Voz del pueblo, voz de Dios
Cuando un pueblo elige a un gobernante ilustre y este concluye su mandato, él debe entregarlo sin alternativa, no obstante haber cumplido un honorable desempeño
Vox Populi, Voz Dei dice un viejo adagio, adagio sabio que viene de los siglos, verdad inexcusable para la conducción de la política y para la convivencia social.
Cuando un gobernante, un hombre pierde el sentido inexcusable de la realidad, la que es indispensable en la vida política, el respeto propio, el respeto a los otros, la medida justa de lo que el pueblo aspira, ya no puede gobernar, ya no puede representar a los demás.
Cuando un gobernante, un hombre pierde el sentido inexcusable de la realidad, la que es indispensable en la vida política, el respeto propio, el respeto a los otros, la medida justa de lo que el pueblo aspira, ya no puede gobernar, ya no puede representar a los demás.
La autoridad supone aceptación; la autoridad supone legitimidad; la autoridad supone aprobación, virtudes, responsabilidad, la autoridad supone verdad y corrección. La autoridad democrática y republicana debe ser consentida, producto de la voluntad general, producto de la ley, de las libertades garantizadas y cumplidas, el derecho acatado, la voz del pueblo escuchada y su decisión absolutamente respetada.
Es por ello que las elecciones ratifican y confirman, inician un gobierno y concluyen otro, ya que, en esencia, son mandatos que deben expresar y expresan en lo íntimo de las convicciones sociales y políticas, la continuidad o no del poder en determinados individuos según sus actos y la opinión, lo que un pueblo soberano determina y juzga. Ningún poder puede ser ilimitado y no puede concentrarse en las mismas manos sin dejar de ser autocrático.
¡El pueblo…!, es el pueblo que ordena; es el pueblo que aprueba; es el pueblo que enaltece; es el pueblo que al mismo tiempo reprueba y sanciona.
Voz del pueblo…; voz sonora; voz inconfundible; voz que retumba; voz que espanta a los tiranos, opresores y déspotas; voz que se escucha como un trueno y que anuncia la llegada de la lluvia fecunda en los campos, en los campos extendidos y abiertos de la libertad y de los Derechos del Hombre. Voz del pueblo, voz de Dios…
Cuando un pueblo elige a un gobernante ilustre y este concluye su mandato, él debe entregarlo sin alternativa, no obstante haber cumplido un honorable desempeño. Cuando un pueblo retira la confianza a un gobernante y elige a otro, aquel debe ceder el mando porque el poder no es suyo. Oprimir a pueblos contra su voluntad es la tarea más infame, tarea antipatriota, tarea injusta, tarea ilícita e ilegal.
El poder, el poder le pertenece al pueblo, el poder es un mandato social y, en consecuencia, el más irrestricto decoro personal y la más alta responsabilidad política obliga a reintegrarlo a su mandante, y debe hacerlo por razones generales y propias: debe observarlo por acatamiento a la Ley, a la Constitución; debe hacerlo para guardar su nombre y el de los otros, para salvar la ideología que sirvió, a la gente, a los partidos que le acompañaron, para asegurar un mínimo de posibilidades futuras a cargo de nuevos hombres y objetivos de lucha. Debe retirarte el gobernante que concluye, el gobernante que pierde la mayoría electoral. Saber dar paso a un lado en el arte de la política es una virtud de los que entienden el presente, el futuro.
El más indispensable decoro, insisto, obliga a un gesto de compresión y entendimiento; un acto de responsabilidad suprema ante la Patria.
Existe un precepto moral y un mandato republicano que lo exige: “la soberanía es del pueblo”, lo que surgió de la clarividencia del Tercer Estado y de la lucidez de la Asamblea Nacional en la Francia revolucionaria que se sobrepuso ante los dictados del Rey autoritario.
El poder debe volver a las manos de la Nación entera. “La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo…” expresa la Constitución (art 5 CRBV). ¿Se le va a desconocer ahora?
Desde el principio de la República cuánta meridiana certeza tuvieron los fundadores de la Patria al expresar para su tiempo y para el nuestro, en esta hora decisiva, dos lecciones fundamentales que forman parte de nuestra mejor tradición republicana: “Ningún individuo, ninguna familia, ninguna porción o reunión de ciudadanos, ninguna corporación particular, ningún pueblo, ciudad o partido, puede atribuirse la soberanía de la sociedad, que es imprescriptible, inajenable e indivisible en su esencia y origen…” (art. 145) y: “Los Magistrados y oficiales del Gobierno, investidos de cualquiera especie de autoridad, sea en el Departamento Legislativo, en el Ejecutivo o en el Judicial, son de consiguiente meros Agentes y representantes del pueblo en las funciones que ejercen…” (art.146), Constitución Federal de Venezuela, 1811.
De esa forma, entonces, el gobernante democrático acata el mandato popular; respeta la Ley; honra su juramento; parte cuando debe partir, no obstante sus extraordinarios méritos, como lo ha hecho la mayoría que los que fueron investidos por la voluntad democrática, y hasta varios que ascendieron al poder por razones y formas extraordinarias y momentáneas: lo hizo el Libertador en 1830 sin ensangrentar a la Nación; lo hizo contemporáneamente el general Charles de Gaulle, por ejemplo, aceptando la incontenible voluntad de Francia en 1969, aun cuando su mandato concluía en 1972, entre tantos otros casos.
El demócrata acepta la voluntad general; el dictador la desconoce; el demócrata acepta la derrota y consigna a su sucesor el poder con responsabilidad política. El dictador resiste: se apropia de la República; la República es su feudo; sacrifica a la Nación y mancha con un acto indebido de fuerza y desconocimiento la toga blanca de la magistratura.
Una vez, hace muchos años, en mí juventud, asistí a un masivo acto de esos significativos cuando en el Nuevo Circo de Caracas se concentraban las multitudes para los grandes mítines. Estaban allí los dirigentes y varios de ellos decían sus discursos. En un momento dado, hizo presencia un hombre serio, adusto, un hombre que venía de las más elevadas posiciones parlamentarias y políticas. Había sido presidente de un partido relevante; había sido presidente de una de las cámaras del Congreso; había cedido su inobjetable ascenso a la candidatura presidencial en favor de otro compañero. Aquel hombre, allí simplemente era él: él y su historia, él y su prestigio; él y su conciencia limpia; callado, honesto, respetable, sereno, se llamó Antonio Léidenz, un político sin tacha, un político ejemplar que Venezuela debe recordar y honrar.
Allí, en ese instante, recibió el homenaje singular del pueblo, el pueblo le aplaudió de manera sostenida en gesto de general aprobación por sus virtudes y sus logros, y él, respetuoso, permaneció allí ante el juicio aprobatorio y enaltecedor de la Nación.
¡Qué acudan los políticos de hoy de la misma manera ante el jurado nacional; qué el pueblo libre que determine su escogencia; qué el pueblo sea el soberano, consciente, valeroso, decidido, cívico, ejemplar!
Voz del pueblo, voz de Dios… , y después, cuando el pueblo se sienta escuchado y obedecido en su mandato inobjetable, rectamente establecido voto a voto, que salga con júbilo a las calles en paz con absoluto civismo; que sienta la alegría de la victoria sin humillar al otro recordando la máxima de Sucre: “…honor al vencido…”, y en medio de esa hora de exaltación republicana, la Patria, que es una mujer hermosa, la Patria salude a la Venezuela triunfadora, a la Venezuela libre para todos.
jfd599@gmail.com
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