El pececito
Cuando las ocupaciones me embargan, vale la pena volver a esta anécdota de mesa para recrear un tiempo que ya no existe, pero que dejó sembrada la implacable costumbre de comer siempre en familia
Básicamente, todo lo que sé lo aprendí en la mesa. Me refiero a lo aprendido como sistema de valores, creencias y elementos atinentes a mi manera de conducirme. No en vano se es hijo de una italiana del sur del sur de Sicilia, pues la cultura mediterránea en términos clásicos apuesta a la familia como fuente de amor y fortaleza, además de cultivar vínculos en torno a la buena comida y a intercambiar experiencias cotidianas propias del día a la hora de comer. La mesa, la comida, la buena cocina, las bases de lo que uno termina siendo como persona y, por supuesto, la siembra de los valores. Todo eso inseparable al antiguo concepto primitivo de hogar. De hecho, la mesa ha sido mi más importante escuela. Los distractores sanos y el compartir en familia suelen generar bienestar.
En una ocasión, comentando en un almuerzo el libro del excelso escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) titulado El gatopardo, surgió un debate (tertulia) acerca de las características de los cambios propios a las dinámicas sociales y los mecanismos adaptativos que nos permiten enfrentarlos. En el libro El gatopardo, el tema de los valores es asumido de manera aguda, tanto desde la ética como desde la cotidianidad (praxis). Estudiar este texto de Lampedusa siempre es pertinente, no solo por sus abrumadoras enseñanzas, sino por lo bien escrito que está. Libro de gran valor filosófico y moral, muestra “sin ambages” cómo se enfrentaron ciertas realidades. Es curioso cómo tanta gente repite su emblemática frase sin tener claro el espíritu que se acuña en ella, pero eso será tema para otro trabajo. Lo cierto es que se trata de una genialidad que aborda, entre otras cosas, cómo el apegarse al sistema de valores sirve de protección frente a los cambios inseparables a las dinámicas históricas de los pueblos.
Recuerdo que la conversación tornó un giro polémico, y mi padre, con habilidad, contó la historia de “el pececito”, logrando sosegar las bravuras. Cuando las ocupaciones me embargan, vale la pena volver a esta anécdota de mesa para recrear un tiempo que ya no existe, pero que dejó sembrada la implacable costumbre de comer siempre en familia y de intercambiar las más variadas historias entre quienes nos profesamos amor.
Este es el asunto:
“Era un pez cebra y vivía en un frasco de mayonesa de los grandes. Nos lo había regalado un tío y durante doce años no le cambiamos el agua del envase en donde vivía. Se veía saludable y jamás le aplicamos ningún fungicida o antibacteriano de esos que se suelen echar a las peceras. Los restos de comida se pegaban en los bordes del frasco y nunca presentó enfermedad alguna. A pesar de que la comida se empichaba y los hongos proliferaban, el pez daba muestras de una salud resplandeciente. Solía nadar con una placidez y calma que invitaba a que lo observásemos durante horas. Conforme iban pasando los días, el agua se iba evaporando y cuando a uno de los miembros de la familia nos parecía que ya se estaba reduciendo mucho su territorio acuífero, solíamos echarle una olla de agua que se mezclaba con la que ya tenía el frasco y el pez se veía contento mientras hacía acrobacias en su hogar. La ‘pecera’ se iba poniendo verde según pasaba el tiempo y uno que otro caracol de vida fugaz solía limpiar el vidrio hasta volverlo a poner transparente. ¡¡Cómo nos encantaba ese pececito!!
En esos doce años nos fuimos de vacaciones durante más de un mes en varias oportunidades y le echábamos el equivalente a la comida que necesitaba durante nuestra ausencia. Cuando regresábamos solíamos impresionarnos de cómo había aumentado de peso y lo vivo que se volvían los colores de su cuerpo. De verdad que era agradable el pez y cada uno de nosotros lo fue llamando conforme le pareciera el nombre adecuado para el pececito. Es así como mi hermano lo llamaba Eugenio, mi hermana le decía Flipper, mi padre le llamaba ‘la trucha’ y mamá le decía ‘el pececito’. Yo solía llamarlo ‘Lacan’... por aquello de ‘la importancia del silencio’.
Cuando alguna visita llegaba a casa, solía preguntarnos por los familiares y amigos cercanos y siempre preguntaban por el pececito, tan importante y conocido era. Un amigo biólogo marino se interesó en él y quería hacerle estudios o qué sé yo. La voluntad de mi padre se hizo sentir: ‘Prohibido meterse con la trucha’.
Todo iba bien con nuestro pez hasta que ocurrió lo inevitable. No me acuerdo quién fue, pero a alguno de nosotros se le ocurrió que sería prudente lavarle el frasco con el argumento de que ‘la pecera estaba sucia’. Fue cuestión de segundos. Una vez que se le lavó el frasco, al momento de introducirlo en el agua, el pez dio un giro y quedó muerto de manera fulminante. Lo sentimos.”
