Vanidad. Egocentrismo. Poder
Toda sociedad necesita líderes que la dirijan; así ha sido, es y será. Los líderes deben dirigir la sociedad por el bienestar común, y que debería ser también el de sí mismos
Cuando se habla de mitos en nuestros días, la gente se suele referir a personajes de gran importancia, algunos se idealizan y se convierten en modelos. Para nuestros ancestros, los mitos tenían una vinculación directa con la realidad, pero en otro sentido. En su origen, todos los mitos servían para dar una explicación verosímil a los fenómenos naturales: el ciclo de las estaciones, el del día y la noche, los acontecimientos históricos, los comportamientos humanos, entre otros.
En los relatos de la antigua Grecia, más precisamente, en la mitología griega, se habla de Narciso, un muchacho de singular belleza que, según un oráculo, viviría mientras no contemplase la propia imagen. Resumiendo, la historia, Narciso era tan bello que, al ver el reflejo de su semblante en el agua de una fuente, se enamora de sí mismo. Por más que intenta besar la imagen, no lo logra; desesperado por no poder atrapar su propio reflejo, enloquece y encuentra su fin.
Las moralejas de este mito han servido por siglos y podría decirse que siguen vigente nuestros días, inclusive para explicar el paradigma del egocentrismo y de la vanidad. Esa misma vanidad que deriva del latín “vacío” o “hueco” y que fue representada en la Edad Media mediante las figuras del príncipe del mundo y el reloj de arena, simbolizando el carácter efímero de todas las cosas terrenales, incluyendo el poder.
Toda sociedad necesita líderes que la dirijan; así ha sido, es y será. Los líderes deben dirigir la sociedad por el bienestar común, y que debería ser también el de sí mismos; para ello se requiere la capacidad de apreciar al prójimo y de valorar la existencia ajena, inclusive la de los que no se nos parecen, física y/o mentalmente.
El egocentrismo y la vanidad pueden llegar a disfrazarse de liderazgo, pero realmente es narcisismo; y se expresa a través de todos aquellos que buscan el poder solamente para acariciar su propia imagen. Los dirigentes son representantes y como tales, actúan en nombre de la colectividad o entidad que los designa. Quienes tienen la responsabilidad de elegirlos deben encontrarse, pues, en condiciones de auditar en profundidad sobre sus delegados, para no tomar por sabiduría las bellas apariencias.
No todo lo que brilla es oro: Narciso era sumamente bello, pero no sabio. Como se interpreta en el Eclesiastés (escrito en el siglo IV o III antes de Cristo), quizás sea mucha pretensión pensar que el hombre pueda resolver en su totalidad (y para siempre) las tensiones y conflictos que aquejan a la humanidad. Conscientes de ello, sabemos que todo personaje que se autoproclama enfáticamente como “lo-sé-todo / solucionador absoluto”, solo está pavoneando; se podría decir, de nuevo, que está focalizado exclusivamente alimentar su propia vanidad.
Si usted fue, es o desea ser una autoridad, jefe o director, la pregunta es la siguiente: ¿Por cuál motivo, con qué fines se convierte usted en Líder? ¿Siente el impulso de hacer, de construir, para sí y también para los otros? ¿O bien sólo está ansioso de admirar su propio rostro reflejado en la fuente de la vanagloria?
Subirse al caballo de la arrogancia potencia la vanidad, embriagando el entendimiento y nublando las decisiones. Con la complejidad de los tiempos que corren, sanar el narcisismo en los dirigentes vanos de todos los tintes, en todos los ámbitos, en todos los niveles y en todo el mundo es una de las claves para plasmar esa maravillosa y añorada condición de comunidad civilizada.
Pero la vanidad puede más a la hora de construir una marca alrededor de nuestros dirigentes, que los proyecte en esa “aspiración” por lograr posiciones de privilegio en la escala del poder y no trascender, que son dos cosas distintas. Es costumbre que a cada obra pública que se emprende hay que sembrarle una valla en la que se destaque el nombre del mandatario de turno, por encima incluso de las especificaciones técnicas, sin importar que las obras se retrasen, paralicen o eternicen. En un país decente entregar una obra es ponerla al servicio completamente, sin necesidad de tanta propaganda, y mucho menos cuando no ha cumplido con las exigencias reglamentarias.
El político vanidoso se deja adular, y entre sus representantes abunda la adulación y el mutuo elogio, que fácilmente se entrelazan. No es que debamos desconocer mezquinamente los méritos de tal o cual, pero sí desterrar todo lo que signifique estimular la vanidad del dirigente. No caben esas costumbres dentro de la moral, el cultivo de tal práctica conduce a cosas peores. Una cosa es la sana admiración hacia el líder y otra el halago hipócrita que se hace casi siempre con propósitos calculados. Y el cálculo es un rasgo negativo igualmente repudiable y no fácil de detectar. Calculador es quien oculta su opinión, por ejemplo, para no disgustar al dirigente o quien se abstiene de opinar o contrariar con objetivos personales, sean cuales fueren éstos.
