La invención de Auster
Sus libros cayeron en mis manos sin orden ni concierto, unos de años anteriores y otros del momento, pero fui armando en mi mente una sólida percepción de sus novelas y diarios, lo que trajo como resultado una visión aproximada de su propuesta
A comienzos de este siglo conocí a un espléndido narrador nacido en Nueva Jersey (1947), y desde entonces me hice adicto a su prosa. Se trata del gran Paul Auster, autor de una obra portentosa: dura, conmovedora, realista y al mismo tiempo imaginativa, y es precisamente esa conjunción entre su vida interior y lo meramente literario, lo que hace de ella un artefacto perfecto, que mueve hilos profundos, que toca muy de cerca el alma humana y nos lleva a inusitados territorios del Ser.
Sus libros cayeron en mis manos sin orden ni concierto, unos de años anteriores y otros del momento, pero fui armando en mi mente una sólida percepción de sus novelas y diarios, lo que trajo como resultado una visión aproximada de su propuesta, y una admiración que no fue empañada por los altos y bajos que solemos presentar quienes trajinamos las letras, y que nos llevan a “traicionar” muchas veces nuestras propias convicciones literarias, con el fin de alcanzar los objetivos librescos.
El primer libro que cayó en mis manos fue La noche del oráculo (2004), y créanme que quedé de una pieza por la perfección de la estructura novelesca, y ni se diga de la prosa, que si bien es traducida, no deja resquicio para la duda: tenía frente a mis ojos la obra de un enorme escritor. Me gustó su manejo del diálogo, su forma descarnada de asumir la historia y los personajes, la facilidad con la que se movía en el escenario de historias complejas, una inserta dentro de la otra, en las que puede observarse con claridad la maestría de un autor que no deja huellas aparentes en la mixtura realidad-ficción, y lo hace con tanta osadía y atrevimiento, que podría afirmar sin temor a equivocarme que la obra, más que una novela tal y como solemos entender su noción, es un precioso objeto literario milimétricamente fabricado con finas argucias, y con los latigazos propios de una historia profundamente sensorial y humana.
Pronto me topé con El libro de las ilusiones (2003), cuya entusiasta lectura acrecentó en mí la certeza que ya tenía desde el primero: Auster es un autor mayor. Se mueve el novelista en este libro en los pedregosos territorios de la locura, la memoria, la obsesión freudiana, las dicotomías muerte-inmortalidad, culpa-inocencia, y sin dificultad estilística nos lleva hacia las profundidades de una historia densa, a veces oscura y despiadada, en la que la ilusión, la puesta en escena y la máscara no son meros recursos técnicos, sino ejes alrededor de los cuales se articula una narración fuera de serie, rompedora de esquemas, obstinadamente real y a la vez literaria.
Salté, sin red, a Brooklyn Follies (2006) y hallé una narración intrépida, en la que las coincidencias, la incertidumbre y la tensión hacen de este libro un capítulo muy especial en la narrativa austeriana y, paradójicamente, algo muy propio de su búsqueda literaria, en la que la figura del padre, los bares y la vida citadina son los ejes que conjuntan y amalgaman, amén de que los hallamos en muchos de sus libros: logran crear una atmósfera muy particular que atrapa al lector y lo lleva por oscuros territorios: sin que ello signifique la pérdida de la identidad o de la luz en el camino; todo lo contrario: iluminan y se hacen fuente de gozo y de reflexión desde lo ontológico.
Ay amigos, cayó en mis manos La invención de la soledad (2012), y el mazazo no se hizo esperar: creo no equivocarme al afirmar acá, que se trata de una obra maestra; uno de los mejores libros de su extensa producción libresca. La muerte de su padre lleva al autor por un camino sin retorno: el de la memoria y el de la nostalgia, el de la revisión de su vida y de su largo trajinar, el de las culpas y el de las palabras no dichas pero sentidas, aunque guardadas muy dentro, y se explaya Auster en un hondo ejercicio autobiográfico, en el que revisa su mundo y lo cuestiona; en el que se revisa a sí mismo y hace un mea culpa en el que halla los referentes para explicarse la existencia y fortalecerse en lo interior para seguir y no desmayar. Así comienza el libro, y los invito a que saquen sus propias conclusiones: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte.”
