Una invitación a leer y a releer
Déjenme decirles que no hay mayor placer que el volver a una obra que nos gustó en tiempos anteriores y que hoy releemos con otros ojos: los de la madurez personal e intelectual, los de la cultura alcanzada con el devenir...
A propósito de mi artículo del domingo pasado (La invención de Auster) un buen colega y amigo me dijo: “Los comentarios sobre las novelas de Auster es una clara invitación a leer sus novelas (sic), pero es muy difícil hacerlo en un país donde ya no existen librerías.” Y mi respuesta fue: “Es cierto lo que dices, pero también es una invitación a quienes tienen sus obras a que regresen a ellas, a que las redescubran, a que no dejen languidecer los libros en las bibliotecas sino que los vuelvan a trajinar, y si no lo han hecho, pues ha llegado el momento de hacerlo.”
Por supuesto, no le aclaré al amigo, que gracias al milagro de las TICS el impacto de las columnas no se queda en el mero contexto de la nación desde donde se emiten, sino que llega a otros confines, lo que no le resta significado a la escritura de reseñas literarias desde un país completamente anómalo, en el que de la noche a la mañana (menos de dos décadas) cambió de manera abrupta la realidad social, para hacerse sufriente en grado superlativo.
Además, no puedo olvidarme tampoco de los libros en formato electrónico, que circulan libremente por las redes, aunque violentando los derechos de autor.
Traigo a colación el inciso del colega, porque mi empeño no está puesto ahora en leer novedades (no puedo hacerlo por las razones ya esbozadas que me impiden acceder a ellas en formato impreso, que es como me gusta leer), sino a volver a aquellos autores y sus obras que han marcado una huella profunda en el contexto literario de América Latina, de Europa, e incluso, de otras orillas (los Estados Unidos, por ejemplo), y también a los clásicos antiguos y contemporáneos. Y la respuesta ha sido muy interesante, porque si bien es cierto que muchos lectores se conforman con enviarme pictogramas (emojis básicamente), con los que desean expresarme aquiescencia y que están en cuenta de lo enviado, pero que no necesariamente me leen, otros (y no pocos) se dan a la tarea de escribirme largos mensajes por WhatsApp o en el correo electrónico, en los que me expresan muchas cuestiones, pero fundamentalmente su agradecimiento por el texto y su férrea disposición a descubrir al autor para ellos desconocido, a redescubrir a uno ya leído en épocas anteriores, o a leer el libro reseñado que está en su estantería y que jamás ha leído por múltiples circunstancias personales.
Déjenme decirles que no hay mayor placer que el volver a una obra que nos gustó en tiempos anteriores y que hoy releemos con otros ojos: los de la madurez personal e intelectual, los de la cultura alcanzada con el devenir, los del lector desprevenido que ha olvidado argumentos, personajes y contextos, y que hoy redescubre con inusitado gozo. Claro, debo serles franco, y ya lo he dicho en esta columna, no he vuelto a muchas obras disfrutadas en mi juventud por miedo a que se me quiebre el encanto que siento por ellas, a no volver a sentir lo mismo, a percatarme de que estaba engañado y que hoy esa obra ya nada me dice y nada mueve en mi interior, y eso es tremendo amigos, realmente duro y triste, porque se rompe con él parte de mi propia historia personal.
El placer de releer no siempre corre los riesgos arriba señalados. Menos mal. He vuelto a muchas obras leídas en mi prehistoria y con cada lectura he reiterado mi admiración por el libro y mi deseo de volver a él en el futuro. Por otro lado, según algunos estudiosos del tema, cada relectura es sencillamente una lectura (a secas, sin el prefijo), y en esto hay toda una interesante discusión que cae en el terreno de lo filosófico, porque la nueva experiencia trae consigo inusitados hallazgos y emociones y muchas veces la vivencia es tan inédita e inesperada, y deja en nosotros nuevos elementos de análisis y reflexión, que es como si fuera la primera vez que nos acercáramos al libro. Aquí hay que señalar también otro interesante aspecto, y es el referido a que no se considera relectura, en el sentido fáctico del vocablo (aunque sí en el lingüístico), cuando volvemos a un libro y reconocemos desconcertados que absolutamente nada de lo contado en él lo recordábamos, y sentimos que esos caminos no los habíamos transitado jamás.
Tener los libros en el anaquel y no fatigarlos, es poseer un incalculable tesoro de manera inoficiosa y absurda, porque por ósmosis, o con sólo acariciarlos en el lomo, no vamos a recibir lo que cada libro tiene para darnos. Y esas respuestas entusiastas de muchos de mis lectores me dejan una enorme satisfacción, porque me los imagino yendo a sus estantes, mirando aquí y allá, hurgando en sus intersticios, quitándoles el polvo a los ejemplares, leyendo sus solapas, sacando a parte el ejemplar buscado para proceder a leerlo. En este preciso instante, cuando escribo este párrafo, recibo un mensajito por WhatsApp de una querida colega escritora que me dice: “No he leído nada de Auster. Se me abrió el apetito por ese autor.”
