Resistencia local
El problema es tan vasto y transversal, tan azul como rojo, tan huérfano de contrastes, que las personas incluso han optado por desentenderse de la convocatoria
¿Vale la pena seguir apostando a principios y hábitos democráticos cuando el contexto en el que estamos sumidos resulta abiertamente hostil a ese ejercicio? ¿Acaso no importa dejar de alimentar ese ethos -una forma de ser y hacer, una forma de vida, de pensar y comunicarse en la que las personas elaboran conjuntamente las reglas bajo las cuales conviven- cuando la estructura institucional reniega de su valor; esto es, cuando no hay Estado democrático?
Son esas algunas de las preguntas que surgen y se replantean cíclicamente los venezolanos cada vez que se enfrentan a una nueva coyuntura electoral. ¿Por qué? Quizás porque la llamada democracia minimalista se vincula precisamente a los métodos básicos que garantizan la alternancia por vía del voto; si no existe esa certidumbre procedimental, tal como se hizo patente en 2024, la indispensable incertidumbre en los resultados se quebranta. Pero, al mismo tiempo, resulta indispensable considerar que las instituciones electorales en contextos autoritarios, aunque amañadas, “pueden ser la única arena donde los partidos opositores protestan en forma legal”; por tanto pueden convertirse “en el principal ámbito de oposición”. (Eisenstadt, 2001).
Más allá del tedio que produce arribar una y otra vez al mismo atolladero, un debate roído pero siempre reinaugurado con un entusiasmo que parece disociarse de aprendizajes previos, no deja de preocupar la creciente apatía política que hoy cunde entre la población. El problema es tan vasto y transversal, tan azul como rojo, tan huérfano de contrastes, que las personas incluso han optado por desentenderse de la convocatoria a elecciones en las instancias más cercanas al ciudadano, las del municipio. He allí un nuevo peligro, la dilución última de la comunidad política que incluso algunos aúpan.
No es poco lo que está en juego. Una sociedad despolitizada, perennemente frustrada e inmóvil, con un ciudadano empujado a desentenderse de los asuntos públicos y abocado exclusivamente a sus asuntos privados, no parece precisamente la mejor fórmula para recuperar la democracia. Si de ethos hablamos, y aunque no falten razones para el monumental descreimiento, sofocar la llama que a duras penas mantiene viva la expectativa de cambio equivale a vaciar de propósito y cualidad esas diligencias. Es apostar a que lo que venga, si viene, se hará al margen de la presencia activa y contundente de la ciudadanía o del carácter democratizador que esa participación incuba y promueve.
A expensas de una catástrofe ya bastante extendida, el asunto se complica cuando la respuesta de la dirigencia consiste en negar rabiosamente la posibilidad de re-cohesión, la reivindicación de ese paradigma republicano, de ese ethos democrático (actividad no espasmódica, sino continua) desde las bases, desde lo local, desde espacios con dinámicas tan singulares y propias como lo son sus realidades sociales, geográficas, político-administrativas. Conscientes de la gravedad de lo ocurrido el 28J y del atropello que no prescribe, preocupa que la necesaria superación del trauma colectivo mediante el reconocimiento, procesamiento e integración de sus efectos con el fin de reconstituir el impulso vital, no sea algo que interese a algunos sectores. Al contrario. Aferrados a un discurso repetitivo e hiperbólico que hace caso omiso a la evidencia –“el régimen está cada día más débil”… “el país se encamina hacia un levantamiento popular, producto de la acumulación de agravios”- se insiste en invocar fuerzas no políticas para atender lo que, en todo caso, debería ser un problema de la sociedad civil; y de su fortalecimiento para una participación más solvente hacia lo interno, más atada a la naturaleza de demandas diferenciadas e impostergables.
