La Habana de Dulce María Loynaz
¡Ay, cuánta historia humedecida en ese larguísimo paseo de nombre El Malecón, ternura marina que ha germinado demasiadas pasiones humanas, unas convertidas en fuerzas huracanadas, y otras en brisas suaves, rodeadas de luciérnagas aquerenciales!
En estos días mediterráneos abiertos a la primavera, y parte hincada ya sobre nuestra existencia postergada al correr de los años, hemos vuelto a leer un libro de versos comprado hace años en La Habana, de la cubana Dulce María Loynaz, y los mismos aún ahora nos han vuelto a dejar sobre la brisa interior de nuestras membranas, remembranzas de su exilio interior conmovedoramente sosegadas.
Una tarde habanera ya lo había sentenciado con bravura:
“No, ya no tendré miedo de la tierra, que es fuerte / y maternal; y habrá de acoger mi miseria / cuando tengan que echarme…”
La enterraron un lunes de abril de 1997, días después de haberse cumplido el cuarenta y cinco aniversario de la publicación de sus conmovedoras palabras en “Jardín”. A partir de aquellos lejanos días, toda la sensibilidad ante nuestra existencia personal la sigue la recordando con honda añoranza, a causa sosegada de habernos sembrado, a partir de aquellos días caribeños, mojitos de ternura.
No hemos vuelto a la bella isla desde hace tiempo. Quizás siga siendo mal visto por el régimen, o todo se olvidó. No obstante la última vez que salí detenido – no esposado - del Hotel Habana Libre, fui tratado con respeto. Sin un mal gesto. Es más, al verme muy abatido, me llevaron a un hospital.
No cometí ninguna trasgresión en esa urbe de olvidos y congojas, solamente intenté realizar en sus calles y plazoletas de colores, lo único que sé hacer en cierta forma: escribir de modo remiso, y un poco quizás liviano al uso.
Estamos tal vez ahora esponjando emociones al modo que lo hice la última tarde de mi permanencia en La Habana.
Hay algo en nuestro parpadeo interior inolvidable aún ahora mismo: una puesta del sol en esa atalaya frente a las olas de las Bahamas y el océano Atlántico, es saber que el paraíso existe.
Sobre esa bahía de todas las quimeras, un pueblo ansía volverse garza y volar, y decir igual a los versos de Homero Manzi:
“Nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.
¡Ay, cuánta historia humedecida sobre la añoranza en ese larguísimo paseo de nombre El Malecón, ternura marina que ha germinado demasiadas pasiones humanas, unas convertidas en fuerzas huracanadas, y otras en brisas suaves, rodeadas de luciérnagas aquerenciales, y olvidos!
Hace tiempo, para que la nostalgia no se volviera monotonía agazapada e indiferencia cubierta de escamas, comencé a rellenar unas octavillas de mar y tierra sobre la historia de esa anchura de piedra y agua, que aún sigue viva y cincelada sobre la mirada.
La historia - aún con años por medio – la recordamos ahora, y uno la relata con el mejor talante posible.
Era un mes de abril cuando pisó El Malecón la Infanta Eulalia de España.
Llegó a salvar de las garras de los cañones del Maine lo que ya no tendría salvación. Bajó de la goleta hispana vestida con los tres colores de la bandera de España. Hacía calor, y la princesita, rubia a modo del sol cubanísimo, se cubrió de un traje de “mansouk” azul cielo, con puntillas blancas, resguardando su cabello bajo una preciosa pamela rebosante de rosas bermellones.
Aquel día caribeño con luz centellada, La Habana no era sino una bahía de incesante alegría rodeada de plazas, fortalezas, iglesias, conventos, olas cascabeleras convertidas en esponjas de todos los colores, que reflejaban las mil aventuras de los corsarios salidos de las páginas corsarias de piratas y negreros, repartidos en todas las islas caribeñas.
El tiempo venido de Fidel Castro y sus acólitos no cambió la esencia innata del inmenso paseo caribeño. La metrópoli, toda ella femenina por las eses de su nombre indígena, Siboneyes, sigue siendo esencia perdurable sobre un sorbo de mojito, y esa perpetua alegría innata del pueblo cubano.
Dulce María, sabía con subterránea querencia, que los lirios están subyugados a la tierra, y eso lo escribió con letra menuda, al decir que Cuba es una flor sin raíz, y aún así, elevada sobre la cadencia de un pueblo de enaltecidas virtudes con una larga historia trágica en un piélago caribeño en que las tempestades del cuerpo y alma, forman un conjunto inseparable de su privilegiada concepción humana. Su mar brillante, revuelta de cantos espirituales de la sangre sembrada de los cuerpos y espíritu africanos milenarios, han elevado a esa isla a la plenitud del gozo del cuerpo y el espíritu, al partir de la alborada en que brotó el genuino de vivir por encima de todo mal viento.
Bien lo dijo Nicolás Guillen:
“¡Ay Cuba si te dijera, yo que te conozco tanto!
Hoy yanqui, ayer española, sí señor, la tierra que nos toco”.
Recordémoslo: El Mojito es una mezcla de Draque, combinado con aguardiente de caña, azúcar, limón y hierbabuena, y es recomendado en el Caribe para combatir los males estomacales, prevenir el cólera, y como norma general, para apaciguar el intenso calor de ese piélago profundo de un azul esplendoroso.
rnaranco@hotmail.com
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