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El hombre, las dudas y el camino

He aprendido, antes de abandonar Caracas, que unas letras sobre cuartillas níveas, aún siendo ellas dramáticas y palpables en sus enormes desdichas, no serán nunca un consuelo redentor para tantas madres cuyas consternaciones atraviesas el propio aliento

  • RAFAEL DEL NARANCO

03/03/2024 05:07 am

Creo ser parte de esa larga cronología de expatriados españoles, que es un segmento de los desahuciados de profesión y oficio.

Lo cierto es que no he realizado en ningún tiempo posible otras andaduras que no fueran las que marcan mi peregrinar, y si he conseguido fraguar bajo ciertas condiciones, han sido las de saturar cuartillas en periódicos y revistas, mientras trazaba algunos libros, cuyo mejor homenaje sería no recordarlos.

Lo había enunciado Machado (don Antonio), entre ahuehuetes y olmos camino de San Saturio en la Soria castellana, con sus iglesias más admiradas, la Concatedral de San Pedro, San Juan de Rabanera y Nuestra Señora del Espino, mientras las aguas del Duero levantan gorgoteos con los gemidos de los enamorados bajando del Monte de las Ánimas, entre los álamos del camino de la Ermita de san Saturio, que tantas páginas inspiraron a Gustavo Adolfo Bécquer y que enamoraron e hicieron llorar a Beatriz.

Un cierto día - hoy no tan olvidado - me rebelé contra mi propia contumacia. Tomé los talegos que poseía, y no frené de andar hasta llegar al encuentro de aquel anhelo acariciado casi al alba de mi vida.

Refieren ahora mis recuerdos, y quizá fueran ciertos, que recalé en la Isla Margarita sobre el Caribe, y tras vagar por los llanos de Apure y el Orinoco, llegué al estuario de Río de la Plata tras dejar el inconmensurable Amazonas, con el solo deseo de sentir los variados afluentes azulencos.

En esos días solía hacer andaduras a la manera de todo jovenzuelo ilusionado a recuento de un libro que nos tronzó la imaginación después de leerlo en noches cubiertas de fiebres de heno. Su nombre: “El jardín de los senderos que se bifurcan”.

Sin rumiarlo, tomé la alforja y partí al encuentro de Jorge Luís Borges con la pretensión de saber en qué idioma escribía el ciego de Rivadavia mientras descifraba los pesares recónditos de su pueblo.

Cierta atardecida, tras un andar sobre esa urbe de nombre Buenos Aires - ciudad más europea imposible - un librero de la calle Lavalle, viéndome estremecido cuando entré en su local a ojear usados libros, me apuntaló para calmar el relente de mi ansia asustadiza, y al notar mi hablar envuelto en eses, haches y esdrújulas que envolvían a un españolito del éxodo, me dijo: “Pibe, en el Sur no hay letras ni palabras, solamente viento y eternidad”.

No habló de sangre, pero lo intuí.

Esa misma tarde encontré el color rojo convertido en dolencia cuajada en la Plaza de Mayo, frente a “La Casa Rosada”, en donde todos los presidentes argentinos adularon, mintieron y punzaron con saña a su pueblo.

Allí, a la sombra del malva y el añil, el pardo amargo y el gris abatido, un puñado de mujeres rezaba un interminable rosario arrodilladas sobre el césped, frente a la llama perpetua en honor del General San Martín.

Viendo esa escena, comprendí la razón de que Buenos Aires fuera, aún en los momentos más aciagos, “tan eterna como el agua y el aire de la Pampa”.

En un zaguán, una viejecita de ojos hundidos, me entregó un papel humedecido por sus manos sudadas, en el que se narraban historias pavorosas de niños desaparecidos, mujeres lanzadas al Río de la Plata desde helicópteros, y hombres torturados por perros amaestrados que los iban despedazando.

- Tome, me dijo, lleve esta hojarasca consigo para no hacer de la amargura olvido.

Recordé los versos de Andrés Eloy Blanco refiriendo cómo a las madres todos los años se les muere un hijo, y creí ver en esa abuela la lobreguez de la loca Luz Caraballo, contando con sus deditos ateridos de frío, cada uno de los seres de sus entrañas que se le iban disipando en brumas lechosas de su sangre.

Bien lo recuerdo: la ciudad de Buenos Aires tenía esa atardecida la melancolía de una pasión cuando pierde el último tren del amor, es decir, una frustración sin contornos y un dolor insondable, fijo, allí donde las ilusiones se han truncado y convertido en carcoma

A lo largo de mi peregrinar doblado esquinas, he visto dolores comprimidos, y aún así, esas escenas recordadas de la Plaza de Mayo enclavadas sobre la piel traslúcida del alma, me rebotan cual jirones al tener noticias cada día en esta ciudad española del sur en que ahora intento morar, más que vivo, de los dramas padecidos por madres venezolanas destrozadas hasta del sufrimiento, cuando sus hijos parten al exilio, mientras otros son heridos en las calles de esa tierra tan nuestra.

He aprendido, antes de abandonar Caracas, que unas letras sobre unas cuartillas níveas, aún siendo ellas dramáticas y palpables en sus enormes desdichas, no serán nunca un consuelo redentor para tantas madres cuyas consternaciones atraviesan el propio aliento, tras cubrir sus cuerpos lacerados de dolores desgarrados.

Al llegar a esta altura de mi acongojada existencia, y al no haber ya suficientes lágrimas en mis ojos, solamente me queda el aliento convertido en un espacioso resoplido.

rnaranco@hotmail.com
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