Lo cierto es que, a pesar de la innegable sincronía entre el ámbito nacional y local, o de las derivas del énfasis presidencialista, esa manía centralizadora del poder que acá ha encajado la revolución bolivariana (la tensión centralismo-autonomía local se agudizó en 2006 con la Ley de Consejos Comunales, organizaciones altamente dependientes de la presidencia) podría decirse que los rasgos de la relación sociedad-Estado en el municipio pasan por tamices menos ideologizados, aunque no exentos de potencial democratizador. En tanto “formas alternativas de articular la vida de una comunidad” (Oszlak, 1997), en ese “piso bajo” del intercambio una comunicación más directa entre vecinos, más dada a las lógicas colaborativas y algo menos ceñida por las intermediaciones, activa procesos que hacen de la pluralidad y la cogestión no la excepción, sino la regla. El municipio, instancia más cercana al ciudadano, allí donde se materializan las decisiones de gobierno en forma de políticas públicas y se gestionan mediante canales formales e informales los asuntos de la vida cotidiana, habilita -junto con la participación- la construcción del sentido de autonomía, pertenencia e identidad. No por casualidad la mayoría de los movimientos latinoamericanos de emancipación surgidos en el siglo XIX, incluido el venezolano, tuvo carácter municipal. De manera gradual, y en la medida en que sus promotores fueron recabando apoyos, estos se extendieron al resto del territorio hasta adquirir carácter nacional…“Seguid el ejemplo que Caracas dio…”. Al revés de las refriegas violentas que suelen parir dictadores, observa David Ruiz Chataing, “de allí la importancia del valor cívico. La organizada y paciente acción para ordenar lo público y fomentar el progreso”.
Seguramente por ese motivo, los afanes para disolver el poder de los municipios (y librarse de la presencia de disidentes en bases de sustentación y praxis democrática) forman parte del obligado menú de los gobiernos autoritarios. En marzo de 2023, por ejemplo, el presidente Kais Saïed – quien ya había clausurado el Parlamento en 2021- anunciaba la disolución de los consejos municipales en Túnez. Daba así un paso más “hacia la concentración de poder y el debilitamiento de la oposición, desdibujando una de las piedras angulares de la Constitución de 2014, el proceso de descentralización, y una de las principales reivindicaciones surgidas de la Revolución de los Jazmines”, tal como apunta Agustí Fernández de Losada para CIDOB. Una situación similar se replicó en El Salvador, donde Nayib Bukele “impulsa a golpe de tweet” un plan para eliminar el 80% de los municipios del país. En 2022, el gobernante salvadoreño escribía en su cuenta de X: "El Salvador debería dividirse en 50 municipios, máximo. Es absurdo que 21.000 km2 estén divididos en 262 alcaldías". (En 2023, sin embargo, en una elección marcada por una abstención cercana al 70%, su partido Nuevas Ideas sólo retuvo 54% de las alcaldías). También en Hungría, Turquía o Nicaragua, los alcaldes enfrentan restricciones políticas, financieras y administrativas que ponen a “la democracia local en el punto de mira” y retrotraen los esfuerzos por acercar el ejercicio del poder político a la ciudadanía.
Desactivar a fondo los focos de resistencia local, su potencial para visibilizar actitudes, liderazgos y ganar influjo a futuro, en especial cuando las fuentes de legitimación del gobierno ya no provienen del apoyo popular: he allí el objetivo. En una Venezuela desmovilizada, ganada por el malestar, el pesimismo y la rabia desorganizada, ese debilitamiento de las alternativas democráticas promete profundizarse tras la elección del próximo 27 de julio. Y lo peor, con el endoso de un liderazgo que sigue aferrado al locus de control externo, con la mirada puesta en escenarios remotos e improbables, indiferente ante las repercusiones de la disparatada inmolación que promueve. Ojalá que dar respuesta desde esa dimensión pragmática de los gobiernos locales, desde la proximidad a las necesidades y expectativas de una ciudadanía urgida de representación, no fuese desestimado tan livianamente, en fin. Sobre todo cuando, al tanto de esta nueva travesía en el desierto que ya nos arropa, se entiende el dramático papel que puede jugar el poder local como mecanismo de resistencia, repositorio de ethos democrático y cultura cívica, espacio de articulación de una oposición siempre forzada a reconstruirse.