Guao, amigos, no hay mayor premio a este esfuerzo dominical que poder servir de vaso comunicante entre los lectores, los autores y sus obras, y que la cultura fluya como un manantial en medio de la aridez que nos rodea, que se abran boquetes de esperanza entre tanta mediocridad y apatía que se han apoderado de nuestro tejido social; particularmente de nuestros muchachos. Que ellos vean que el mundo es más grande y mejor que el que sufren a diario.
rigilo99@gmail.com
Por supuesto, no le aclaré al amigo, que gracias al milagro de las TICS el impacto de las columnas no se queda en el mero contexto de la nación desde donde se emiten, sino que llega a otros confines, lo que no le resta significado a la escritura de reseñas literarias desde un país completamente anómalo, en el que de la noche a la mañana (menos de dos décadas) cambió de manera abrupta la realidad social, para hacerse sufriente en grado superlativo.
Además, no puedo olvidarme tampoco de los libros en formato electrónico, que circulan libremente por las redes, aunque violentando los derechos de autor.
Traigo a colación el inciso del colega, porque mi empeño no está puesto ahora en leer novedades (no puedo hacerlo por las razones ya esbozadas que me impiden acceder a ellas en formato impreso, que es como me gusta leer), sino a volver a aquellos autores y sus obras que han marcado una huella profunda en el contexto literario de América Latina, de Europa, e incluso, de otras orillas (los Estados Unidos, por ejemplo), y también a los clásicos antiguos y contemporáneos. Y la respuesta ha sido muy interesante, porque si bien es cierto que muchos lectores se conforman con enviarme pictogramas (emojis básicamente), con los que desean expresarme aquiescencia y que están en cuenta de lo enviado, pero que no necesariamente me leen, otros (y no pocos) se dan a la tarea de escribirme largos mensajes por WhatsApp o en el correo electrónico, en los que me expresan muchas cuestiones, pero fundamentalmente su agradecimiento por el texto y su férrea disposición a descubrir al autor para ellos desconocido, a redescubrir a uno ya leído en épocas anteriores, o a leer el libro reseñado que está en su estantería y que jamás ha leído por múltiples circunstancias personales.
Déjenme decirles que no hay mayor placer que el volver a una obra que nos gustó en tiempos anteriores y que hoy releemos con otros ojos: los de la madurez personal e intelectual, los de la cultura alcanzada con el devenir, los del lector desprevenido que ha olvidado argumentos, personajes y contextos, y que hoy redescubre con inusitado gozo. Claro, debo serles franco, y ya lo he dicho en esta columna, no he vuelto a muchas obras disfrutadas en mi juventud por miedo a que se me quiebre el encanto que siento por ellas, a no volver a sentir lo mismo, a percatarme de que estaba engañado y que hoy esa obra ya nada me dice y nada mueve en mi interior, y eso es tremendo amigos, realmente duro y triste, porque se rompe con él parte de mi propia historia personal.
El placer de releer no siempre corre los riesgos arriba señalados. Menos mal. He vuelto a muchas obras leídas en mi prehistoria y con cada lectura he reiterado mi admiración por el libro y mi deseo de volver a él en el futuro. Por otro lado, según algunos estudiosos del tema, cada relectura es sencillamente una lectura (a secas, sin el prefijo), y en esto hay toda una interesante discusión que cae en el terreno de lo filosófico, porque la nueva experiencia trae consigo inusitados hallazgos y emociones y muchas veces la vivencia es tan inédita e inesperada, y deja en nosotros nuevos elementos de análisis y reflexión, que es como si fuera la primera vez que nos acercáramos al libro. Aquí hay que señalar también otro interesante aspecto, y es el referido a que no se considera relectura, en el sentido fáctico del vocablo (aunque sí en el lingüístico), cuando volvemos a un libro y reconocemos desconcertados que absolutamente nada de lo contado en él lo recordábamos, y sentimos que esos caminos no los habíamos transitado jamás.
Tener los libros en el anaquel y no fatigarlos, es poseer un incalculable tesoro de manera inoficiosa y absurda, porque por ósmosis, o con sólo acariciarlos en el lomo, no vamos a recibir lo que cada libro tiene para darnos. Y esas respuestas entusiastas de muchos de mis lectores me dejan una enorme satisfacción, porque me los imagino yendo a sus estantes, mirando aquí y allá, hurgando en sus intersticios, quitándoles el polvo a los ejemplares, leyendo sus solapas, sacando a parte el ejemplar buscado para proceder a leerlo. En este preciso instante, cuando escribo este párrafo, recibo un mensajito por WhatsApp de una querida colega escritora que me dice: “No he leído nada de Auster. Se me abrió el apetito por ese autor.”
Guao, amigos, no hay mayor premio a este esfuerzo dominical que poder servir de vaso comunicante entre los lectores, los autores y sus obras, y que la cultura fluya como un manantial en medio de la aridez que nos rodea, que se abran boquetes de esperanza entre tanta mediocridad y apatía que se han apoderado de nuestro tejido social; particularmente de nuestros muchachos. Que ellos vean que el mundo es más grande y mejor que el que sufren a diario.
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