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La lectura inocente

La lectura inocente y desprejuiciada es un ejercicio de nuestra libertad personal: rompe con la linealidad tiempo-espacio, nos entrega el poder de la fábula sin que prive en nosotros la duda atávica, flexibiliza nuestra postura frente al mundo...

  • RICARDO GIL OTAIZA

28/07/2024 05:03 am

Leer es un ejercicio de libertad y a ello debemos apostar quienes echamos mano de los textos y nos internamos en las páginas de los libros, y en ellos el tiempo corre deprisa, o se hace eterno, pero en todo caso perdemos la noción del “ahora” y nos hundimos en lo que se nos cuenta sin pudor: a veces echados sobre un viejo sillón, pero siempre buscando estar distendidos, entregados al placer, ajenos a la crítica y al qué dirán, anhelando hacernos “uno” con el autor. Empero, a veces esto no es posible, porque nuestra lectura no es inocente ni desprejuiciada como la quería (o a la que aspiraba) Borges, sino que cargamos sobre ella todo lo que llevamos dentro: cultura, atavismos, saberes, formación, experiencia y todo un cúmulo de lastres que nada bueno traen consigo.
 
En este punto pienso en los lectores que también somos autores, que solemos leer como ejercicio del intelecto y del análisis literario, y este aspecto nos roba muchas veces el auténtico disfrute porque, conocedores como somos de los intersticios y mecanismos (o trucos) de la escritura, pues ya no somos inocentes ni nos entregamos a los libros como quien se echa en los brazos del amor sin llevar sobre los hombros el peso del pasado, y este peso nos roba mucho, porque el disfrute está condicionado a tantas cuestiones, que se convierte en una auténtica carga que nos dobla los hombros y borra de nuestros rostros la sonrisa de la felicidad.

La lectura inocente es entregarnos a la página sin los porqués propios de quienes solo buscan en los libros las claves para el mero intelecto, sino para el goce sensorial pleno de lo que se nos cuenta: creer a pie juntillas la fábula que transmuta la realidad y dejarnos llevar en los brazos de la magia literaria y de su enorme poder salvífico. Es dejar de lado el imperio de la lógica y la razón y en su lugar sellar el pacto de verosimilitud que nos plantea el autor: convertirnos en hojas que arrastra el viento hacia un lugar incierto, y no poner resistencia. Es ir hacia ignotos destinos y regresar investidos con el halo de quienes han asumido una historia como parte de su propia verdad y existencia.

La lectura inocente y desprejuiciada es un ejercicio de nuestra libertad personal: rompe con la linealidad tiempo-espacio, nos entrega el poder de la fábula sin que prive en nosotros la duda atávica, flexibiliza nuestra postura frente al mundo y sus circunstancias y nos libera de la cárcel de la razón, mece el niño interior y fortalece nuestra conexión entre los “yoes” que nos habitan, cierra las brechas existentes pasado-presente y nos lanza al portento de la visión de un tiempo por venir, mejora el carácter y nos hace dueños de nuestras emociones, abre en nosotros el pensamiento mágico y nos echa a volar por encima de nuestras propias circunstancias mejorando así las perspectivas y los retos, y nos entrega las llaves de la cárcel que nos atenaza a una realidad chata y mediocre, para hacer de nosotros espectadores y a la vez protagonistas de mundos idílicos.

Obviamente, la lectura inocente es un ejercicio complejo (aunque no complicado), que exige de nosotros entrega y pasión. Esa “inocencia” de la que nos habla Borges no nos exime del cotejo realidad-ficción, sino que lo complementa, lo que nos impele a intentar una conexión entre lo conocido y aceptado como verdad, y aquello que escapa a la noción “tecno-científica” de la existencia, y el mejor ejercicio de esta libertad es la propia obra del autor de Ficciones: que azuza en nosotros los referentes fácticos del vivir, y al mismo tiempo echa por tierra las leyes universales, estableciéndose así un nuevo orden y una nueva mirada, que irrumpen y hacen trizas nuestra cosmovisión y se produce un “renacer”.

La inocencia lectora es recibir lo que traen consigo las páginas y entregarse sin reservas a su portento: es ver más allá de lo que es posible ver; es no conjeturar acerca de la “verdad” de lo que encierran, sino recibir todo aquello con el asombro del que se acerca a algo y lo asume como parte de su realidad. Una lectura así se erige entonces en prodigio, en revelación, en esencia y experiencia vital, porque a partir de su asunción nadie se preguntará jamás si Remedios la Bella de Cien años de soledad levitó o no, sino que el “hecho” lo incorpora dentro de su experiencia como parte de una “verdad revelada”, que es posible sin lugar a dudas, aunque con ello se trastoque la noción de la “verdad probada”, y ello es así porque el espacio literario es autárquico por esencia, dentro de sus predios todo es posible sin discusión, aunque quien lo cuente sea un periodista de sucesos como García Márquez, o un físico como Ernesto Sabato, o un agrónomo como Michel Houellebecq, o un maestro de escuela como Rómulo Gallegos.

La lectura inocente no es inocente, si no implica dejar de lado los atavismos propios de la existencia, asumir que todo es posible a pesar de las cuadraturas de la mente, aceptar de buenas a primeras que no habrá un “algo” que trastoque nuestro deseo y decisión del gozo pleno de un libro, y que nada se interpondrá a ello, hacernos como niños en medio de la grandes contradicciones y arbitrariedades del mundo: y así, solo así, se dará el prodigio de hacer de lo narrado punto de encuentro entre la realidad y la ficción: principio y fin de nuestros anhelos de una existencia plena de la magia de la escritura.

rigilo99@gmail.com
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