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Breves literarias

Todos quienes hacemos literatura de manera profesional sabemos que en algunas etapas de nuestras vidas hemos escrito buenos textos y a veces no tan buenos, o por lo menos como era nuestra aspiración de entonces

  • RICARDO GIL OTAIZA

09/03/2023 05:02 am

La escritura de cuentos suele ser una permanente tentación, que nos empuja a estar frente a la página en blanco, a tejer palabras, a internarnos por diversos caminos, y pareciera una tarea fácil, y hasta trivial, pero no es así, a menos que lo que escribamos solo nos sirva como mero ejercicio literario o de pasatiempo, y digo esto porque en lo particular considero que escribir cuentos es algo complejo ya que el texto debe cerrarse en sí mismo, debe contener todo un mundo, ser autárquico, y hacerlo con pocas palabras requiere de nosotros un denodado esfuerzo porque como solía afirmar Augusto Monterroso, maestro del género, una palabra de más, o mal puesta, puede echar por la borda la tarea y empobrecer el texto, de allí que exija de nosotros concreción y, déjenme decirles también, un elevado grado de perfección, y esto nos aterra.

Ser cuentista no es cualquier cosa, y no lo digo por vanagloria o por ansias de importancia (quienes me conocen saben que no respondo a esos estándares personales, y que no critico en los otros, porque cada quien es dueño de sus emociones y de sus sueños), sino que la experiencia de tantos años escribiendo cuentos me ha llevado a tenerle cada día más respeto a ese noble género, tan menospreciado, vilipendiado, marginado, ignorado, ninguneado e invisibilizado por algunas editoriales y en general por el mundo de la “alta literatura”, que prefieren la novela (por razones que podría explicar con detalle en otra columna) y que miran por encima del hombro a las colecciones de cuentos y a sus hacedores, y lo que no captan esos “entes”, conocedores de lo humano y de lo divino, y a veces tan displicentes con los autores, es el elevado grado de elaboración que requiere un cuento, del denodado trabajo que implica narrar una pequeña historia (y que por más sencilla que parezca podría ser grande, en el sentido literal del vocablo) y que la misma toque en el lector una tecla, un nervio y una fibra que lo conmueva, que le diga mucho de su vida y de su realidad, que lo mueva a pensar, y si se quiere también, a reflexionar, a retomar su vida o a replantearse procesos.

Todos quienes hacemos literatura de manera profesional sabemos que en algunas etapas de nuestras vidas hemos escrito buenos textos y a veces no tan buenos, o por lo menos como era nuestra aspiración de entonces, y esto es clave para nuestro crecimiento como artistas, porque de ese espíritu autocrítico dependerá el que avancemos o no en un territorio tan impreciso como el literario, en el que la realidad y la ficción se dan la mano, hacen sinergia, en el que nada está hecho y mucho menos dicho, y que el éxito de un texto no radica solamente en su grado de perfección técnica, lo cual es una de nuestras metas, sino en que azuce en el lector muchos elementos de su mundo interior, y para ello se requiere de la conjunción de hilos invisibles que al reunirse y cruzarse articulen emociones y sentimientos, estética y gozo: todo un claroscuro de posibilidades e intangibles que valen como el oro.

No hay escritor en el mundo que jamás haya descartado algún texto, e incluso un libro, por considerarlo inacabado e imperfecto, y esta experiencia es dura de verdad, porque independientemente de lo alcanzado, requirió de nosotros esfuerzo, ansias y ramalazos de sueños, pero hacerlo es signo, no solo de exigencia personal y hasta de valentía, sino además de orgullo autoral, y lo digo porque no me canso de ver en YouTube una entrevista que le hicieron al gran escritor mexicano Juan Rulfo, padre de Pedro Páramo y de El Llano en llamas (y también de algunas otras obras, que no suelen contabilizarse en su carrera por motivos diversos), y en la misma el entrevistador le pregunta si es cierto que destruyó una primera novela sobre la Ciudad de México, escrita en 1940, y el autor responde que sí y que era bastante extensa, y en sus ojos no hay melancolía, y ni siquiera un asomo de tristeza, sino todo lo contrario: alegría, complicidad y si se quiere retadora altivez, y al consultarle la razón de su decisión, Rulfo no vacila ni un solo instante, y con una sonrisa responde: “era muy mala”, y ante la insistencia del entrevistador de si le seguía pareciendo mala, el autor lo reafirma con naturalidad, dando a entender que eso también es parte del oficio de la escritura.

Ni hablar del proceso de corrección de los textos, que es en particular lo que más disfruto (aunque para muchos es lo más tedioso del oficio), porque me lleva a una dimensión, si me apuran, fundante del proceso, en la que se definen muchas cuestiones de estilo y de fondo, porque corregir es aceptar que no eres infalible, que estás sujeto a olvidos y a errores de base, y que por serlos, pasan inadvertidos ante nuestros ojos en las primeras revisiones, y que solo al tomar distancia con lo escrito (enfriar el texto) y abrirnos sin reticencias y con honestidad a los ruidos que suelen salirnos al paso con una lectura detenida y en voz alta, tendremos como resultado la limpieza del texto.

Estaban Monterroso y Bryce Echenique en un evento literario y ambos tenían que hablar, y por los nervios el segundo afirmó que él escribía y casi no necesitaba corregir sus textos, cuando le tocó el turno a Monterroso dijo con sorna: a diferencia de mi amigo yo casi no escribo, sólo corrijo. El auditorio se vino abajo de la risa. Ni qué decirlo: estoy con Monterroso.

rigilo99@gmail.com
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