Las minucias de los libros
El proceso de la escritura conlleva numerosos “detalles” (por no llamarlos complicaciones), que implican una sintaxis y una prosodia que deberán estar a la altura del público al que nos dirigimos pero, para tenerlas, hay que sudar la gota gorda
Cuando tenemos un libro en las manos pasamos inadvertidos detalles aparentemente sin importancia, pero que entraron en el proceso de su escritura y de su edición, y que tuvieron que ser sopesados a la hora de mandar el libro a la imprenta, o de su publicación en formato digital (del que hay a su vez variedades y cuestiones diversas, en las que no me detendré), y esos detalles o minucias como solemos llamarlos, son los que para el autor tienen un enorme peso y significado, porque fueron precisamente ellos los que más dolores de cabeza les dio, los que lo atormentaron en plena madrugada, los que lo empujaron a llevarse las manos a la cara a comienzos, a mitad o al final del (a veces) tortuoso camino de la escritura y las ganas de mandar todo al mismísimo infierno. Son tantas las cuestiones, que no sé por cuál empezar, pero lo intentaré.
Escribir literatura es en apariencia fácil, pero no lo es: y creo haberlo afirmado tal cual en otro despacho, a veces se nos pasa la vida con un “famoso” e hipotético libro en proceso, y caemos en la tontería de anunciarlo aquí y allá (a los amigos y a quienes quieran escucharnos), y eso lo que produce es mayor ansiedad, porque en el fondo sabemos que mentimos, que apenas lo que tenemos son vagas nociones de lo que pretendemos escribir, y de este paso etéreo e ilusorio a la realidad concreta de cientos de páginas en marcha, hay un inmenso abismo: por el que se nos pueden colar los mejores años sujetos a la brocha de un sueño, entonces nos convertimos en escritores fantasmas, es decir: sin obra, pero con la promesa de portentos y de clásicos que nunca aparecen y, de supuestos letrados, pasamos a convertirnos en ágrafos de oficio (que pululan por doquier).
El proceso de la escritura conlleva numerosos “detalles” (por no llamarlos complicaciones), que implican una sintaxis y una prosodia que deberán estar a la altura del público al que nos dirigimos pero, para tenerlas, hay que sudar la gota gorda: cientos de horas puliendo una página (antes llenábamos los cestos con hojas vueltas un asco), perfeccionando lo que es imposible de perfeccionar si no tomamos distancia, perdiendo el cabello y la paciencia para dar a luz una buena frase que valga realmente la pena: que nos convenza, que esté a la altura de nuestros propios estándares, que al leerla casi a gritos no nos haga ruido, que fluya como un río, que vuele como la pluma de un ave, que haga sonar campanitas en la cabeza de quien las recibe, pero… si no las escuchamos nosotros mismos, pues menos lo harán los otros, porque sencillamente no se ha producido la magia de la creación artística.
Lógicamente, el lector no sabe de las noches en vela de los autores, del sufrimiento que todo aquello pudo significar en su psique, del enorme esfuerzo realizado contra miles de circunstancias que muchas veces están en nosotros mismos (miedos, inseguridades, temores, dudas, confusiones), o de factores externos (los vecinos con parranda hasta el amanecer y el tun tun del vallenato a todo pulmón, de los apagones en plena jornada de trabajo que nos dejan con la palabra a mitad de camino, de las gatas en celo que arman sus berrinches en plena madrugada, de las sombras que acechan por el cansancio y el agotamiento, de la carga estática de los soportes electrónicos en los que escribimos que nos ponen tensos y aletargados), de la pasión que le hemos puesto a esa página durante horas y quizás días, y que el atento lector consume en menos de dos minutos (si acaso la termina).
Sin esas carreras de última hora, sin esos plazos que nos dan los editores, sin las largas y agotadoras jornadas de revisión en las que nos agarramos de los pelos con los correctores, sin las molestias propias de la espera y de los desdenes de muchos editores que se creen dioses y todopoderosos, sin el sueño de ver nuestro nombre estampado en letra de molde en la portada, sin las ansias de tener en nuestras manos el primer ejemplar impreso o en pantalla de nuestra obra, sin las molestias de ver un gazapo sacándonos la lengua desde la página, sin el gozo de leer al voleo cuestiones recién publicadas y tener la certeza de que las alumbramos, sin la angustia que a muchos autores les produce la salida de un libro suyo, sin las buenas o malas reseñas y críticas que escriben quienes muchas veces no han leído el libro (movidos quizás desde la molestia o de la envidia), sin la alegría de ver tu libro en las vidrieras de las librerías o en los mesones de las novedades, o en las manos de la gente, sin el temblor de la mano de quien dedica un ejemplar, sin la mirada expectante de un potencial lector, sin el anhelo de que la obra perdure en el tiempo, sin el temor a que tu libro no guste o pase inadvertido: no habría obra, ni sueños, ni esperanzas, porque esas “minucias” son parte de ese todo que solemos denominar con el vocablo de proceso.
Sí, y muy lejos de la ironía (o dejémosla allí si quieren), a toda esta complejidad humana presente en la escritura y edición de un libro, suele llamársele “minucia”, bagatela, detalle minúsculo, pero sin los cuales no habría un libro, ni promesa, ni arte, pero el lector no se entera ni tiene por qué enterarse de esto: su papel dentro de la trama es el de absorber la resultante de todo ello: la de ser un ente activo en su recorrido en las páginas, para su disfrute, o para su total indiferencia.
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