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Encuentro con Márai

Nada escapa a la mirada inquisidora de Márai, a su agudeza e incisión intelectual, a la mirada desengañada frente a una vida que le había dado todo, pero que también lo dejara con las manos vacías

  • RICARDO GIL OTAIZA

11/06/2023 05:03 am

Cuando los libros de Sándor Márai (1900-1989) cayeron en mis manos, fue una suerte de renacimiento literario, algo así como un empinarme por encima de la realidad para otear otra dimensión: una nueva manera de ver y de entender el mundo, habituado como estaba a leer a los autores del canon occidental y poco a los del denominado Bloque del Este, o países comunistas. De hecho Márai, quien nació en Kassa, un poblado húngaro (hoy parte de Eslovaquia), huyó de la opresión soviética en 1948 y emigró a los Estados Unidos. Como se ha de suponer, era para el pérfido Bloque un escritor maldito y sus libros a partir de entonces fueron prohibidos en Hungría y su nombre fue echado al olvido, siendo como era: uno de los principales y más queridos autores de la Europa Central.

De hecho, el grueso de la magnífica obra de Márai (sobre todo en novela), que llegó a nosotros bastante tarde (a finales del siglo pasado y lo que va del XXI) gracias a los esfuerzos de la editorial Salamandra de España, data de aquellos ominosos tiempos de guerra y ocupación, y en algunos de estos libros se pueden captar, en su clara esencia y gruesa devastación, el dolor personal y social, el miedo, el abrupto quiebre de toda una época de esplendor burgués que él vivió y que también sufrió con extrema dureza (es más: con inquina), al ver cómo su mundo se derrumbaba sin posibilidad alguna de redención. De más está decir que él y los suyos, así como sus amigos y conocidos, lo perdieron absolutamente todo: obra, bienes, primacía, respetabilidad social, derechos ciudadanos, libertad, y muchos de ellos la propia vida.

No obstante, no es la obra de Márai un espejo del odio o del resentimiento, o un pase de factura crudo y ciego, yo diría más bien que es realista en grado sumo, y a pesar de lo vivido le canta en ella al amor, a los valores familiares, a la tradición de su país y a la amistad. Como si fuera una nítida proyección cinematográfica, en las páginas de este gran autor podemos atisbar la belleza en la descripción de un mundo que muy pronto desaparecerá, para dar paso a la oscuridad y a la pérdida de los referentes epocales. Por supuesto, en sus páginas se narra la guerra, la entrada de los ejércitos de ocupación, la destrucción que trae consigo la ideología y las ansias del poder por el poder mismo, pero siempre hay en ellas un hálito de esperanza, tenues rayos de luz, vasos comunicantes con aquello que anida en la esencia de lo humano: la fe en un mundo mejor.

De entrada leí El último encuentro (2009) y quedé deslumbrado: su maestría va más allá de los aciertos del estilo y lenguaje, que son muchos (a pesar de ser traducción), y se interna en el espíritu de la cosas, en aquello que le otorga a la historia una plenitud que solo puede ser captada cuando nos entregamos sin reservas a la magia de la palabra escrita. Dos viejos amigos se encuentran al final de sus vidas y desanudan los hilos de una velada rivalidad por el amor de la misma mujer, y se genera tal tensión en la trama, pero a la vez tanto encanto, que terminamos subyugados por una conversación que es más un juego de ironía y de inteligencia, que el ajuste de cuentas entre dos seres que saben que jamás volverán a verse, y que a partir de entonces clausurarán el leitmotiv de sus vidas: saber los porqués de la vieja historia común, sanar las heridas; restañar o hacer trizas los sentimientos y las pasiones. La novela es, qué duda cabe, una obra maestra.

Leí luego: ¡Tierra, Tierra! (2006), Confesiones de un burgués (2008), La amante de Bolzano (2009), Liberación (2012), La herencia de Eszter (2010) y La Gaviota (2012). Ay, amigos, por fin cayó en mis manos Diarios 1984-1989 (2008) y fue casi una experiencia mística, que me marcó como lector, que tocó en mí fibras muy íntimas, porque pude sentir y palpar las ansias del autor, su decadencia física en medio de una lucidez rayana en iluminación, el temor frente a la enfermedad de su esposa y el profundo dolor por su partida, la paulatina disolución de sus referentes personales, la decepción y la abulia que poco a poco se van apoderando de su voluntad, la tensión creciente frente a lo que ya conocemos que sucederá muy pronto, así como las pistas que el autor va dejando para que no nos tome por sorpresa esa trágica decisión; la ironía y el sarcasmo como vías de escape frente a la creciente desesperación.

Los Diarios fueron escritos a máquina y sus entradas son precisas y puntuales, aunque a veces se solacen en algún recuerdo, en una que otra descripción de un suceso local o mundial, en el detalle de algo doméstico, o en el análisis erudito de un hecho lindante con la filosofía y el arte. Nada escapa a la mirada inquisidora de Márai, a su agudeza e incisión intelectual, a la mirada desengañada frente a una vida que le había dado todo, pero que también lo dejara con las manos vacías y con el corazón y el espíritu agónicos, hechos pedazos, esperando con ansias el llamado a filas, el cese de su horror personal. Si bien declara en alguna de sus páginas que ama la vida, ese amor se mece también en la oscuridad, y ésta termina por apoderarse de la razón. El 21 de febrero de 1989 se suicida en San Diego de un disparo en la cabeza, sin que se entere de la que pudo ser la noticia más importante de su longeva existencia: la caída del muro de Berlín y el cese del pérfido comunismo que lo aventara al exilio.

rigilo99@gmail.com
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