@Mibelis
Son esas algunas de las preguntas que surgen y se replantean cíclicamente los venezolanos cada vez que se enfrentan a una nueva coyuntura electoral. ¿Por qué? Quizás porque la llamada democracia minimalista se vincula precisamente a los métodos básicos que garantizan la alternancia por vía del voto; si no existe esa certidumbre procedimental, tal como se hizo patente en 2024, la indispensable incertidumbre en los resultados se quebranta. Pero, al mismo tiempo, resulta indispensable considerar que las instituciones electorales en contextos autoritarios, aunque amañadas, “pueden ser la única arena donde los partidos opositores protestan en forma legal”; por tanto pueden convertirse “en el principal ámbito de oposición”. (Eisenstadt, 2001).
Más allá del tedio que produce arribar una y otra vez al mismo atolladero, un debate roído pero siempre reinaugurado con un entusiasmo que parece disociarse de aprendizajes previos, no deja de preocupar la creciente apatía política que hoy cunde entre la población. El problema es tan vasto y transversal, tan azul como rojo, tan huérfano de contrastes, que las personas incluso han optado por desentenderse de la convocatoria a elecciones en las instancias más cercanas al ciudadano, las del municipio. He allí un nuevo peligro, la dilución última de la comunidad política que incluso algunos aúpan.
No es poco lo que está en juego. Una sociedad despolitizada, perennemente frustrada e inmóvil, con un ciudadano empujado a desentenderse de los asuntos públicos y abocado exclusivamente a sus asuntos privados, no parece precisamente la mejor fórmula para recuperar la democracia. Si de ethos hablamos, y aunque no falten razones para el monumental descreimiento, sofocar la llama que a duras penas mantiene viva la expectativa de cambio equivale a vaciar de propósito y cualidad esas diligencias. Es apostar a que lo que venga, si viene, se hará al margen de la presencia activa y contundente de la ciudadanía o del carácter democratizador que esa participación incuba y promueve.
A expensas de una catástrofe ya bastante extendida, el asunto se complica cuando la respuesta de la dirigencia consiste en negar rabiosamente la posibilidad de re-cohesión, la reivindicación de ese paradigma republicano, de ese ethos democrático (actividad no espasmódica, sino continua) desde las bases, desde lo local, desde espacios con dinámicas tan singulares y propias como lo son sus realidades sociales, geográficas, político-administrativas. Conscientes de la gravedad de lo ocurrido el 28J y del atropello que no prescribe, preocupa que la necesaria superación del trauma colectivo mediante el reconocimiento, procesamiento e integración de sus efectos con el fin de reconstituir el impulso vital, no sea algo que interese a algunos sectores. Al contrario. Aferrados a un discurso repetitivo e hiperbólico que hace caso omiso a la evidencia –“el régimen está cada día más débil”… “el país se encamina hacia un levantamiento popular, producto de la acumulación de agravios”- se insiste en invocar fuerzas no políticas para atender lo que, en todo caso, debería ser un problema de la sociedad civil; y de su fortalecimiento para una participación más solvente hacia lo interno, más atada a la naturaleza de demandas diferenciadas e impostergables.
