Todo o nada
Algo sí es seguro. No importa cual sea el resultado final de este viaje y de las negociaciones para la liberación de rehenes, el primer ministro tendrá sus detractores en casa
El pueblo de Israel y el Estado de Israel desde su creación y mucho antes, han sabido diferenciar entre posiciones que signifiquen el obtener todo o no lograr nada. Desde que Josué inició la conquista de la Tierra Prometida una vez recibido el mando de parte de Moisés, pasando por los Jueces, reyes y luego rebeliones frente a los imperios invasores, la dirigencia de turno fue capaz de sopesar las ventajas inherentes a una negociación, frente a las pérdidas en batallas desiguales o perdidas de antemano.
La partición del Mandato Británico de Palestina en noviembre de 1947 fue aceptada por Ben Gurión y los demás involucrados en la toma de decisiones a sabiendas que las fronteras ofrecidas no eran lo mejor que se podía tener. El reconocimiento de Estado Judío, vale decir el derecho de los judíos a su propio país luego de dos mil años de destierro y muchas tribulaciones, constituyó un logro muy importante, algo que permitiría el desarrollo y estabilidad del moderno Israel.
La contraparte árabe de la ecuación no aceptó la resolución de las Naciones Unidas. En reiteradas oportunidades manifestó esos fatídicos y poco inteligentes tres “no”: no reconocimiento, no paz, no negociaciones. Todo o nada. La historia demostró que se obtuvo más nada que todo, escasos “algos” como en su momento los Acuerdos de Oslo, perdidas sus ventajas gracias a acciones poco beneficiosas para ninguna de las partes.
No debe pensarse que en Israel no hubo posturas maximalistas, aquellas que pretendieron y pretenden logros totales. Solo que privó siempre un criterio más pragmático y estratégico. Errores fuera de contabilidad, se puede decir que no incurrir en la política de todo o nada ha sido, en resumen de cuentas, positivo. Quedan siempre dudas en cuanto si en determinado conflicto se aceptó un cese de hostilidades antes de tiempo o cuando se podía lograr una victoria total, pero estas son situaciones propias de una dinámica muy movida.
Al escribir esta nota, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu está en camino a Washington. Se encontrará por tercera vez en menos de seis meses con el presidente de los Estados Unidos de América. Cuando van ya un año y nueve meses de guerra en Gaza, el drama de los rehenes vivos y muertos en el enclave sigue sin resolverse y constituye una herida abierta y sangrante en toda la sociedad israelí. Los objetivos de la guerra para Israel parecen incompatibles: liberar a los rehenes y deponer definitivamente el gobierno de Hamas. Negociar con Hamas para lograr la liberación significa no deponerlos. Deponerlos a la fuerza significa no recuperar los veinte que aún viven y las decenas de cadáveres que exigen sepultura en suelo israelí.
Aunque todos parecen comprender que resulta intolerable la situación de rehenes, también se comprende que es difícil liberarlos sin negociar. Y todos coinciden que la negociación fortalece a los secuestradores, les da el oxígeno necesario para mantenerse en control. El presidente Donald Trump ha ejercido una presión extrema para llegar a una negociación y un acuerdo, pero es un acuerdo que se rige por etapas. No hay un todo. Hay unas partes que pueden lograrse secuencialmente, liberaciones parciales de secuestrados vivos y muertos, un número de ellos para un evento final. No se puede exigir ni negociar un todo, so pena de quedarse con nada.
Este es un dilema muy complicado para Israel. Para sus dirigentes, en funciones de gobierno o en la oposición. Para las familias de los secuestrados, aquellas que podrían recibir sus seres queridos y aquellas que los dejarían aún en cautiverio mientras se cumplen las etapas, un todo que llegaría por partes si todo saliera bien. A esto se le suma la presión americana que ve en el conflicto que no termina una especie de detonante remoto de otros frentes violentos que resultan incómodos cuando menos, incontrolables, peligrosos a corto y mediano plazo.
Al escribir estas líneas no se sabe cuál es exactamente la propuesta final que deberá negociar y aceptar el primer ministro de Israel. Un primer ministro que carga consigo las credenciales de éxito en los siete frentes de batalla de los últimos veintiún meses, y la vergüenza y el dolor de los rehenes no liberados que azota a todo un país. Es casi seguro que no podrá lograr todo, pues se quedaría sin nada. Solo queda esperar alguna sorpresa del impredecible y eficiente mandatario americano.
