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Lo breve

Entiendo que para muchos lo breve no sea sinónimo de gran obra, acostumbrados a relacionar la extensión con la calidad. En lo personal, soy un lector que agradece la concisión

  • RICARDO GIL OTAIZA

28/03/2024 05:03 am

Según el gran Augusto Monterroso, es de “buenas maneras” que una conversación no se transforme en un monólogo, ya que esto va, si se quiere, contra una norma elemental de cortesía, y haciendo la analogía en el caso de las novelas extensas, nos dice que “El novelista es así un ser mal educado que supone a sus interlocutores dispuestos a escucharlo durante días.” Por supuesto, luego matiza tan contundente declaración, y agrega que esto “no quiere decir que no pueda ser encantador…” Y traigo esto a propósito de la enorme dificultad que se nos presenta cuando estamos ante una obra (no digo solo novela) de grandes dimensiones, lo que suele ser visto como una cuesta demasiado empinada, incluso para los avezados lectores.

En lo particular, no he podido terminar de leer algunas novelas demasiado extensas, porque la dinámica de la vida nos lleva de aquí a allá y solemos dejar las lecturas en suspenso, a la espera de tener una oportunidad para seguir, porque como se ha de suponer, los lectores no somos solo lectores, sino que hacemos todo lo que hacen el resto de los humanos, y el tiempo para la lectura suele estar signado por un montón de variables que no dependen exclusivamente de nosotros, sino del intercambio con los otros. En este punto es para mí emblemática la novela póstuma de Roberto Bolaño, titulada 2666, que alcanza las 1125 páginas, en la que no he podido avanzar, pero paradójicamente pude con Don Quijote de la Mancha, que supera las 1150 páginas apretadas.

Coincido con Monterroso en mi preferencia por los textos breves (aunque haya leído muchos libros extensos), y esa preferencia me ha permitido tener una visión bastante singular del hecho literario (posiblemente fragmentaria), pero que tampoco está mal, porque libros “fragmentarios” hay de sobra que conjuntan diarios, pensamientos y misceláneos que mezclan diversos géneros, y entre ellos nos topamos con grandes obras maestras. Igualmente, hay libros breves, pero con unidad de criterio (entiéndase: libros de cuentos, ensayos, poemas, etc.) que nos llevan a un inusitado goce estético en relativamente pocas páginas.

Por supuesto, hay que decirlo, muchas editoriales apuestan por las novelas extensas, porque al parecer tienen mejor mercado y se mueven mucho más en los anaqueles, sobre todo si llegan precedidas por premios y alabanzas de connotados críticos (y de poco connotados también), pero que suelen orientar la mirada de los potenciales lectores hacia esas obras, y ello se traduce en ventas.

Volviendo al gigante Monterroso, podría decir acá sin ningún tipo de sonrojo, que lo que más admiro en su no tan extensa obra, es su carácter breve y a veces fragmentario, porque me ha permitido acercarme a diversos tópicos con una agudeza y un humor que no siempre los consigues en los autores consagrados, y todo ello te lleva como un río: a querer más y más, a meterle el diente a sus páginas y quedar estupefacto con su maestría. Ya perdí la cuenta del número de veces que he leído su libro La letra e, que lo constituyen fragmentos de un diario, es decir, sin más: doblemente fragmentario, y en cada nueva oportunidad he hallado un especial disfrute que va más allá de las anécdotas y hasta de las humoradas que deja colar, para internarse en una prosa envolvente, bien articulada y depurada, nada sobra y nada falta en cada una de las entradas, y ello debemos agradecérselo porque sabemos que detrás de cada texto hay un enorme trabajo de limpieza y depuración, de conciencia plena del poder de la palabra en quienes la reciben.

La brevedad literaria no es facilismo, eso debo apuntarlo con énfasis; es más, me atrevería a afirmar que lograr una estupenda cuartilla que congregue todo un mundo de posibilidades estéticas, es tan meritorio como quien lo alcanza con 500 o más páginas, y cuidado si no es mayor el mérito. Un buen cuento de pocas páginas puede alcanzar la categoría de obra maestra, y no me quedaré solo con el ejemplo de Monterroso, que logró su fama con cuentos muy sencillos y con su libro de fábulas, sino que asomaré el nombre de Jorge Luis Borges: un gigante de las letras, para quien la brevedad era asunto tan serio en su trabajo, que hasta desdeñó a veces novelas de gran extensión, argumentando que posiblemente en muchas de ellas sobren más de la mitad de las páginas, aunque afirmó haber leído con placer Cien años de soledad de García Márquez (a lo mejor se la leyó alguno de sus muchos lectores, por su grave problema de vista ya para entonces).

Como buen discípulo de Borges y de Macedonio Fernández, el argentino Ricardo Piglia también apostó por la literatura breve, pero publicó también novelas de cierta extensión. Hay un libro de su obra que no me cansaré de alabar: Formas breves, que es misceláneo y profundamente fragmentario, pero que guarda para sí un poder enorme, en el hallamos de todo: ficción, crítica literaria, anécdotas sobre sus autores favoritos, breves estudios, una que otra ponencia presentada en algún evento, ensayos, notas literarias en fragmentos de diarios, y hasta un breve epílogo. Sin más: una suerte de cajón de sastre que disfrutamos enormemente, que nos lleva a conocer su idea acerca de lo literario y hasta su visión de la vida.

Entiendo que para muchos lo breve no sea sinónimo de gran obra, acostumbrados a relacionar la extensión con la calidad. En lo personal, soy un lector que agradece la concisión.

rigilo99@gmail.com
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