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Y los he llorado

Si algo me enseñó la vida en materia de libros, es no comprar a ciegas; es decir: sin haber constatado una y mil veces que es realmente necesario para mis intereses literarios tener un determinado título

  • RICARDO GIL OTAIZA

11/05/2025 05:04 am

Por cuestiones propias del algoritmo, me llegó un viejo video en TikTok del escritor español Arturo Pérez-Reverte (grabado en su biblioteca), y a la pregunta: “Y tú prestas libros?, el autor responde contundente: “No prestaría ningún libro, ninguno de estos libros saldrá de aquí jamás, nunca, cuando era joven cometí el error de prestar libros, y los perdí para siempre. No, no, aquí no hay nada que prestar, cada cual que…, yo oriento, enseño, muestro, señalo, me preguntan, digo, recomiendo, pero jamás dejaría un libro de mi biblioteca, jamás.”

Déjenme decirles que yo era de la misma opinión (y sigo pensando como él), pero cuando tienes que emigrar, porque sí, tu biblioteca entera no cabe en una maleta, y te encuentras angustiado pensando con cuáles de tus libros te quedarás. De toda esa gran cantidad de espléndidos volúmenes que están frente a ti, necesariamente deberás escoger los que se irán contigo, y la punzada directa al corazón te llega cuando tienes que devolver a los anaqueles aquellos que no podrán viajar (que son la gran mayoría de ellos), y aunque los ames, aunque sean parte de tu ser, aunque estén inscritos con cincel en la historia de tu vida, no pueden acompañarte en tu larga travesía personal, y eso es tan doloroso para los amantes de los libros como yo, que debo reconocer la tristeza que llevo encima por haber dejado atrás miles y miles de tomos que atesoré toda la vida (unos cuatro mil quinientos, que no son tantos si los comparo con los veinte mil de un amigo), que cuidé con esmero, que evité (como Pérez-Reverte) dar en préstamo para no perderlos, y así no tener que llorarlos jamás.

Y los he llorado (metafóricamente hablando), qué le puedo hacer, ya habrá un punto de quiebre en el que el dolor amaine y diga mirando al horizonte: “haré una nueva biblioteca, recuperaré ediciones originales, me haré de aquellos tomos que para mí son fundamentales”. Pero el problema, queridos lectores, es que toda mi biblioteca es esencial en mi tarea como escritor e intelectual. Créanme: cada vez que me pongo a escribir, siento la atávica pulsión de levantarme para ir a mi biblioteca y hacer las inevitables consultas, y me he visto a mitad de pasillo camino hacia mi ya fantasmal biblioteca dejada atrás, y de pronto reacciono, tomo conciencia del asunto y me recrimino (no sin pesadumbre): “¿qué haces Ricardo?”

Y en eso estoy, me explico: armando otra vez la que será una pequeña biblioteca (nunca como la que dejé, aunque por ahora he repetido dos volúmenes imprescindibles: El Quijote de Cervantes, que con esta nueva edición suman ya cuatro las que he adquirido en mi vida, y El infinito en un junco de Irene Vallejo), y pienso ampliar el espectro y sumar a mi acervo libresco e intelectual las obras de otros autores, a los que en este contexto puedo alcanzar sin mayores dificultades. Compré Los diarios de Emilio Renzi, del argentino Ricardo Piglia (en edición de bolsillo), y que desde hacía años me apetecían y no podía conseguir. He de agregar, que de Piglia tengo en Venezuela más de doce obras imprescindibles en narrativa, que leí con absoluta e inefable fidelidad.

Compré el primer tomo de los Diarios. A ratos perdido 1 y 2 del autor español Rafael Chirbes (lamentablemente fallecido): todo un tomazo que todavía no he empezado a leer, pero cuyos referentes son sencillamente extraordinarios. A Chirbes no lo conocía, pero sé que su obra es considerada por muchos críticos como verdaderos clásicos, y su nombre podría alcanzar mayor relevancia en los próximos años. Leo en estos días la más reciente obra (2024) de la escritora madrileña Marta Sanz, que me tiene agarrado del cuello: Los íntimos (Memoria del pan y las rosas).

Si algo me enseñó la vida en materia de libros, es no comprar a ciegas; es decir: sin haber constatado una y mil veces que es realmente necesario para mis intereses literarios tener un determinado título, y no prestarle demasiada atención a la promoción de las editoriales comerciales, que, lógicamente, buscan vender sus productos así sean mediocres, así como tampoco a los premios de las propias casas, porque suelen pagarse y darse el vuelto sin ningún escrúpulo.

Por supuesto, y no lo voy a ocultar, sigo indagando embelesado los catálogos y me gustaría contar con mucho dinero para tener los libros que anhelo, solo que ya no estoy en la edad en la que pueda decir sin rubor alguno: “lo leeré algún día”, y debo ser más racional en los planes de lectura. A ver si me explico: mi interior clama por comprar desaforadamente como lo hacía hace cuarenta años, que no me medía y llegaba a mi casa con una torre de libros y la dejaba sobre mi mesa con cara de triunfo; hoy, ya maduro, y emigrante para colmo de males, una voz interior me aconseja que no caiga de nuevo en el vicio y la tentación, y que adquiera con mesura y criterio de responsabilidad los libros que humanamente pueda leer.

Esto no quiere decir que haya sido un irresponsable en mi juventud al adquirir tantos libros, porque leí la mayoría (muchos los releí hasta el hartazgo), me formé intelectualmente, eché a andar mi propia carrera como autor y académico, y todo ello ha sido maravilloso y me ha marcado con huella profunda. Hoy espero, eso sí, continuar con la labor libresca, pero con mayor sosiego, intentando recapitular en muchos aspectos de mi ser, y no perder el ímpetu interior que me ha convertido en un amante extraviado (y enloquecido) de la palabra impresa, y en el triste dueño de una biblioteca que quedó atrás, pero que sigue latiendo en mi pecho como me acontecía en lejanos días de esplendor.

rigilo99@gmail.com
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