La vaca en el ambulatorio
Y así, entre risas que desafían la lógica, consejos caseros con sabor a yerba buena, y vacas que toman turnos sin pedir cita, la calle El Milagro sigue latiendo como un corazón viejo pero terco
Juan, venezolano de 50 años, es más que un personaje: es una colección de hábitos, olores, refranes y sorbos de cafecito colado en manga. Vive en una casa que no se cae porque está sostenida por recuerdos, una virgencita en la pared y el escándalo de las guacamayas que sobrevuelan al mediodía como si fueran las alcaldesas del barrio.
Los días empiezan con el radio encendido, no para escuchar noticias (ya vencidas), sino porque “La hora del gallo” le recuerda que aún hay humor y culebrones en la vida. Se sienta en su mecedora heredada del abuelo Crisóstomo —esa que chirría más por costumbre que por dolor— y mira la calle como quien lee un poema lleno de rimas desajustadas, pero honestas.
Juan es emprendedor: cocina con sabor a pueblo y vende sus platos en oficinas del centro. El ají dulce manda en su cocina. “Si se ve bonito, sabe bonito”, decía su mamá. Su arroz con pollo tiene más cuento que ingredientes. “Este ají lo sembré yo con tierra de cuando la acera era nueva… por eso sale sabroso, tiene historia.”
En el mercado regatea por deporte: “¿Y ese precio tiene aire acondicionado o qué?” La vendedora se ríe, le hace una rebajita y le da el tomate más rojo. Aquí la sonrisa también paga.
Los domingos son sagrados. Se pone su camiseta del Caracas F.C. (ya el logo parece mapa) y prepara yuca con mojo. Los vecinos llegan sin invitación, pero con hambre. Luego, todos se sientan en la acera y recuerdan la vez que cocinaban con lámpara de kerosén en pleno apagón.
Y si hay música, que no falten las gaitas en agosto ni los reguetones de Maluma y KarolG en noviembre. Juan dice que el reguetón actual no tiene sazón; antes Daddy Yankee era filósofo urbano. Si alguien pone música en inglés, él suelta: —“Eso no alegra el hígado. Ponme una de Ricardo Montaner pa’ que me duela sabroso.”
Al caer la tarde, los niños juegan quemao’ y los adultos hacen lo mismo, pero con los políticos. Juan observa todo con humor estoico. Ha visto todas las versiones del mismo guión: promesas maquilladas y realidades con resaca. “Aquí lo único que progresa es el monte y los memes”, lanza como quien suelta una granada suave.
Pero Juan se queda. Porque ama hasta el chirrido de la silla, el olor a lluvia sobre tierra caliente, y saber que su país, con todos sus enredos, sigue siendo ese donde un saludo puede durar tres minutos y venir con abrazo, chisme y recomendación de yerba para la presión y sal de higuera para los pies hinchados.
Antes de que el sol despierte, Doña Yeya ya está regando sus matas con agua, café colado y esperanza. “Pa’ que me floreen hasta en los apagones”, dice. Juan la saluda: “¿Ese malojillo sirve pa’ políticos? Porque aquí hay unos con el alma descoyuntada.”
Por la esquina pasa Chucho el guayabero: “¡Guayaba dos por uno! Y si no te gusta la vida, devuélvela con ticket.” Juan se ríe. “Este país lo arreglamos a punta e’ chistes.”
Frente a la bodega, Toñita organiza la fila para la harina PAN como si fuera teatro: “No me hablen mal que se me corta la leche.”
En las tardes hay tertulia con don Rafael, que tiene las manos llenas de grietas y cuentos del siglo pasado, cuando los héroes llevaban sombrero. Hablan de arepas, de aguacates con política interna, y de cómo la lluvia cuenta secretos.
Los niños corren tras un balón que ha rodado por más calles que promesas electorales. Juan, con su café recalentado, piensa: “Aquí nadie nos enseña a ser felices, pero todos sabemos improvisar.”
Por las noches, cada casa se convierte en universo propio. El ventilador canta su sinfonía de aspas cansadas, el televisor lanza novelas turcas traducidas con acento argentino, y Juan escribe en su servilleta más nueva:
“La Venezuela de hoy es como un sancocho con los ingredientes revueltos, pero mientras huela sabroso, uno se queda.”
Un día apareció una vaca en el segundo piso del ambulatorio. Nadie supo cómo llegó. Toñita la vio primero: “¡Juan! ¿Eso es una vaca o me dio efecto secundario el té de anís con parchita?” “Una vaca en el segundo piso… Yo pensé que era señal del gobierno, tipo ‘producción vertical’.
El barrio se aglomeró. Don Rafael sacó sus binóculos. Chucho, filosofando, proclamó: “¡Eso no es una vaca común! Es metáfora del sistema: encerrada, en lo alto y sin saber cómo bajarse.”
Llegó un funcionario preguntando si alguien tenía carnet de autorización bovina. “¡Aquí ni el perro tiene carnet y tú me pides papeles pa’ la vaca!”, gritó Yeya.
Unos chamos intentaron transmitir la escena en vivo, pero justo se fue la señal. Juan soltó: “Bueno, si la vaca no baja, montamos una pollera al lado y resolvemos el conflicto con salsa de ajo.”
Finalmente, los bomberos bajaron a la vaca en camilla, como candidata del Miss Venezuela. El barrio aplaudió, y desde ese día, cada vez que algo inexplicable ocurre, se dice: “Esto está más raro que la vaca del ambulatorio.”
