La cultura como industria
En lo particular, prefiero pensar que el lector no es un cliente (hay quienes me apoyan conceptualmente en esta percepción, sobre todo los románticos, amantes de la literatura y de las artes en general)
Décadas atrás, las artes y las letras (que no entiendo por qué las separan, si las letras son una forma de arte) eran parte de un oficio artesanal: erigidas desde la paciencia de quien se entregaba por completo a construir una obra en solitario, y, que una vez concluida, podía permanecer en un estudio, taller o despacho un tiempo indefinido, hasta que ocurriese el “milagro” del descubrimiento, que la diera a conocer al mundo. Pero podía ocurrir el no-descubrimiento (dado en montones de artistas, que hoy son tomados como clásicos), y la obra quedaba olvidada y era el azar el que se encargaba del antes y el después. El gran pintor neerlandés Vincent van Gogh, pudo vender en vida una sola de sus pinturas, titulada El viñedo rojo, y alrededor de este hecho, y de todo lo que fue su vida, hay toda una polémica y una suerte de teorías aun por clarificar, pero lo cierto fue que se autopercibía como un fracasado, y, tal “sensación”, solo fue matizada gracias a la ayuda de su hermano Theo, quien era marchante de arte y anhelaba darlo a conocer al mundo.
En el caso de la literatura, los autores tenían que echar mano de la autoedición (Borges fue uno de ellos, con su primer poemario Fervor de Buenos Aires, por citar a una figura universalmente emblemática), porque no existía una industria que tomara el texto y lo pusiera a volar por infinitos destinos, hasta que su nombre lograra (o no) el reconocimiento. En Venezuela está el caso del merideño Tulio Febres Cordero, quien al tener una imprenta editaba con celo sus propios libros. La obra fundamental de Franz Kafka (El castillo, El proceso y América) fue publicada (y modificada) de manera póstuma por su amigo Max Brod, contraviniendo así el expreso deseo del novelista de que fuera destruida (cuestión que hoy se debate, porque bien pudo él mismo hacerlo y dejó en manos de su amigo la decisión, impulsado, tal vez, por el vivo deseo de que no se perdiera).
En el caso de la literatura, los autores tenían que echar mano de la autoedición (Borges fue uno de ellos, con su primer poemario Fervor de Buenos Aires, por citar a una figura universalmente emblemática), porque no existía una industria que tomara el texto y lo pusiera a volar por infinitos destinos, hasta que su nombre lograra (o no) el reconocimiento. En Venezuela está el caso del merideño Tulio Febres Cordero, quien al tener una imprenta editaba con celo sus propios libros. La obra fundamental de Franz Kafka (El castillo, El proceso y América) fue publicada (y modificada) de manera póstuma por su amigo Max Brod, contraviniendo así el expreso deseo del novelista de que fuera destruida (cuestión que hoy se debate, porque bien pudo él mismo hacerlo y dejó en manos de su amigo la decisión, impulsado, tal vez, por el vivo deseo de que no se perdiera).
En el caso específico de la literatura, hoy en día se da también el fenómeno de la autoedición (Amazon hizo de él un hecho menos bochornoso, sobre todo para quienes no han tenido la “suerte” de hallar una editorial, que se interese por sus libros, y, dicho sea de paso, algunos de ellos se han convertido en best sellers: toda una realimentación). Empero, quienes sí logran insertarse en la rueda sinfín del negocio editorial, transforman sus textos en libros que se hacen mercancía en el contexto global, y podemos ver a autores que alcanzan a vender cientos de miles de ejemplares, que no siempre responden a los criterios estrictamente literarios (ya me he referido a este aspecto en anteriores entregas), sino que forman parte de una categoría un tanto indefinida de “materiales de consumo” para lectores no tan exigentes, o que solo buscan entretenimiento y pasar un buen rato.
Ahora bien, surge una interrogante: ¿es el lector un cliente? Visto desde el ángulo de lo mercantilista, algunos teóricos del área afirman que sí entra en tan compleja categoría, porque compra un libro en una casa comercial (librería), que se surte de una editorial o distribuidora al por mayor, y que a su vez deben dar razón de su venta al autor (que, dicho sea de paso, recibe un bajo porcentaje por cada ejemplar). Por lo tanto, desde la visión del marketing el lector es el consumidor final del producto. Claro, tal concepción queda en entredicho cuando pensamos en las bibliotecas públicas, que prestan servicios comunitarios casi siempre sin costo alguno para los lectores. Pero… ¿de quién es cliente el lector? ¿De la librería? ¿De la casa editorial? ¿Del autor?
En lo particular, prefiero pensar que el lector no es un cliente (hay quienes me apoyan conceptualmente en esta percepción, sobre todo los románticos, amantes de la literatura y de las artes en general). El lector es un consumidor de un bien cultural, transijo, pero si partimos de la noción inicial de las artes y de las letras de la que hablara al inicio, definitivamente no lo es, porque ser lector es ya una categoría única y pluridimensional, que no admite derivaciones de esta naturaleza, porque es alguien que se acerca a una obra de arte con fines de disfrute estético de la misma, y eso no tiene precio. Como no es un cliente quien paga un boleto de entrada para ver las obras en los museos. Como no lo es tampoco, quien entra a un concierto sufragando una onerosa entrada.
Pero, más allá del ámbito romántico (al que me adhiero, como queda dicho), el libro es un producto, y como tal se comercializa. Así pasa con la plástica, con la música, y paremos de contar. Independientemente de que yo, Ricardo, prefiera sentirme como lector en su concepción práctica y filosófica, como también espiritual, y que tal circunstancia ha producido en mi vida (y en la de muchas personas) un impacto inmedible e incuantificable, lo que no podemos negar es que la cultura es una poderosa industria, que mueve cuantiosos capitales en todos los órdenes del acontecer humano, y que tal desbordamiento (la industria editorial en España es poderosa, así como en Francia, EEUU, Argentina, México y Colombia, entre muchos otros, y ni se diga de la industria audiovisual, cuyos alcances se pierden de vista), hace de la misma centro de interés planetario.
Años ha, la cultura era una burbuja a la que no todos tenían acceso, y hoy se ha masificado. Sin embargo, surge así la realidad de su carácter crematístico, y la incidencia en la pérdida de la calidad y del halo sublime (y hasta beatífico) de antes. ¿A cuál de los eslabones corresponde, entonces, poner el cascabel al gato?
rigilo99@gmail.com
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