A veces, cuando a alguno de los miembros de mi familia se le meten la cabeza la idea de provocar un cambio en su manera de conducirse, suele escucharse el grito familiar de: ¡¡Acuérdate de lo que le pasó al pececito!! Cosas que uno aprende, pues.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano.
alirioperezlopresti@gmail.com
@perezlopresti
En una ocasión, comentando en un almuerzo el libro del excelso escritor siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957) titulado El gatopardo, surgió un debate (tertulia) acerca de las características de los cambios propios a las dinámicas sociales y los mecanismos adaptativos que nos permiten enfrentarlos. En el libro El gatopardo, el tema de los valores es asumido de manera aguda, tanto desde la ética como desde la cotidianidad (praxis). Estudiar este texto de Lampedusa siempre es pertinente, no solo por sus abrumadoras enseñanzas, sino por lo bien escrito que está. Libro de gran valor filosófico y moral, muestra “sin ambages” cómo se enfrentaron ciertas realidades. Es curioso cómo tanta gente repite su emblemática frase sin tener claro el espíritu que se acuña en ella, pero eso será tema para otro trabajo. Lo cierto es que se trata de una genialidad que aborda, entre otras cosas, cómo el apegarse al sistema de valores sirve de protección frente a los cambios inseparables a las dinámicas históricas de los pueblos.
Recuerdo que la conversación tornó un giro polémico, y mi padre, con habilidad, contó la historia de “el pececito”, logrando sosegar las bravuras. Cuando las ocupaciones me embargan, vale la pena volver a esta anécdota de mesa para recrear un tiempo que ya no existe, pero que dejó sembrada la implacable costumbre de comer siempre en familia y de intercambiar las más variadas historias entre quienes nos profesamos amor.
Este es el asunto:
“Era un pez cebra y vivía en un frasco de mayonesa de los grandes. Nos lo había regalado un tío y durante doce años no le cambiamos el agua del envase en donde vivía. Se veía saludable y jamás le aplicamos ningún fungicida o antibacteriano de esos que se suelen echar a las peceras. Los restos de comida se pegaban en los bordes del frasco y nunca presentó enfermedad alguna. A pesar de que la comida se empichaba y los hongos proliferaban, el pez daba muestras de una salud resplandeciente. Solía nadar con una placidez y calma que invitaba a que lo observásemos durante horas. Conforme iban pasando los días, el agua se iba evaporando y cuando a uno de los miembros de la familia nos parecía que ya se estaba reduciendo mucho su territorio acuífero, solíamos echarle una olla de agua que se mezclaba con la que ya tenía el frasco y el pez se veía contento mientras hacía acrobacias en su hogar. La ‘pecera’ se iba poniendo verde según pasaba el tiempo y uno que otro caracol de vida fugaz solía limpiar el vidrio hasta volverlo a poner transparente. ¡¡Cómo nos encantaba ese pececito!!
En esos doce años nos fuimos de vacaciones durante más de un mes en varias oportunidades y le echábamos el equivalente a la comida que necesitaba durante nuestra ausencia. Cuando regresábamos solíamos impresionarnos de cómo había aumentado de peso y lo vivo que se volvían los colores de su cuerpo. De verdad que era agradable el pez y cada uno de nosotros lo fue llamando conforme le pareciera el nombre adecuado para el pececito. Es así como mi hermano lo llamaba Eugenio, mi hermana le decía Flipper, mi padre le llamaba ‘la trucha’ y mamá le decía ‘el pececito’. Yo solía llamarlo ‘Lacan’... por aquello de ‘la importancia del silencio’.
Cuando alguna visita llegaba a casa, solía preguntarnos por los familiares y amigos cercanos y siempre preguntaban por el pececito, tan importante y conocido era. Un amigo biólogo marino se interesó en él y quería hacerle estudios o qué sé yo. La voluntad de mi padre se hizo sentir: ‘Prohibido meterse con la trucha’.
Todo iba bien con nuestro pez hasta que ocurrió lo inevitable. No me acuerdo quién fue, pero a alguno de nosotros se le ocurrió que sería prudente lavarle el frasco con el argumento de que ‘la pecera estaba sucia’. Fue cuestión de segundos. Una vez que se le lavó el frasco, al momento de introducirlo en el agua, el pez dio un giro y quedó muerto de manera fulminante. Lo sentimos.”
A veces, cuando a alguno de los miembros de mi familia se le meten la cabeza la idea de provocar un cambio en su manera de conducirse, suele escucharse el grito familiar de: ¡¡Acuérdate de lo que le pasó al pececito!! Cosas que uno aprende, pues.
Filósofo, psiquiatra y escritor venezolano.
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