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Tocar sin herir

No es más escuchado quien grita más duro. A veces, quien más transforma es quien susurra. En un mundo saturado de estruendo, la voz serena —la que no busca imponerse sino sembrar— encuentra otro modo de resonar: no en los oídos, sino en las conciencias

  • SOLEDAD MORILLO BELLOSO

27/06/2025 05:02 am

En la espesura del ruido y el desencuentro, crece una sociedad hostilizada. No por catástrofes naturales, sino por el desgaste lento de miradas esquivas, de palabras dichas con filo y de silencios que gritan.
 
Se me dirá que no hay balas en las manos, pero sí gestos afilados. Se camina junto a otros como quien atraviesa un campo minado de juicios, de expectativas sin tregua, de prisas que deshumanizan. En los ojos ajenos, el reflejo no siempre devuelve rostro: a veces, sólo un muro.

Las plazas que deberían ser puntos de encuentro ahora murmuran desconfianza. Las palabras, que deberían ser puente, se endurecen en trincheras ideológicas, en sarcasmos que evitan la ternura.

¿Cuándo olvidamos el arte de escuchar sin preparar la defensa? ¿En qué rincón de la historia dejamos de reconocernos como partes de un mismo cuerpo cansado?

Aun en medio del ruido, hay quienes caminan lento. No por torpeza, sino por fidelidad al gesto humano. Saludan al desconocido, recogen la basura ajena, sostienen miradas como quien insiste en promesas olvidadas.

Parecen fuera de lugar, como si el tiempo los hubiera dejado atrás. Pero no se han perdido—son anacronismos conscientes. Recuerdan lo esencial en una época que los llama ingenuos.

Y es ahí donde germina la resistencia más profunda: no en el grito, sino en el cuidado. En plantar una flor donde otros arrojan escombros. En escribir palabras suaves en muros cubiertos de furia.

A veces, en los rincones más opacos de la ciudad, alguien enciende una luz sin darse cuenta. Un gesto mínimo, una palabra que no hiere, un silencio que no encierra juicio. Y ese simple acto se esparce, como brisa entre grietas, como agua que filtra hasta la raíz dormida.

Porque incluso en la hostilidad, habita la memoria de la armonía. Una sociedad no se olvida de sí misma de un solo golpe: se adormece. Pero basta una chispa —una mirada que dice “te veo” sin condiciones— para que algo despierte.

Entonces, no es utopía: es latido. Bajo el concreto de la costumbre indiferente, pulsa un anhelo compartido, quizás inconsciente, de volver a tocarnos sin temor.

A pesar de todo, persiste la ternura. No como un lujo, sino como trinchera. Como un acto radical en una sociedad que desaprueba lo frágil. Hay quienes abrazan sin blindaje, que no temen mostrarse vulnerables, que eligen quedarse aunque todo les grite huida.

Porque la ternura también sabe defenderse: no con espinas, sino con raíces. No es pasiva ni ingenua; es sabia, es antigua. Tiene la memoria del agua: sabe abrirse paso entre muros, infiltrarse en grietas, suavizar lo áspero.

Y en ese gesto mínimo, cotidiano, hay una revolución silente. No cambia sistemas, cambia vínculos. No derriba estructuras, desarma distancias.

Entonces, aun en la intemperie de esta sociedad hostilizada, hay quienes insisten en florecer. No por terquedad, sino por convicción: porque saben que resistir con humanidad es un acto de fe en lo posible.

Y en esa fe —callada, cotidiana, persistente— se abre la grieta por donde asoma la esperanza. No como consuelo ingenuo, sino como principio activo de reconstrucción. Porque lo humano, cuando se recuerda a sí mismo, siempre encuentra la forma de volver a tocarse sin herir.

Y quizás precisamente por eso la ternura no se extingue, sino que muta en una forma de lucidez. Y se convierte en disciplinada fortaleza. Quien elige no ser violento en medio del caos no lo hace por ingenuidad o por pasividad, sino por elección consciente: ha visto la fractura, ha sentido el filo del desprecio, y decide no replicarlo. Porque hay una memoria antigua que le susurra que el alma humana se expande cuando toca sin herir, que resistir desde el afecto no es debilidad, sino una forma secreta de fortaleza. Y así, sin estruendo, sin pancartas, sin más armas que el gesto digno, se escribe otra historia: más callada, más honda, más humana.

No es más escuchado quien grita más duro. A veces, quien más transforma es quien susurra. En un mundo saturado de estruendo, la voz serena —la que no busca imponerse sino sembrar— encuentra otro modo de resonar: no en los oídos, sino en las conciencias.

Soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
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