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El alma (doliente) de la nación

¿Qué hacer ante la embestida de ese nacionalismo llevado a los extremos, promotor de una identidad que pugna por borrar la existencia de elementos no nativos, personas e ideas, vistos como amenazas al Estado-nación hegemónico?

  • MIBELIS ACEVEDO DONÍS

07/06/2025 05:04 am

Sobre el nacionalismo y sus derivas se ha escribo abundantemente, un fenómeno que expertos como el historiador Eric Hobsbawm -judío, británico nacido en Egipto y criado en Viena y Berlín, nieto de polaco, hijo de madre vienesa y padre inglés- aconsejan examinar con riguroso escepticismo. Aunque seducido tempranamente por “el sueño de la Revolución de Octubre” que abrazó frente al avance del nazismo, Hobsbawm luego admitió haberlo rechazado, muy consciente de sus fracasos. Esa mirada reflexiva, crítica y autocrítica del hombre de izquierdas hace especialmente interesante su trabajo. Los historiadores, advierte, “tienen una responsabilidad para con los hechos históricos en general, y a la hora de criticar el abuso político-ideológico de la historia en particular”. Les corresponde entonces desmantelar las mitologías patrióticas, afirma, en lugar de convertirse en “siervos de los ideólogos”. Todo un desafío si se considera que la historia resulta en materia prima de las ideologías nacionalistas, étnicas o fundamentalistas, puesto que es el pasado lo que legitima, el que hace grande a una nación, el que la justifica ante las demás.

De allí la sana sospecha que, como estudioso de fenómenos que exigen comprensión desapasionada más que identificación política, contiene sus entusiasmos y lo alienta a “rechazar, desconfiar, desaprobar y temer al nacionalismo allá donde exista (…) si bien reconozco su enorme fuerza, que se debe aprovechar para progresar, si ello es posible. Y a veces lo es. No podernos dejar que la derecha monopolice la bandera”. Convenía, sí, en que “pueden lograrse algunas cosas movilizando los sentimientos nacionalistas… sin embargo, yo no puedo ser nacionalista…”

Acerca de ese aprovechamiento, no faltan ejemplos vinculados a un concepto de nación que se muestra relativamente joven y cuyo origen, según Hobsbawm, se halla en las “revoluciones duales” en Europa. Por un lado, la francesa (Francia, potencia insatisfecha, suministró “el primer gran ejemplo, el concepto y el vocabulario del nacionalismo”, la dupla pueblo-nación que reclama y encarna la transformación de fondo). Y por otro, la Revolución Industrial inglesa. A merced de coyunturas, afinidades y tirrias particulares, el mayor atractivo del nacionalismo consistía, eso sí, en su adaptabilidad; una que reconciliaba nociones progresistas con los mitos y el folklore, siempre que ello no redujese la sensación de ser víctimas de un “otro”, un perseguidor común, un culpable de los agobios de la comunidad.

En este punto es justo recordar al filósofo, académico e historiador Ernest Renan y su paradigmática conferencia de 1882 en La Sorbona, en la que afirmaba que una nación es un alma, “un principio espiritual”. Describe así a la nación moderna como “un referéndum cotidiano”, una construcción colectiva e incesante basada en aquellos datos sobre la existencia que las personas recuerdan junto con los que olvidan. “El olvido, y hasta diría que el error histórico, es fundamental en la creación de una nación”; lograr la unidad nacional, apuntaba Renan, a menudo ha implicado omitir la violencia que ella auspició y propagó, para recordar el instante que implicó superarla, un esfuerzo común que tiende a aliviar el trauma. “Estas son las condiciones esenciales para ser pueblo: tener glorias comunes en el pasado y voluntad de continuarlas en el presente”. Su visión se aleja así de los tradicionales moldes de homogeneidad racial, geográfica, lingüística o religiosa que entonces prevalecían. De hecho, afirma, “los países más nobles, Inglaterra, Francia e Italia, son aquellos donde la sangre está más mezclada”.

