Israel-Irán: el mundo se sacude
El mundo no puede permitirse otra guerra devastadora, ni sus consecuencias económicas, humanas y políticas. Lo que está en juego no es solo la seguridad de Israel o Irán, sino el frágil equilibrio global que hoy cuelga de un hilo
Desde el viernes pasado, el mundo ha sido testigo de una escalada bélica entre Israel e Irán cuyas implicaciones podrían marcar un punto de inflexión en la geopolítica internacional.
Lo que comenzó con un ataque aéreo israelí a instalaciones nucleares y militares en Irán —incluido el centro de enriquecimiento de uranio de Natanz— ha desembocado en una guerra abierta, con cientos de muertos, ataques con misiles balísticos y una creciente tensión entre potencias globales.
A la sombra de esta guerra, se esconden riesgos que van mucho más allá del Medio Oriente: el impacto económico global, el encarecimiento del petróleo, la desestabilización de terceros países y el peligro de una guerra regional de mayores proporciones.
Según fuentes oficiales iraníes, los ataques israelíes han dejado más de 450 muertos, entre ellos altos mandos militares, científicos nucleares y decenas de civiles.
En Israel, los misiles iraníes han matado a al menos 24 personas en ciudades como Tel Aviv, Haifa y Bat Yam. Ambos países han desplegado una retórica incendiaria: mientras el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu habla de "el corazón del programa nuclear iraní" como blanco legítimo, el líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Khamenei, advierte sobre una "represalia severa". Más allá de las cifras, la intensidad de los bombardeos ha sido tal que medios estatales iraníes han documentado evacuaciones masivas en barrios residenciales de Teherán y la muerte de trabajadores de medios durante las transmisiones en vivo. Israel, por su parte, ha declarado haber alcanzado "superioridad aérea total" sobre Irán y haber destruido un tercio de sus lanzadores de misiles.
Pero el conflicto Israel-Irán no ocurre en el vacío. Ambas naciones son actores clave en una región crítica para el suministro energético mundial. Irán, miembro fundador de la OPEP, posee una de las mayores reservas probadas de petróleo del planeta y controla, junto a Omán, el estrecho de Ormuz, paso por donde transita aproximadamente el 20% del petróleo mundial.
La intensificación de las hostilidades ha provocado ya un aumento abrupto en los precios del crudo, que superaron los 110 dólares por barril en cuestión de horas. Este encarecimiento amenaza con disparar la inflación global, justo cuando muchas economías —incluyendo las de Europa y América Latina— luchan por consolidar su recuperación post pandemia. Además, un conflicto prolongado podría alterar las cadenas de suministro, elevar los costos de producción y reducir el poder adquisitivo de millones de consumidores en todo el mundo.
En este escenario explosivo, Estados Unidos juega un papel determinante. El presidente Donald Trump ha endurecido su discurso, exigiendo la “rendición incondicional” de Irán. Según medios estadounidenses, su administración evalúa opciones militares, incluyendo ataques a sitios nucleares iraníes, mientras envía más buques de guerra a la región.
El despliegue de una segunda flota naval en el mar Arábigo podría ser tanto una amenaza como una preparación activa para una intervención directa. Pero la posibilidad de un ataque estadounidense, lejos de ser una solución, podría incendiar aún más la región. Una intervención militar de Washington podría desencadenar represalias de Irán contra aliados de EE.UU., como Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos, y exacerbar tensiones con Rusia y China, quienes han advertido sobre el peligro de una escalada unilateral.
La guerra ya empieza a afectar a países vecinos. Líbano, Siria e Irak —naciones donde Irán tiene presencia a través de milicias aliadas— podrían ser arrastradas al conflicto. El aumento de la violencia sectaria y el desplazamiento de poblaciones vulnerables pondrán aún más presión sobre regiones ya inestables.
En Europa, los gobiernos se preparan para una nueva ola migratoria proveniente de Medio Oriente. La gran incógnita es si el conflicto puede contenerse o si estamos ante el preludio de una guerra total en la región. Las señales son preocupantes. La cancelación de las conversaciones entre EE.UU. e Irán sobre el programa nuclear, la muerte de figuras clave del ejército iraní y la posibilidad de que Israel continúe atacando infraestructura crítica en Irán son indicios de que, por ahora, la diplomacia está ausente.
Trump dijo recientemente que no busca un “alto al fuego”, sino “algo mejor que eso”. Sin embargo, su ambigüedad estratégica y la voluntad de Netanyahu de continuar la ofensiva hacen difícil imaginar una desescalada a corto plazo.
En este contexto, la comunidad internacional tiene la responsabilidad urgente de actuar. Las Naciones Unidas, las potencias europeas y países con influencia diplomática deben redoblar esfuerzos para mediar un alto al fuego inmediato y evitar que esta guerra regional se transforme en un conflicto global.
