El país que dejó de ser país
A veces el país se esconde en un gesto involuntario: guardar silencio cuando se escucha el nombre, soltar una lágrima sin contexto, decir “nosotros” aunque ya no haya pronombres que lo sostengan
Ya no tiembla la tierra con su nombre, ni los mapas lo abrazan con certeza. Sus fronteras se derriten como cera en la boca del sol, y los himnos son apenas rumor de lluvia en un techo oxidado por el olvido.
Hay quien aún lo nombra con la reverencia del que habla de fantasmas, como quien acaricia la corteza seca de un árbol que dio sombra en otra vida.
Hay quien aún lo nombra con la reverencia del que habla de fantasmas, como quien acaricia la corteza seca de un árbol que dio sombra en otra vida.
Pero quedan gestos— una receta compartida en voz baja, una risa con acento deshilachado, la forma en que el viento sigue cruzando el patio como si supiera que allí hubo país aunque ya no se escriba en mayúsculas.
Las esquinas donde antes se saludaba con ritual ahora son tránsitos sin testigos. La casa del vecino se volvió silencio, una ventana cerrada como párpado que no quiere recordar.
Sin embargo, algo persiste. No es bandera ni decreto, sino la forma en que una madre dice “mijo”, el sabor que se resiste en la boca del exilio,
las manos que recuerdan cómo amasar.
las manos que recuerdan cómo amasar.
Un país es también la manera en que el dolor se comparte sin protocolo, los cuentos que aún comienzan con “cuando vivíamos allá…” como si allá aún viviera en el hueco de la voz.
A veces el país asoma entre las grietas del idioma, como un acento que no pide permiso o un refrán que se escapa sin contexto. Vive en la forma en que se espera la lluvia, no como promesa, sino como reencuentro. Y también en los gestos mínimos— un abrazo que dura más de lo necesario, una mirada que dice: “yo también vengo de allá”.
Hay quienes lo llevan cosido al pecho como una sutura que no quiere cerrar. Lo sueñan con calles que ya no existen, lo piensan con los ojos abiertos como quien quiere recuperar algo que nunca fue del todo perdido. Porque un país que dejó de ser país a veces se vuelve canto, y a veces se vuelve herida que canta.
No queda mapa que lo contenga, ni fecha que lo delimite. Pero hay gestos que siguen dibujando la silueta de lo que fue país: las manos que envuelven arepas imaginarias, los pasos que recuerdan cómo cruzar una plaza que ya no existe, la costumbre de mirar el horizonte como si fuera promesa y no distancia.
A veces el país se esconde en un gesto involuntario: guardar silencio cuando se escucha el nombre, soltar una lágrima sin contexto, decir “nosotros” aunque ya no haya pronombres que lo sostengan.
Porque aunque se haya evaporado en las estadísticas, aunque las fronteras lo hayan olvidado y los gobiernos lo nombren con vergüenza o desdén, el país sigue latiendo en el ritmo de las despedidas, en las raíces que se aferran al idioma como a una tierra que ya no huele igual.
Queda país en cada historia que se cuenta en voz baja, en cada reencuentro que parece milagro, en cada email que viaja con acento intacto. Y sobre todo, queda país en los cuerpos que no renuncian, en las memorias que se cosen como suturas para no olvidar lo que alguna vez se llamó patria, nación, hogar.
Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
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