Algo sí es seguro. No importa cual sea el resultado final de este viaje y de las negociaciones para la liberación de rehenes, el primer ministro tendrá sus detractores en casa. Aunque no haya tenido muchas alternativas, aunque tenga el respaldo de amplios sectores y aunque consiga liberaciones que de otro modo no hubiera logrado. Este es el precio de la democracia y la libertad de expresión, un precio que la sociedad israelí paga caro y con gusto. Es también una muestra más de pragmatismo necesario, que no siempre agradable, según el cual no se puede jugar a todo o nada.
Elías Farache S.
La partición del Mandato Británico de Palestina en noviembre de 1947 fue aceptada por Ben Gurión y los demás involucrados en la toma de decisiones a sabiendas que las fronteras ofrecidas no eran lo mejor que se podía tener. El reconocimiento de Estado Judío, vale decir el derecho de los judíos a su propio país luego de dos mil años de destierro y muchas tribulaciones, constituyó un logro muy importante, algo que permitiría el desarrollo y estabilidad del moderno Israel.
La contraparte árabe de la ecuación no aceptó la resolución de las Naciones Unidas. En reiteradas oportunidades manifestó esos fatídicos y poco inteligentes tres “no”: no reconocimiento, no paz, no negociaciones. Todo o nada. La historia demostró que se obtuvo más nada que todo, escasos “algos” como en su momento los Acuerdos de Oslo, perdidas sus ventajas gracias a acciones poco beneficiosas para ninguna de las partes.
No debe pensarse que en Israel no hubo posturas maximalistas, aquellas que pretendieron y pretenden logros totales. Solo que privó siempre un criterio más pragmático y estratégico. Errores fuera de contabilidad, se puede decir que no incurrir en la política de todo o nada ha sido, en resumen de cuentas, positivo. Quedan siempre dudas en cuanto si en determinado conflicto se aceptó un cese de hostilidades antes de tiempo o cuando se podía lograr una victoria total, pero estas son situaciones propias de una dinámica muy movida.
Al escribir esta nota, el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu está en camino a Washington. Se encontrará por tercera vez en menos de seis meses con el presidente de los Estados Unidos de América. Cuando van ya un año y nueve meses de guerra en Gaza, el drama de los rehenes vivos y muertos en el enclave sigue sin resolverse y constituye una herida abierta y sangrante en toda la sociedad israelí. Los objetivos de la guerra para Israel parecen incompatibles: liberar a los rehenes y deponer definitivamente el gobierno de Hamas. Negociar con Hamas para lograr la liberación significa no deponerlos. Deponerlos a la fuerza significa no recuperar los veinte que aún viven y las decenas de cadáveres que exigen sepultura en suelo israelí.
Aunque todos parecen comprender que resulta intolerable la situación de rehenes, también se comprende que es difícil liberarlos sin negociar. Y todos coinciden que la negociación fortalece a los secuestradores, les da el oxígeno necesario para mantenerse en control. El presidente Donald Trump ha ejercido una presión extrema para llegar a una negociación y un acuerdo, pero es un acuerdo que se rige por etapas. No hay un todo. Hay unas partes que pueden lograrse secuencialmente, liberaciones parciales de secuestrados vivos y muertos, un número de ellos para un evento final. No se puede exigir ni negociar un todo, so pena de quedarse con nada.
Este es un dilema muy complicado para Israel. Para sus dirigentes, en funciones de gobierno o en la oposición. Para las familias de los secuestrados, aquellas que podrían recibir sus seres queridos y aquellas que los dejarían aún en cautiverio mientras se cumplen las etapas, un todo que llegaría por partes si todo saliera bien. A esto se le suma la presión americana que ve en el conflicto que no termina una especie de detonante remoto de otros frentes violentos que resultan incómodos cuando menos, incontrolables, peligrosos a corto y mediano plazo.
Al escribir estas líneas no se sabe cuál es exactamente la propuesta final que deberá negociar y aceptar el primer ministro de Israel. Un primer ministro que carga consigo las credenciales de éxito en los siete frentes de batalla de los últimos veintiún meses, y la vergüenza y el dolor de los rehenes no liberados que azota a todo un país. Es casi seguro que no podrá lograr todo, pues se quedaría sin nada. Solo queda esperar alguna sorpresa del impredecible y eficiente mandatario americano.
Algo sí es seguro. No importa cual sea el resultado final de este viaje y de las negociaciones para la liberación de rehenes, el primer ministro tendrá sus detractores en casa. Aunque no haya tenido muchas alternativas, aunque tenga el respaldo de amplios sectores y aunque consiga liberaciones que de otro modo no hubiera logrado. Este es el precio de la democracia y la libertad de expresión, un precio que la sociedad israelí paga caro y con gusto. Es también una muestra más de pragmatismo necesario, que no siempre agradable, según el cual no se puede jugar a todo o nada.
Elías Farache S.
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