El mundo no puede permitirse otra guerra devastadora, ni sus consecuencias económicas, humanas y políticas. Lo que está en juego no es solo la seguridad de Israel o Irán, sino el frágil equilibrio global que hoy cuelga de un hilo.
Lo que comenzó con un ataque aéreo israelí a instalaciones nucleares y militares en Irán —incluido el centro de enriquecimiento de uranio de Natanz— ha desembocado en una guerra abierta, con cientos de muertos, ataques con misiles balísticos y una creciente tensión entre potencias globales.
A la sombra de esta guerra, se esconden riesgos que van mucho más allá del Medio Oriente: el impacto económico global, el encarecimiento del petróleo, la desestabilización de terceros países y el peligro de una guerra regional de mayores proporciones.
Según fuentes oficiales iraníes, los ataques israelíes han dejado más de 450 muertos, entre ellos altos mandos militares, científicos nucleares y decenas de civiles.
En Israel, los misiles iraníes han matado a al menos 24 personas en ciudades como Tel Aviv, Haifa y Bat Yam. Ambos países han desplegado una retórica incendiaria: mientras el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu habla de "el corazón del programa nuclear iraní" como blanco legítimo, el líder supremo de Irán, el ayatolá Ali Khamenei, advierte sobre una "represalia severa". Más allá de las cifras, la intensidad de los bombardeos ha sido tal que medios estatales iraníes han documentado evacuaciones masivas en barrios residenciales de Teherán y la muerte de trabajadores de medios durante las transmisiones en vivo. Israel, por su parte, ha declarado haber alcanzado "superioridad aérea total" sobre Irán y haber destruido un tercio de sus lanzadores de misiles.
Pero el conflicto Israel-Irán no ocurre en el vacío. Ambas naciones son actores clave en una región crítica para el suministro energético mundial. Irán, miembro fundador de la OPEP, posee una de las mayores reservas probadas de petróleo del planeta y controla, junto a Omán, el estrecho de Ormuz, paso por donde transita aproximadamente el 20% del petróleo mundial.
La intensificación de las hostilidades ha provocado ya un aumento abrupto en los precios del crudo, que superaron los 110 dólares por barril en cuestión de horas. Este encarecimiento amenaza con disparar la inflación global, justo cuando muchas economías —incluyendo las de Europa y América Latina— luchan por consolidar su recuperación post pandemia. Además, un conflicto prolongado podría alterar las cadenas de suministro, elevar los costos de producción y reducir el poder adquisitivo de millones de consumidores en todo el mundo.
En este escenario explosivo, Estados Unidos juega un papel determinante. El presidente Donald Trump ha endurecido su discurso, exigiendo la “rendición incondicional” de Irán. Según medios estadounidenses, su administración evalúa opciones militares, incluyendo ataques a sitios nucleares iraníes, mientras envía más buques de guerra a la región.
El despliegue de una segunda flota naval en el mar Arábigo podría ser tanto una amenaza como una preparación activa para una intervención directa. Pero la posibilidad de un ataque estadounidense, lejos de ser una solución, podría incendiar aún más la región. Una intervención militar de Washington podría desencadenar represalias de Irán contra aliados de EE.UU., como Arabia Saudita o Emiratos Árabes Unidos, y exacerbar tensiones con Rusia y China, quienes han advertido sobre el peligro de una escalada unilateral.
La guerra ya empieza a afectar a países vecinos. Líbano, Siria e Irak —naciones donde Irán tiene presencia a través de milicias aliadas— podrían ser arrastradas al conflicto. El aumento de la violencia sectaria y el desplazamiento de poblaciones vulnerables pondrán aún más presión sobre regiones ya inestables.
En Europa, los gobiernos se preparan para una nueva ola migratoria proveniente de Medio Oriente. La gran incógnita es si el conflicto puede contenerse o si estamos ante el preludio de una guerra total en la región. Las señales son preocupantes. La cancelación de las conversaciones entre EE.UU. e Irán sobre el programa nuclear, la muerte de figuras clave del ejército iraní y la posibilidad de que Israel continúe atacando infraestructura crítica en Irán son indicios de que, por ahora, la diplomacia está ausente.
Trump dijo recientemente que no busca un “alto al fuego”, sino “algo mejor que eso”. Sin embargo, su ambigüedad estratégica y la voluntad de Netanyahu de continuar la ofensiva hacen difícil imaginar una desescalada a corto plazo.
En este contexto, la comunidad internacional tiene la responsabilidad urgente de actuar. Las Naciones Unidas, las potencias europeas y países con influencia diplomática deben redoblar esfuerzos para mediar un alto al fuego inmediato y evitar que esta guerra regional se transforme en un conflicto global.
El mundo no puede permitirse otra guerra devastadora, ni sus consecuencias económicas, humanas y políticas. Lo que está en juego no es solo la seguridad de Israel o Irán, sino el frágil equilibrio global que hoy cuelga de un hilo.
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