Lo cierto es que, a pesar de la innegable sincronía entre el ámbito nacional y local, o de las derivas del énfasis presidencialista, esa manía centralizadora del poder que acá ha encajado la revolución bolivariana (la tensión centralismo-autonomía local se agudizó en 2006 con la Ley de Consejos Comunales, organizaciones altamente dependientes de la presidencia) podría decirse que los rasgos de la relación sociedad-Estado en el municipio pasan por tamices menos ideologizados, aunque no exentos de potencial democratizador. En tanto “formas alternativas de articular la vida de una comunidad” (Oszlak, 1997), en ese “piso bajo” del intercambio una comunicación más directa entre vecinos, más dada a las lógicas colaborativas y algo menos ceñida por las intermediaciones, activa procesos que hacen de la pluralidad y la cogestión no la excepción, sino la regla. El municipio, instancia más cercana al ciudadano, allí donde se materializan las decisiones de gobierno en forma de políticas públicas y se gestionan mediante canales formales e informales los asuntos de la vida cotidiana, habilita -junto con la participación- la construcción del sentido de autonomía, pertenencia e identidad. No por casualidad la mayoría de los movimientos latinoamericanos de emancipación surgidos en el siglo XIX, incluido el venezolano, tuvo carácter municipal. De manera gradual, y en la medida en que sus promotores fueron recabando apoyos, estos se extendieron al resto del territorio hasta adquirir carácter nacional…“Seguid el ejemplo que Caracas dio…”. Al revés de las refriegas violentas que suelen parir dictadores, observa David Ruiz Chataing, “de allí la importancia del valor cívico. La organizada y paciente acción para ordenar lo público y fomentar el progreso”.
Seguramente por ese motivo, los afanes para disolver el poder de los municipios (y librarse de la presencia de disidentes en bases de sustentación y praxis democrática) forman parte del obligado menú de los gobiernos autoritarios. En marzo de 2023, por ejemplo, el presidente Kais Saïed – quien ya había clausurado el Parlamento en 2021- anunciaba la disolución de los consejos municipales en Túnez. Daba así un paso más “hacia la concentración de poder y el debilitamiento de la oposición, desdibujando una de las piedras angulares de la Constitución de 2014, el proceso de descentralización, y una de las principales reivindicaciones surgidas de la Revolución de los Jazmines”, tal como apunta Agustí Fernández de Losada para CIDOB. Una situación similar se replicó en El Salvador, donde Nayib Bukele “impulsa a golpe de tweet” un plan para eliminar el 80% de los municipios del país. En 2022, el gobernante salvadoreño escribía en su cuenta de X: "El Salvador debería dividirse en 50 municipios, máximo. Es absurdo que 21.000 km2 estén divididos en 262 alcaldías". (En 2023, sin embargo, en una elección marcada por una abstención cercana al 70%, su partido Nuevas Ideas sólo retuvo 54% de las alcaldías). También en Hungría, Turquía o Nicaragua, los alcaldes enfrentan restricciones políticas, financieras y administrativas que ponen a “la democracia local en el punto de mira” y retrotraen los esfuerzos por acercar el ejercicio del poder político a la ciudadanía.
Desactivar a fondo los focos de resistencia local, su potencial para visibilizar actitudes, liderazgos y ganar influjo a futuro, en especial cuando las fuentes de legitimación del gobierno ya no provienen del apoyo popular: he allí el objetivo. En una Venezuela desmovilizada, ganada por el malestar, el pesimismo y la rabia desorganizada, ese debilitamiento de las alternativas democráticas promete profundizarse tras la elección del próximo 27 de julio. Y lo peor, con el endoso de un liderazgo que sigue aferrado al locus de control externo, con la mirada puesta en escenarios remotos e improbables, indiferente ante las repercusiones de la disparatada inmolación que promueve. Ojalá que dar respuesta desde esa dimensión pragmática de los gobiernos locales, desde la proximidad a las necesidades y expectativas de una ciudadanía urgida de representación, no fuese desestimado tan livianamente, en fin. Sobre todo cuando, al tanto de esta nueva travesía en el desierto que ya nos arropa, se entiende el dramático papel que puede jugar el poder local como mecanismo de resistencia, repositorio de ethos democrático y cultura cívica, espacio de articulación de una oposición siempre forzada a reconstruirse.
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