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El hombre de Azinhaga

Su figura y su obra fueron su pasaporte para los más disímiles contextos planetarios, su palabra era escuchada con un respeto contenido, por ser atrevida y sin cortapisas, irrumpía aquí y allá y no solía pasar por ningún tamiz de lo políticamente correcto

  • RICARDO GIL OTAIZA

07/05/2023 05:03 am

La década de los años 90 fue realmente fascinante, sobre todo en el ámbito de la literatura: años de verdaderos descubrimientos que me cambiaron y profundo, que hicieron de mí un poseso de algunos nombres y sus obras, que me llevaron a acrecentar mi biblioteca, a hacerme un amante de las letras, a quedar deslumbrado frente a unas propuestas que marcaron en mi vida un antes y un después, y tan profunda fue aquella huella, que aún hoy, muchos años después, y con la llegada de la madurez, sigo siendo fiel a aquellos autores, a pesar de los normales desencantos con los que nos topamos en el camino, o de descubrir, no sin asombro, que algunos de aquellos nombres no eran trigo limpio como cabría suponerse. Pero aprendí una lección que atesoro y me sirve de mucho: separo vida y obra de un autor, y si bien no me dejo obnubilar por la fama y los premios, ya que muchos de ellos responden a contubernios y arreglos “corporativos” entre los agentes y los otorgantes, tampoco me apartan de las obras las sobrevenidas ideologías de los autores, y las maneras de ser y de comportarse con sus amigos y en sus entornos, que dejan máculas en sus nombres y llevan a muchos a tomarles ojeriza, y apartar sus libros con un mohín de desagrado.

A finales de aquella década descubrí al hombre de Azinhaga, al descendiente de labriegos analfabetos, que llegaría, ya en su madurez, a alcanzar fama y un Nobel en 1998, me refiero a José Saramago (1922-2010): el controvertido autor que gustaba de romper con las normas gramaticales, que narraba como le venía en gana sin que ello se tradujera en experimentalismo o desperdicio; el autor de las discutibles opiniones políticas; el que le gustaba polemizar (aunque dijera que no) y no contento con eso quería cambiar un mundo que le parecía torcido desde sus raíces, y del que renegaba y despotricaba, pero al que se aferró hasta el último minuto de su existencia porque amaba la vida, la disfrutó como pocos, la llevó al extremo del trabajo y del goce como un binomio indisoluble, siempre de la mano (en la última y definitiva fase de la vida) de su amada Pilar del Río: esposa, traductora, albacea, agente y eje de su existencia.

Su figura y su obra fueron su pasaporte para los más disímiles contextos planetarios, su palabra era escuchada con un respeto contenido, por ser atrevida y sin cortapisas, irrumpía aquí y allá y no solía pasar por ningún tamiz de lo políticamente correcto, aquello que quería expresar con fuerza y a la vez con timidez: porque sí, era tímido y de vez en cuando tartamudeaba, eso le quedó de niño, pero lo superaba desde su lucidez y sentido del humor, que a veces no parecía tanto por la fuerza y la contundencia de sus palabras, lo que le ganó cientos de miles de adeptos y también de desafectos, hordas de fervientes lectores y de detractores, y todo ello lo traía sin cuidado, sabía que estaba de regreso de los caminos del mundo, que por mucho que pontificara desde la ética y la conciencia agnóstica, nada se arreglaría, y como un buen no-creyente exaltó en su obra la figura histórica y sacra de Jesús, pero no para repetir la historia canónica, sino para contarnos su propia versión de los hechos.

Llegué a Saramago desde su prosa, nadie me la recomendó, y en un momento impreciso cayeron en mis manos sus Cuadernos de Lanzarote (1993-1995) editados por Alfaguara en 1997, los hojeé y le dije al amigo de la librería “me los llevo”, no sé si fue olfato, o solo curiosidad, pero lo que sí recuerdo como si fuera ayer es que los leí con voracidad y ya no me pude desprender de su impronta, y de allí no tardé en dar el salto a su narrativa, coincidiendo todo aquello con una suerte de boom saramaguiano que buscaba proyectarlo al Nobel de Literatura, que no demoró mucho en alcanzar, y sin pausa fui leyendo sus novelas, todas rompedoras, qué duda cabe. Me estrené con El año de la muerte de Ricardo Reis (1997), un portento de libro, que sin vacilar un momento reseñé en la prensa regional y nacional: quedé impactado por la fuerza de su verbo y por la inteligente estructura de la obra; ya en el mundo de habla española el libro era aclamado y me uní a esas voces emocionadas que gritaban a los cuatro vientos, que habían hallado a uno de los grandes.

Pero el verdadero dardo envenenado me llegó al año siguiente: Ensayo sobre la ceguera: ¡un aluvión de emociones! El libro me vapuleó como le dio la gana, me llevó al llanto y al dolor, pero también a la esperanza, pocas veces me había sentido tan consustanciado con una historia y con sus personajes. Recuerdo aquella “ceguera blanca” de la que comienzan a ser presas los personajes, como en una suerte de epidemia, y todavía me estremezco. El narrador echa mano de todos los recursos a su alcance y nos agarra y no nos suelta hasta el final, es de esos libros que nos llevamos a los lugares más absurdos (incluyendo el baño) y la mente no la podemos apartar de la historia que leemos, y de pronto aquellos seres inermes y condenados a la soledad, se hacen parte de la familia, y su suerte es la de todos. La tensión de la novela es uno de sus mejores ganchos: un hecho lleva al otro de la mano y no podemos apartar la mirada de la página ni por un solo instante, y al final quedamos agónicos, exhaustos, rendidos ante la plenitud de un libro, que muchos coincidimos en afirmar que es una de sus grandes obras maestras.

rigilo99@gmail.com
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