ser es el ser”.
No se le comprendió de momento, tampoco había tiempo, ya que daba comienzo el terror sin remedio llamado “El Holocausto”.
Con este hecho, el mayor crimen del siglo XX, toda la humanidad murió un poco más sobre lo que aún quedaba de la dignidad del hombre.
Vamos de la luz a la sombra en un soplo, y en medio de esa micra de segundo, se desnudan, sobre un acto pagano, cada una de las más bajas connotaciones humanas, el perpetuo odio y la bestia salvaje nacida en lo más insondable de nuestras entrañas.
El más reconocido filosofo ético griego, Platón, transcribiendo un encuentro entre Calicles y Sócrates, puso en boca de este último una frase de Eurípides que hizo pensar a la humanidad desde hace épocas y sigue ahora más vigente:
Regresamos al principio de estas líneas: Con “Memorias de Adriano”, y “Meditaciones” de Marco Aurelio, nos hemos enfrentado al presente trágico que nos asedia ante la cruda pandemia, la misma que esparce ansiedad y muerte sobre la aterrada humanidad.
En medio de los leído libros, se alza “Memorias de ultratumba”, el último furor antes de ingresar en la fosa, de Francois René de Chateaubriand, el cual consiguió la evocación de Marguerite Yourcenar, y así, la escritora pudo comprender el poder de un texto cuya razón primordial es tejer un itinerario siguiendo el camino marcado por las nubes y las sombras, bajo las perdurables palabras: “Si sicut nubes, quasi naves, velut umbra” que en castellano expresa: “El tiempo se escapa como una nube, como las naves, como una sombra”.
A la par, está siempre presente la mortaja de la que solemos revestirnos cara al último trance de la existencia que se va desvaneciendo.
rnaranco@hotmail.com
Cuesta escribir unas cuartillas en estos momentos.
Nos hemos dado cuenta en estos días de tanto encierro –el escribidor, en la Valencia mediterránea- en donde he llegado a sembrar en sus paredes las ensoñaciones renacidas en el Caribe, recordando que la vida es un don inusitado, razón de todo lo que somos y que apenas la conocemos. Solamente nos acordarnos del valor de la existencia en instantes trágicos como los actuales, ante la llegada de ese pavor llamado coronavirus.
Leer es uno de los soportes más plausibles ante tanto encierro a cal y canto. Hay libros en toda la casa, y es ahora, ante el inmenso tiempo del que disponemos, cuando vamos descubriendo la mayoría de ellos. A algunos los saludo como viejos amigos que habían estado arrinconados y olvidados.
Tomo en mis manos “Archivos del Norte” de la admirada Marguerite Yourcenar, sentimientos vividos para hablar con un padre inconformista ante una niña que comenzaba a vivir.
De ella tengo mi preferido: “Memorias de Adriano”. He leído y repasado esas páginas infinidad de veces a todo lo largo de mi vida, que ya es considerable, y aparento un doliente cansancio macilento.
Aquel emperador, andaluz de Bética, está solo y mira los astros. Recuerda a Catón el Viejo, el hombre de la guerra de Cartago, cuya sabiduría le hizo comprender los designios necrománticos de los arcanos del nirvana, y saber que nadie es un destino marcado, sino un fin perecedero. En ese momento, cuando la luz que penetra por la ventana se está disipando, exclama: “Empiezo a percibir el perfil de la muerte”, y lo expresa con consciente evocación.
Llama a su médico Hermógenes, al que admira y respeta por su ciencia, para decirle que siente unos pinchazos en el lado izquierdo de su cuerpo. “Tal vez sea cansancio”, le dice al galeno y amigo de años, conocedor de todos los desbarajustes de su cuerpo.
En Antioquia acaba de conocer al jovencito Antínoo, un imberbe al que convierte amante, y con él sabrá que la pasión es el olvido del yo.
Aquí Yourcenar percibió que el mundo se construye de espacio y tiempo, pero Adriano llegó a más: supo, cuando salió de su aposento su médico Hermógenes, que uno solamente se desvanece de su propia muerte o lo que ella signifique ante querencias y fogosidades que nos marcaron en profundidad.
Muchos años después –siglos- Martin Heidegger, el valorado pensador adherido al Nacional Socialismo de Hitler, anunció el fin de la filosofía y el humanismo con estas palabras: “Todo ser es el ser. Y el ser es el ser”.
No se le comprendió de momento, tampoco había tiempo, ya que daba comienzo el terror sin remedio llamado “El Holocausto”.
Con este hecho, el mayor crimen del siglo XX, toda la humanidad murió un poco más sobre lo que aún quedaba de la dignidad del hombre.
Vamos de la luz a la sombra en un soplo, y en medio de esa micra de segundo, se desnudan, sobre un acto pagano, cada una de las más bajas connotaciones humanas, el perpetuo odio y la bestia salvaje nacida en lo más insondable de nuestras entrañas.
El más reconocido filosofo ético griego, Platón, transcribiendo un encuentro entre Calicles y Sócrates, puso en boca de este último una frase de Eurípides que hizo pensar a la humanidad desde hace épocas y sigue ahora más vigente:
“¿Quién sabe si la vida no es para nosotros una muerte y la muerte una vida?”.
Regresamos al principio de estas líneas: Con “Memorias de Adriano”, y “Meditaciones” de Marco Aurelio, nos hemos enfrentado al presente trágico que nos asedia ante la cruda pandemia, la misma que esparce ansiedad y muerte sobre la aterrada humanidad.
En medio de los leído libros, se alza “Memorias de ultratumba”, el último furor antes de ingresar en la fosa, de Francois René de Chateaubriand, el cual consiguió la evocación de Marguerite Yourcenar, y así, la escritora pudo comprender el poder de un texto cuya razón primordial es tejer un itinerario siguiendo el camino marcado por las nubes y las sombras, bajo las perdurables palabras: “Si sicut nubes, quasi naves, velut umbra” que en castellano expresa: “El tiempo se escapa como una nube, como las naves, como una sombra”.
A la par, está siempre presente la mortaja de la que solemos revestirnos cara al último trance de la existencia que se va desvaneciendo.
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