Y como en cascada me llegan: El Palacio de la luna (2011), La música del azar (2012), Un hombre en la oscuridad (2008) y dos librazos electrizantes: Informe del interior (2013) y Diario de invierno (2012), ambos autobiográficos e íntimos, en los que Auster se desnuda, en los que se muestra sin los atavismos propios de lo púdico y familiar. Con respecto al Informe destaco un artificio no usual en el narrador y en el contexto literario: pone distancia con su propio personaje y lo narra desde la segunda persona del singular, como quien observa la película de su vida y la cuenta desde afuera, pero sin que se pierda la conexión interior; sin dejar de ser “él mismo”; de allí su enorme atractivo, así como su ya enunciada maestría narrativa. El Diario es una verdadera joya en su género: denso y conmovedor, íntimo e inquietante, figurativo y a la vez preciso y certero, que nos lleva con elegancia por su interioridad, y sin perder el contacto con el mundo de relaciones
rigilo99@gmail.com
Sus libros cayeron en mis manos sin orden ni concierto, unos de años anteriores y otros del momento, pero fui armando en mi mente una sólida percepción de sus novelas y diarios, lo que trajo como resultado una visión aproximada de su propuesta, y una admiración que no fue empañada por los altos y bajos que solemos presentar quienes trajinamos las letras, y que nos llevan a “traicionar” muchas veces nuestras propias convicciones literarias, con el fin de alcanzar los objetivos librescos.
El primer libro que cayó en mis manos fue La noche del oráculo (2004), y créanme que quedé de una pieza por la perfección de la estructura novelesca, y ni se diga de la prosa, que si bien es traducida, no deja resquicio para la duda: tenía frente a mis ojos la obra de un enorme escritor. Me gustó su manejo del diálogo, su forma descarnada de asumir la historia y los personajes, la facilidad con la que se movía en el escenario de historias complejas, una inserta dentro de la otra, en las que puede observarse con claridad la maestría de un autor que no deja huellas aparentes en la mixtura realidad-ficción, y lo hace con tanta osadía y atrevimiento, que podría afirmar sin temor a equivocarme que la obra, más que una novela tal y como solemos entender su noción, es un precioso objeto literario milimétricamente fabricado con finas argucias, y con los latigazos propios de una historia profundamente sensorial y humana.
Pronto me topé con El libro de las ilusiones (2003), cuya entusiasta lectura acrecentó en mí la certeza que ya tenía desde el primero: Auster es un autor mayor. Se mueve el novelista en este libro en los pedregosos territorios de la locura, la memoria, la obsesión freudiana, las dicotomías muerte-inmortalidad, culpa-inocencia, y sin dificultad estilística nos lleva hacia las profundidades de una historia densa, a veces oscura y despiadada, en la que la ilusión, la puesta en escena y la máscara no son meros recursos técnicos, sino ejes alrededor de los cuales se articula una narración fuera de serie, rompedora de esquemas, obstinadamente real y a la vez literaria.
Salté, sin red, a Brooklyn Follies (2006) y hallé una narración intrépida, en la que las coincidencias, la incertidumbre y la tensión hacen de este libro un capítulo muy especial en la narrativa austeriana y, paradójicamente, algo muy propio de su búsqueda literaria, en la que la figura del padre, los bares y la vida citadina son los ejes que conjuntan y amalgaman, amén de que los hallamos en muchos de sus libros: logran crear una atmósfera muy particular que atrapa al lector y lo lleva por oscuros territorios: sin que ello signifique la pérdida de la identidad o de la luz en el camino; todo lo contrario: iluminan y se hacen fuente de gozo y de reflexión desde lo ontológico.
Ay amigos, cayó en mis manos La invención de la soledad (2012), y el mazazo no se hizo esperar: creo no equivocarme al afirmar acá, que se trata de una obra maestra; uno de los mejores libros de su extensa producción libresca. La muerte de su padre lleva al autor por un camino sin retorno: el de la memoria y el de la nostalgia, el de la revisión de su vida y de su largo trajinar, el de las culpas y el de las palabras no dichas pero sentidas, aunque guardadas muy dentro, y se explaya Auster en un hondo ejercicio autobiográfico, en el que revisa su mundo y lo cuestiona; en el que se revisa a sí mismo y hace un mea culpa en el que halla los referentes para explicarse la existencia y fortalecerse en lo interior para seguir y no desmayar. Así comienza el libro, y los invito a que saquen sus propias conclusiones: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo, sin ninguna enfermedad previa. Todo es como era, como será siempre. Pasa un día y otro, ocupándose sólo de asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte.”
Y como en cascada me llegan: El Palacio de la luna (2011), La música del azar (2012), Un hombre en la oscuridad (2008) y dos librazos electrizantes: Informe del interior (2013) y Diario de invierno (2012), ambos autobiográficos e íntimos, en los que Auster se desnuda, en los que se muestra sin los atavismos propios de lo púdico y familiar. Con respecto al Informe destaco un artificio no usual en el narrador y en el contexto literario: pone distancia con su propio personaje y lo narra desde la segunda persona del singular, como quien observa la película de su vida y la cuenta desde afuera, pero sin que se pierda la conexión interior; sin dejar de ser “él mismo”; de allí su enorme atractivo, así como su ya enunciada maestría narrativa. El Diario es una verdadera joya en su género: denso y conmovedor, íntimo e inquietante, figurativo y a la vez preciso y certero, que nos lleva con elegancia por su interioridad, y sin perder el contacto con el mundo de relaciones
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