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Si no hay dolencias, no lloriqueemos

“Si robas tu sabiduría de un solo libro, eres muy criticado, eres un plagiador, un ladrón literario. Pero si la robas de diez libros, te llaman investigador, y si lo haces de treinta o cuarenta, gran investigador”

  • RAFAEL DEL NARANCO

10/12/2023 05:07 am

Aquella atardecida en Roma, tras haber almorzado con el Cardenal venezolano Rosalio José Castillo Lara, entonces gobernador de la ciudad del Vaticano, y tras visitar la Biblioteca Apostólica, justo al norte de la Capilla Sixtina, nadie pudo dudar que son los documentos históricos más sorprendentes de una enorme etapa de la historia de la humanidad.

He visitados la Ciudad Eterna en disímiles momentos de nuestra ya larga existencia, y siempre regreso de ella con un aliento de frescura interior.

Lo atestiguó Henri Beyle - conocido por su seudónimo Stendhal - sobre ese emporio en que la existencia es sensitiva, dúctil, y alguna veces mohína sobre las piedras de los césares, una frase pavonada de ternura interior: “Amad para ser amados”.

En este momento en que escribimos esta letras en las orillas del mar Mediterráneo, no estamos fraguando un juego de sentimientos, sino recordando actitudes de un ánimo, en apariencia pequeño - el nuestro - que nos lleva hacia el encuentro nuestros trances más recónditos.

Convivir con el aleteo permanente de la existencia, nos trasplanta a un manual sensitivo en el que cada una de sus hojuelas sienten el roce de las estribaciones sobre el aliento del ánimo interior.

Solemos leer a recuento de nuestras necesidades vivenciales , no siendo al presente la cuestión que nos el ocupa, sino la zona puramente literaria, renglón que ahora, tras subir la cuesta de un año saldado con el soporte que marcan las horas en el reloj existencial, que nos ofrece pautas y senderos de zozobra. El tiempo ido no duele. La vida ha sido con nosotros enormemente generosa.

La mayoría de los argumentos literarios que nos apresuran con premura a leerlos, son andaduras sobre los surcos de la realidad diaria. Es decir: la existencia agradable que nos queda sobre las páginas literarias que aún faltan por transitar.

“Si robas tu sabiduría de un solo libro, eres muy criticado, eres un plagiador, un ladrón literario. Pero si la robas de diez libros, te llaman investigador, y si lo haces de treinta o cuarenta, gran investigador”. Palabras de nuestro admirado Amos Oz, el prosista hebreo que nos abandonó hace meses, y cuya ausencia ha dejado en nosotros desosiego, incertidumbres e infinidad de turbaciones, al vernos obligados a seguir avanzando sobre la sombría heredad de la existencia actual, tan repleta de contradicciones.

El escritor hebraico es el autor de una obra intensamente portentosa en la que hemos aprendido – en diversos aspectos con angustia – sobre el entramado de esta sociedad actual en la que, aún en el mejor momento de su entorno, la zozobra y el desasosiego ante tantos peligrosos conflictos - Israel con Gaza ahora - nos hacen retemblar.

El literato israelí David Grossman, también talmúdico, en artículo reciente en el diario El País de España, ha remarcado estas palabras sobre Oz: “En sus libros está la vibración de un terrible dolor, y de una nación que casi fue aniquilada”.

Amos Oz, nacido en Israel, escribió sus primeras páginas en un kibbutz, y en los últimos años se refugió en la península de Arad, lugar en que se aposentó hasta su fallecimiento debido a una enfermedad critica.

El hebraísmo es un fin irrompible con la raza judía. Su supervivencia, más que una realidad palpable, es un misterio o un milagro de Yahvé.

Analizando la literatura de Amos, la cual comienza con su infancia y juventud, nos acordamos de algunas escenas de nuestra propia niñez, de aquellas cerezas sustraídas a hurtadillas en el mesón de la cocina de abuela Segunda y un viaje seductor - podía tener unos seis años – hacia un río con hileras de olmos, chopos y viejos castaños.

Si cierro los ojos, creo ver el mantel de cuadros verdes y azules sobre el suelo, el flan requemado, la ensalada repleta de frutos verdes. Contemplo a mi madre. Hablo, llorisqueo o le quiero quitar un caballo de cartón a mi hermano más pequeño.

Evoco todo con una precisión pasmosa, pero ignoro con certeza lo que hice ayer mismo apenas levantado del tálamo donde descanso. Por eso transcribo líneas, deseo retener en cierta forma el poco tiempo que aún nos queda en el manual de la vida.

Equivalentemente lo hizo Amos Oz en su relato “Una historia de amor y oscuridad”, un afán perdurable sobre el deseo de que el olvido no forme nido seco en la trastienda del espíritu.

Las piedras en Israel son tiempo congelado. Uno siembra una simiente y, al escarbar, se tropieza con capiteles, perfiles romanos, ánforas griegas, espadas de cruzados, monolitos inmensos y vasijas árabes. Hay más ruinas que tierra; debido a eso, los frutos en los árboles tienen sabor a sándalo, incienso, humo de hierba, olores paganos, canela y mirra.

Esa es la razón de que cada día – siempre al atardecer - el judío redima su heredad al saber que los surcos son el yugo primario entre él y el Dios de Abraham.

Las páginas autobiográficas de ese admirado autor, estimulan a mirar el atributo de una familia, una raza y un pueblo, mientras se escucha el eco de sus voces tan cerca de nosotros, como si respiraran a nuestro lado, y así se le oye decir a la abuela:

“Si ya no te quedan más lágrimas, no llores. Ríe”.

Eso mismo es asentar palabras para que el olvido no haga nido amargo en la trastienda del alma.

Y es así para nosotros - sobre ese ramalazo interior - en donde la incuestionable literatura pueda arropar en lo posible a las generaciones venideras.

rnaranco@hotmail.com
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