En fin, esta realidad es necesaria analizarla entre todos y cada uno de nosotros sobre todo a lo que respecta a la comunidad política venezolana que lidera en nuestros días.
En los relatos de la antigua Grecia, más precisamente, en la mitología griega, se habla de Narciso, un muchacho de singular belleza que, según un oráculo, viviría mientras no contemplase la propia imagen. Resumiendo, la historia, Narciso era tan bello que, al ver el reflejo de su semblante en el agua de una fuente, se enamora de sí mismo. Por más que intenta besar la imagen, no lo logra; desesperado por no poder atrapar su propio reflejo, enloquece y encuentra su fin.
Las moralejas de este mito han servido por siglos y podría decirse que siguen vigente nuestros días, inclusive para explicar el paradigma del egocentrismo y de la vanidad. Esa misma vanidad que deriva del latín “vacío” o “hueco” y que fue representada en la Edad Media mediante las figuras del príncipe del mundo y el reloj de arena, simbolizando el carácter efímero de todas las cosas terrenales, incluyendo el poder.
Toda sociedad necesita líderes que la dirijan; así ha sido, es y será. Los líderes deben dirigir la sociedad por el bienestar común, y que debería ser también el de sí mismos; para ello se requiere la capacidad de apreciar al prójimo y de valorar la existencia ajena, inclusive la de los que no se nos parecen, física y/o mentalmente.
El egocentrismo y la vanidad pueden llegar a disfrazarse de liderazgo, pero realmente es narcisismo; y se expresa a través de todos aquellos que buscan el poder solamente para acariciar su propia imagen. Los dirigentes son representantes y como tales, actúan en nombre de la colectividad o entidad que los designa. Quienes tienen la responsabilidad de elegirlos deben encontrarse, pues, en condiciones de auditar en profundidad sobre sus delegados, para no tomar por sabiduría las bellas apariencias.
No todo lo que brilla es oro: Narciso era sumamente bello, pero no sabio. Como se interpreta en el Eclesiastés (escrito en el siglo IV o III antes de Cristo), quizás sea mucha pretensión pensar que el hombre pueda resolver en su totalidad (y para siempre) las tensiones y conflictos que aquejan a la humanidad. Conscientes de ello, sabemos que todo personaje que se autoproclama enfáticamente como “lo-sé-todo / solucionador absoluto”, solo está pavoneando; se podría decir, de nuevo, que está focalizado exclusivamente alimentar su propia vanidad.
Si usted fue, es o desea ser una autoridad, jefe o director, la pregunta es la siguiente: ¿Por cuál motivo, con qué fines se convierte usted en Líder? ¿Siente el impulso de hacer, de construir, para sí y también para los otros? ¿O bien sólo está ansioso de admirar su propio rostro reflejado en la fuente de la vanagloria?
Subirse al caballo de la arrogancia potencia la vanidad, embriagando el entendimiento y nublando las decisiones. Con la complejidad de los tiempos que corren, sanar el narcisismo en los dirigentes vanos de todos los tintes, en todos los ámbitos, en todos los niveles y en todo el mundo es una de las claves para plasmar esa maravillosa y añorada condición de comunidad civilizada.
Pero la vanidad puede más a la hora de construir una marca alrededor de nuestros dirigentes, que los proyecte en esa “aspiración” por lograr posiciones de privilegio en la escala del poder y no trascender, que son dos cosas distintas. Es costumbre que a cada obra pública que se emprende hay que sembrarle una valla en la que se destaque el nombre del mandatario de turno, por encima incluso de las especificaciones técnicas, sin importar que las obras se retrasen, paralicen o eternicen. En un país decente entregar una obra es ponerla al servicio completamente, sin necesidad de tanta propaganda, y mucho menos cuando no ha cumplido con las exigencias reglamentarias.
El político vanidoso se deja adular, y entre sus representantes abunda la adulación y el mutuo elogio, que fácilmente se entrelazan. No es que debamos desconocer mezquinamente los méritos de tal o cual, pero sí desterrar todo lo que signifique estimular la vanidad del dirigente. No caben esas costumbres dentro de la moral, el cultivo de tal práctica conduce a cosas peores. Una cosa es la sana admiración hacia el líder y otra el halago hipócrita que se hace casi siempre con propósitos calculados. Y el cálculo es un rasgo negativo igualmente repudiable y no fácil de detectar. Calculador es quien oculta su opinión, por ejemplo, para no disgustar al dirigente o quien se abstiene de opinar o contrariar con objetivos personales, sean cuales fueren éstos.
En fin, esta realidad es necesaria analizarla entre todos y cada uno de nosotros sobre todo a lo que respecta a la comunidad política venezolana que lidera en nuestros días.
@el54r
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