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Que el papelón sepa a porvenir

La esperanza también tiene sus mañas. Se hace la loca cuando no sabe qué decir, se oculta detrás de frases motivacionales y, si se le pregunta mucho, responde con evasivas y un tonito medio místico

  • SOLEDAD MORILLO BELLOSO

15/08/2025 05:00 am

Me dijeron que escribiera sobre la esperanza. Así, como si fuera cosa fácil, como si bastara con abrir la ventana y dejar que entre, perfumadita y sin hacer bulla, una brisa de mediodía en casa de la abuela, con olor a café colado en manga, arepa tostándose en budare y la radio de fondo soltando “Ansiedad” de Chelique. Como si la esperanza fuera tan sólo una señora que llega con las uñas pintadas de rojo, la palabra justa y el ánimo listo para levantar muertos sin despeinarse.

Bueno, voy. Escribir sobre la esperanza es como servir papelón con limón en pleno solazo de agosto: refresca, gusta, y nadie se atreve a decir que no. La esperanza tiene buena fama, como la tía que llega sin invitación, pero con torta marmoleada y un rosario de frases hechas que garantizan aplausos. “Todo pasa por algo”, “Dios aprieta pero no ahorca”, “Después de la lluvia viene el arcoíris”. Y ahí va, la esperanza, pavoneándose como reina de carnaval, con traje de lentejuelas, banda cruzada y sonrisa de Miss Venezuela. Se cuela en los discursos y entrevistas, se disfraza de consuelo y se sirve en cucharaditas, una al día para no rendirse.

Pero no todo es lentejuela. La esperanza también tiene sus mañas. Se hace la loca cuando no sabe qué decir, se oculta detrás de frases motivacionales y, si se le pregunta mucho, responde con evasivas y un tonito medio místico. A veces parece influencer en entrenamiento, lista para promocionar su libro de autoayuda y venderte una suscripción al club del “todo va a estar bien”, con descuento si pagas en bolívares antes de que suba el dólar. Se la ve en redes, hablando de “vibras”, de “energía”, de manifestar abundancia, mientras el agua no llega y el internet se cae cada vez que llueve.

Pero hay otra esperanza. Una menos glamorosa. Que no sale en la foto, pero que carga los cables, barre el escenario y se queda incluso cuando se apagan las luces. Esa no promete nada, pero tampoco se va. No tiene certezas, pero sí una terquedad que ni el pesimismo más entrenado logra desalojar. Está en hospitales mal surtidos, en colas bajo el sol, en conversaciones donde el silencio pesa más que las palabras. En la señora que guarda el vuelto en una bolsita de arroz, en el chamo que vende empanadas con cara de bachiller frustrado, en el vecino que sigue sembrando ají dulce aunque la tierra le dé más piedras que frutos. En el mecánico que dice “eso se resuelve”, aunque no tenga repuesto; en la maestra que enseña con fotocopias recicladas y tizas partidas. No brilla, pero resiste.

Escribir sobre esa esperanza es como cantarle una serenata a una señora que ya no cree en mariachis, pero igual abre la ventana. No porque espere algo, sino porque la música alivia el dolor. Y ahí, por esa rendijita, se cuela la esperanza. Como diciendo: “No tengo nada, pero aquí estoy”. Esa esperanza no se compra ni se vende, no se importa ni se exporta. Vive en los gestos chiquiticos, en seguir haciendo la cola aunque quizás cuando toque el turno ya no quedará bombona. En el chiste que se lanza en pleno apagón, en el “¿y tú cómo estás?” que no espera respuesta, pero igual se pregunta.

Y justo cuando la esperanza se acomoda en el chinchorro, aparece el realismo. No toca el timbre, entra directo, con cara de contador público y una carpeta llena de cifras. No trae torta, pero sí el inventario de lo que falta. Interrumpe el “vente tú” para recordar que el alquiler vence mañana, que el gas no ha llegado, que la luz se va a las tres. No canta, no baila, pero tampoco se equivoca. Mientras la esperanza improvisa con maracas, el realismo toma nota del ruido y calcula cuántos vecinos se van a quejar en el grupo de WhatsApp. Es el que dice “no hay”, “no alcanza”, “no se puede”; lo dice sin maldad, como quien enumera lo evidente.

Y sin embargo, no hay que elegir. Se toleran. Se necesitan. Porque sin esperanza, el realismo se vuelve amargura con Excel; y sin realismo, la esperanza termina vendiendo humo en potecitos decorativos, como esos frascos de “crema milagrosa” que venden en la estación del metro. Pegaditos hacen el milagro: la esperanza pone el corazón, el realismo despliega el mapa. Una dice “vamos”, el otro pregunta “¿dime por dónde?”. Y así, bailando en un ladrillito, logran que el papelón con limón sea algo más que azúcar y agua. Que sea porvenir con sabor a presente. Que sea ese algo que no se puede explicar, pero que sigue ahí, como música que suena aunque nadie la haya puesto. Que sea país, por ejemplo.

Si sumamos esperanza con realismo, lo que queda es un sentimiento con olor a sofrito y los pies llenos de tierra, que no sabe bailar vals pero se lanza un joropo, al que se agrega una sensatez que llega con una empanada en la mano y un “dale, que hay que echarle ganas”, que no firma contratos ni promete milagros, pero que aparece justo cuando uno está por tirar la toalla,

Entonces, esperanza, sí, y realismo, también, a partes iguales.

Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
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