Antes de Renan, claro está, pensadores de la Ilustración alemana como Kant (defensor del progreso ilustrado y cosmopolita, pero con un interés en las diferencias nacionales que Isaiah Berlin percibió como fuente insospechada del nacionalismo) y Fichte (impulsor de un nacionalismo moral); o intelectuales románticos como Herder (con su nacionalismo cultural, la noción del “espíritu del pueblo” o Volksgeist) resultan referentes forzosos a la hora de diseccionar los orígenes de uno de los fenómenos más relevantes y complejos del pensamiento político contemporáneo. Cabe destacar que la identidad alemana moderna cobró cuerpo ante las graves crisis internas y las amenazas del enemigo externo, alcanzando su cenit soberanista en épocas como las de Bismarck o las del Reich alemán. Lo último, lo ocurrido durante el apogeo del fenómeno, nos traslada también a los fangosos terrenos del ultranacionalismo y sus parientes, el patrioterismo chovinista y el nativismo. Una exacerbación de esa religión política de la que hablaba el historiador Elie Kedourie, y que involucra elementos religiosos como la fe, el culto, los ritos, los símbolos, el fervor mesiánico, la visión milenarista y la vuelta a una “edad de oro”, la creencia irracional de que se pertenece a una comunidad única y trascendente.

Mucha agua ha corrido bajo esos históricos puentes, pero habrá que admitir que, junto con las identidades en sentido amplio, el asunto de las identidades nacionales resulta hoy más importante que nunca. Ya antes hemos hablado de esa tribalización que amenaza con sumir a la política en los fondos del instinto sin sujeción ni contrapesos, y a las relaciones entre naciones en la añeja y oscura pugna entre civilizaciones “superiores” e “inferiores”. En esa tendencia movilizadora del jacobinismo interno podemos inscribir, por cierto, el auge de grupos como “Patriotas por Europa”, su especial sensibilidad por la idea de la “nación verdadera”; lemas como “Primero los de casa” del Frente Nacional francés, o “Sólo existe una nación”, proclamado por VOX, en España; así como la reciente victoria del candidato presidencial polaco -y admirador de Trump-, Karol Nawrocki, respaldado por el partido conservador Ley y Justicia (PiS). El trumpismo, sin duda, destaca en estas lides gracias a su habilidad para explotar el sentimiento de agravio nacional y cultural, el miedo/rabia al “gran reemplazo” que invoca mediante mantras provocadores. Con su “Make America Great Again” o “America first” cosecha hoy un chocante éxito no sólo hacia lo interno, sino fuera de sus espacios naturales. Sí: resulta desconcertante esta identificación antinatura entre quienes aspiran a integrar una comunidad que ve en el distinto una amenaza y una razón no sólo para cerrarse cada vez más, sino para suprimir a los hambrientos que la cortejan.

¿Qué hacer ante la embestida de ese nacionalismo llevado a los extremos, promotor de una identidad que pugna por borrar la existencia de elementos no nativos, personas e ideas, vistos como amenazas al Estado-nación hegemónico? De momento pensemos en lo que con mucha cautela desliza Hobsbawm: al reconocer su enorme fuerza, habría que aprovechar el potencial del nacionalismo “para progresar, si ello es posible”. Frente al maltrato que sufren los compatriotas en lugares antes proclives a la asimilación y hoy ganados por los oscuros pulsos de la xenofobia, hace falta pensar y hacer política con profundo sentido de nación.

Para intentar definir esto, volvamos a Renan y su invocación a esa solidaridad basada en el recuerdo del dolor compartido, en la disposición a construir un futuro que haga justicia a esa superación. O recurramos a Benedict Anderson cuando describe a la nación como “una comunidad política imaginada”, donde “incluso los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión” La nación así concebida implica siempre “una camaradería profunda, horizontal”. Eludiendo el peligro que entraña la fraternidad mal digerida e instigadora de nuevos desequilibrios, y potenciando en su lugar la posibilidad de desafiar las retóricas de la intransigencia y salir además fortalecidos, harán falta ciudadanos comprometidos a fondo tanto con los intereses del país como con el espíritu de apertura de la sociedad democrática, plural, inclusiva. Políticos-ciudadanos que forjan a su vez ciudadanía, que por tanto fomentan la autonomía de los individuos, la constante reconstrucción de la unidad nacional y el bienestar común. Venezolanos cuya capacidad de conmoverse ante el sufrimiento del semejante los impele a exigir justicia, a rechazar la grotesca instrumentalización que el nacional-populismo está haciendo de su gentilicio.

@Mibelis
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