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Lo que ya no es

Es al extremo difícil narrar (aunque muchos piensen que no y se lancen sin preparación alguna a la aventura): hallar el tono y la persona gramatical, saber o tener la certeza de que a la vuelta de la curva no te desbarrancarás, y adiós con la historia

  • RICARDO GIL OTAIZA

13/03/2025 05:03 am

1. A veces me siento tentado de abandonar el oficio de las letras y dejar de ser un alma en pena en busca de caminos, cuando ya estoy de regreso de otros que me han marcado en lo profundo; que han dejado en mí honda huella. Soy y no soy, y en ese espantoso galimatías vivo a cómo vayan llegando las cosas, como si fuera una barca mecida de aquí a allá por una fuerte marea. Me cuesta concretar un texto, con todo y mis 37 libros a cuestas, y en mí se suceden imágenes y hechos que pugnan por abrazar la página, pero me dejo arrastrar por la abulia y el día a día, y me digo: “mañana será”, pero llega el día siguiente y nada concreto, movido como estoy por un duermevela inaudito y atroz.

2. Soy mi principal crítico, fatigo las páginas con inquina, limpio aquí y allá y concreto vaguedades: uno, dos o tres párrafos; tal vez una buena frase o una acertada metáfora, pero la corriente se lleva consigo mis ideas como si fueran briznas de paja en el viento; motas de polvo insustancial y etéreo.

3. Nunca me han gustado las autoediciones, me parecen indignas del enorme trabajo autoral, pienso (y puede que me equivoque como en tantas otras cosas) que deben ser otros quienes asuman esa tarea desde alguna casa, sello o empresa, que adelanten el proyecto editorial.

Querer publicar y no poder (por cualquier circunstancia) es doloroso, deja una mácula cerebral y anímica, daña la autoestima y nos desalienta a seguir adelante. Entiendo que todo esto hoy se relativiza con las posibilidades que presenta por ejemplo Amazon, pero a veces se erige en una noria que suma al estrés de escribir, la desazón de autoeditarse. Tiempo al tiempo, me digo a cada instante, ya llegarán los días en los que desaparezcan las editoriales tradicionales y la autoedición se convierta en todo un boom.

4. Hace años, cuando vi la carátula del libro El inútil de la familia, del novelista chileno Jorge Edwards, fui de inmediato a una librería y compré el libro, algo dentro de mí me impulsaba a hacerlo, convencido como estaba de que, en esas páginas hallaría mucho de mí: inútil como soy para el trabajo manual, incapaz de mantenerme a flote en el agua, imposibilitado como estaba de aprender a tocar un instrumento musical (a duras penas pude con el cuatro), impedido y tapara para aprender el inglés (a pesar de mis esfuerzos para ello, de todos los cursos que aprobé con buenas calificaciones y del empeño en mi casa para que pusiera por obra a tan necesaria tarea, y hoy me arrepiento), incapaz de cambiar una llave o de montar un tubo de la grifería, sin que ello no signifique echar a perder o partir otro, y así tener que salir corriendo a pedir el auxilio de un plomero.

En fin, el inútil de la familia, pero ganado desde siempre a trajinar la palabra, a sus devaneos y encantos, a su sutil, pero definitivo enamoramiento que aún hoy no se me pasa; todo lo contrario: siento con más fuerza su pulsión, su llamado genético o atávico (aunque ignore de dónde me venga).

5. Yo sé que nunca (como decía el viejo bolero mexicano, que escuché por primera vez en la magnífica voz y estilo de Marco Antonio Muñiz) podré decir guagua en lugar de buseta o autobús, ni diré chófer (así, con acento grave) a mi común chofer (con acento agudo), ni llamaré coche a los carros o autos (que son, dicho sea de paso, una de mis debilidades), no insultaré a mi santa madre (ni a la de los otros) con aquello de “puta madre”, ni viviría jamás en la zona que llaman “El mojón”, por razones lógicas y léxicas de mi tierra, no llamaré o me referiré a las otras o a los otros como “mi niña” y “mi niño”, por sentirlas un tanto cursis.

Ah, en cambio adoptaría el vocablo Garañaña (como a muchos otros), que aquí nombra a una comunidad, y cuya musicalidad y complejidad léxica me fascinan; tal vez sea una voz guanche (guanchismo, de remota etimología).

6. Desde siempre he sentido atracción por las palabras, recuerdo que de niño leía el diccionario escolar como si de un libro de historias se tratara, y no estaba del todo equivocado, porque los vocablos contenidos en los diccionarios nos cuentan realidades pasadas y presentes: raíces que nos configuran en el ahora, significados que nos posicionan en múltiples realidades que nos llevan a mundos de ensueños. Ya lo he dicho mil veces en esta columna, que para mi tristeza no pude traerme los diccionarios por su peso y el que más me duele haber dejado fue el de María Moliner, en sus dos espléndidos tomos, que me obsequió un buen amigo adinerado cuando ingresé a la Academia de Mérida (en realidad, él me preguntó qué quería de regalo, y le dije que el diccionario de la Moliner, al que no podía llegarle por su elevado precio).

7. Es al extremo difícil narrar (aunque muchos piensen que no y se lancen sin preparación alguna a la aventura): hallar el tono y la persona gramatical, saber o tener la certeza de que a la vuelta de la curva no te desbarrancarás, y adiós con la historia. Nada nos permite presagiar que tendrás éxito en tu proyecto, que los personajes no se te alborotarán porque ellos tienen vida propia y los narradores solemos creer (ilusamente) que somos nosotros quienes los creamos y les insuflamos la vida.

8. Quiero, deseo, necesito, anhelo y me urge dejar atrás el pasado y echar a volar, estoy harto de la nostalgia y de la tristeza, busco con afán pasar la página y ponerme en sintonía con mi realidad y mi presente: hallar mi destino. Me siento detenido, atenazado y hundido en la hiperfijación: veo fantasmas por doquier, soy poseso de fuerzas que me hacen esclavo de un “algo” que ya no es, y que no será jamás.

rigilo99@gmail.com 
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