Y así, entre risas que desafían la lógica, consejos caseros con sabor a yerba buena, y vacas que toman turnos sin pedir cita, la calle El Milagro sigue latiendo como un corazón viejo pero terco. Juan no espera milagros grandilocuentes. Él cree en los pequeños absurdos que, día tras día, acaban armando una patria.
Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
Los días empiezan con el radio encendido, no para escuchar noticias (ya vencidas), sino porque “La hora del gallo” le recuerda que aún hay humor y culebrones en la vida. Se sienta en su mecedora heredada del abuelo Crisóstomo —esa que chirría más por costumbre que por dolor— y mira la calle como quien lee un poema lleno de rimas desajustadas, pero honestas.
Juan es emprendedor: cocina con sabor a pueblo y vende sus platos en oficinas del centro. El ají dulce manda en su cocina. “Si se ve bonito, sabe bonito”, decía su mamá. Su arroz con pollo tiene más cuento que ingredientes. “Este ají lo sembré yo con tierra de cuando la acera era nueva… por eso sale sabroso, tiene historia.”
En el mercado regatea por deporte: “¿Y ese precio tiene aire acondicionado o qué?” La vendedora se ríe, le hace una rebajita y le da el tomate más rojo. Aquí la sonrisa también paga.
Los domingos son sagrados. Se pone su camiseta del Caracas F.C. (ya el logo parece mapa) y prepara yuca con mojo. Los vecinos llegan sin invitación, pero con hambre. Luego, todos se sientan en la acera y recuerdan la vez que cocinaban con lámpara de kerosén en pleno apagón.
Y si hay música, que no falten las gaitas en agosto ni los reguetones de Maluma y KarolG en noviembre. Juan dice que el reguetón actual no tiene sazón; antes Daddy Yankee era filósofo urbano. Si alguien pone música en inglés, él suelta: —“Eso no alegra el hígado. Ponme una de Ricardo Montaner pa’ que me duela sabroso.”
Al caer la tarde, los niños juegan quemao’ y los adultos hacen lo mismo, pero con los políticos. Juan observa todo con humor estoico. Ha visto todas las versiones del mismo guión: promesas maquilladas y realidades con resaca. “Aquí lo único que progresa es el monte y los memes”, lanza como quien suelta una granada suave.
Pero Juan se queda. Porque ama hasta el chirrido de la silla, el olor a lluvia sobre tierra caliente, y saber que su país, con todos sus enredos, sigue siendo ese donde un saludo puede durar tres minutos y venir con abrazo, chisme y recomendación de yerba para la presión y sal de higuera para los pies hinchados.
Antes de que el sol despierte, Doña Yeya ya está regando sus matas con agua, café colado y esperanza. “Pa’ que me floreen hasta en los apagones”, dice. Juan la saluda: “¿Ese malojillo sirve pa’ políticos? Porque aquí hay unos con el alma descoyuntada.”
Por la esquina pasa Chucho el guayabero: “¡Guayaba dos por uno! Y si no te gusta la vida, devuélvela con ticket.” Juan se ríe. “Este país lo arreglamos a punta e’ chistes.”
Frente a la bodega, Toñita organiza la fila para la harina PAN como si fuera teatro: “No me hablen mal que se me corta la leche.”
En las tardes hay tertulia con don Rafael, que tiene las manos llenas de grietas y cuentos del siglo pasado, cuando los héroes llevaban sombrero. Hablan de arepas, de aguacates con política interna, y de cómo la lluvia cuenta secretos.
Los niños corren tras un balón que ha rodado por más calles que promesas electorales. Juan, con su café recalentado, piensa: “Aquí nadie nos enseña a ser felices, pero todos sabemos improvisar.”
Por las noches, cada casa se convierte en universo propio. El ventilador canta su sinfonía de aspas cansadas, el televisor lanza novelas turcas traducidas con acento argentino, y Juan escribe en su servilleta más nueva:
“La Venezuela de hoy es como un sancocho con los ingredientes revueltos, pero mientras huela sabroso, uno se queda.”
Un día apareció una vaca en el segundo piso del ambulatorio. Nadie supo cómo llegó. Toñita la vio primero: “¡Juan! ¿Eso es una vaca o me dio efecto secundario el té de anís con parchita?” “Una vaca en el segundo piso… Yo pensé que era señal del gobierno, tipo ‘producción vertical’.
El barrio se aglomeró. Don Rafael sacó sus binóculos. Chucho, filosofando, proclamó: “¡Eso no es una vaca común! Es metáfora del sistema: encerrada, en lo alto y sin saber cómo bajarse.”
Llegó un funcionario preguntando si alguien tenía carnet de autorización bovina. “¡Aquí ni el perro tiene carnet y tú me pides papeles pa’ la vaca!”, gritó Yeya.
Unos chamos intentaron transmitir la escena en vivo, pero justo se fue la señal. Juan soltó: “Bueno, si la vaca no baja, montamos una pollera al lado y resolvemos el conflicto con salsa de ajo.”
Finalmente, los bomberos bajaron a la vaca en camilla, como candidata del Miss Venezuela. El barrio aplaudió, y desde ese día, cada vez que algo inexplicable ocurre, se dice: “Esto está más raro que la vaca del ambulatorio.”
Y así, entre risas que desafían la lógica, consejos caseros con sabor a yerba buena, y vacas que toman turnos sin pedir cita, la calle El Milagro sigue latiendo como un corazón viejo pero terco. Juan no espera milagros grandilocuentes. Él cree en los pequeños absurdos que, día tras día, acaban armando una patria.
Soledadmorillobelloso@gmail.com
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