Escribir, para qué
La literatura es el encuentro de los caminos extraviados, es la posibilidad cierta de hacer de este mundo del tamaño de nuestros sueños, de salirle al paso a la guerra y a la infamia blandiendo los principios y los valores que la pueblan
Hay autores, entre ellos Augusto Monterroso, quienes afirman la insustancialidad de la literatura, y la hacen ver como mera diversión y entretenimiento, como una forma de hacerles pasar un buen rato a los amigos. Si bien cuestiones como éstas, tan controvertidas, podrían tratarse de bromas, y máxime viniendo de figuras como la del genial guatemalteco nacido en Tegucigalpa, no dejan de llamar la atención, y hasta la filosofía se ha internado en esos oscuros callejones, y ha sido objeto de sesudos análisis y hasta de tesis doctorales, de debates airados en eventos literarios, de ríos de tinta en la prensa y en revistas especializadas, de libros enteros dedicados al tema, de poemas y profundas exégesis, de hermenéutica académica, y paremos de contar.
En realidad la pregunta no deja de ser interesante, y se agiganta cuando vemos que la humanidad desde siempre ha echado mano de la literatura como una manera de recrear su pasado, su presente y de otear un hipotético futuro, y fue la oralidad la pionera de todo este asunto, cuando la gente iba por los pueblos y los caminos contando historias a quienes las quisieran escuchar, y esos narradores y esos escuchas se internaban por mundos de ensueños, hacían más hermosos y gratos sus días, volaban a ignotos destinos y en esas nubes de algodón atisbaban el ideal de la existencia, el gozo pleno, la manera más desenfrenada de huir de un mísero destino, de salir de las cárceles físicas y del alma, e incluso de salvar sus propias vidas.
Y no hay duda de que muchos hemos salvado nuestras vidas con la literatura, les hemos dado sentido, las enriquecimos hasta hacer de ellas multiplicidad y encanto, largos y plácidos recorridos, escenarios de importantes acontecimientos, ilusión y desatino, y la cuestión no se ha quedado allí, porque sería frugal y si se quiere una brizna de paja en el viento, pero la literatura va más allá, se interna en nosotros, pasa a formar parte de nuestra vida, se ahonda en los sentimientos y en las emociones, horada muy dentro para hacerse esencia, magma fundamental, pensamiento y acción, y todo esto no es mera trivialidad, ni un goce pasajero del que muy pronto nos olvidamos, nada de eso, muchos de los sucesos de las grandes obras universales forman parte ya de nuestra cotidianidad, y la nombran a cada instante y son referentes y vasos comunicantes, y la azuzan, la enriquecen, se hacen parte integral de ella. ¿Qué sería de nosotros sin el caballero de la triste figura, sin sus andanzas y locas aventuras, sin sus dislates y ensoñaciones, sin sus ilusorios amoríos y extravagancias, sin sus frases memorables y conmovedoras, sin su manera de enfrentar la existencia y de abrirse paso por el mundo a pesar de las grandes terribilidades que lo asolan?
La literatura es el encuentro de los caminos extraviados, es la posibilidad cierta de hacer de este mundo del tamaño de nuestros sueños, de salirle al paso a la guerra y a la infamia blandiendo los principios y los valores que la pueblan, es la égida del verdadero espíritu de lo humano, es la búsqueda permanente del sinsentido de las cosas y ver en él resquicios de épica, de hondura, de densidad y de gracia, es saber que, a pesar de estar poblada de fantasmas, y que esos hombres y esas mujeres y esas historias son producto de un artífice y de un demiurgo, nacen del alma que anida en todos, que nos mueve, que late en nuestro interior y se yergue como razón y como locura, y eso nos basta, y eso es muy grande y poderoso, y eso nos impele a seguir a pesar de las adversidades, a pesar del mal y de nosotros mismos, a pesar de ese otro lado que nos constituye y que se hace nuestra sombra, que obnubila los sentidos y plaga nuestro corazón de oscuros nubarrones y de hondas tristezas.
¿Qué sería de la vida sin la literatura? Sin más, un infierno, y entonces habría que inventarla, que aposentarla entre nosotros, porque no hay nada que pueda hacernos más sensibles y más humanos que aquello que nos recuerda a cada instante de lo que somos capaces de hacer y de conseguir, del amor que podemos sentir, de la plenitud que se anida en nosotros cuando le abrimos las puertas al corazón, cuando al ver los ojos de la otra persona nos vemos en ellos reflejados, cuando tomados de la mano recorremos nuestros propios caminos y lo hacemos con placer y alegría, y la literatura siempre estará presente para recordárnoslo, y sus páginas saltarán por los aires convertidas en verso y en prosa, en poesía y en relato, así como también en razón y en argumento, en disquisición y en análisis, y no conformes con ello requerimos imagen y representación, ver cómo se cuece la existencia sobre las tablas, y ver frente a nosotros a los actores de la vida, que somos nosotros mismos, pero metamorfoseados en otros, y todo es plenitud y completitud, todo es recreación, puesta en escena y fábula.
Y nada de la vida escapa a ellas, es más: están consustanciadas, se nutren, se realimentan, se conjugan para hacer de nosotros actores y espectadores a la vez, narradores y lectores, poetas y recitadores, y todo se entrecruza, se enriquece y se funde en una suerte de amalgama, que se erige en el caldo primigenio que nos dio origen, que nos lanzó hace milenios por los territorios del mundo, que nos hizo entender que estamos aquí para vivir y para ser vividos en la representación y en la fantasía literaria.
rigilo99@gmail.com
En realidad la pregunta no deja de ser interesante, y se agiganta cuando vemos que la humanidad desde siempre ha echado mano de la literatura como una manera de recrear su pasado, su presente y de otear un hipotético futuro, y fue la oralidad la pionera de todo este asunto, cuando la gente iba por los pueblos y los caminos contando historias a quienes las quisieran escuchar, y esos narradores y esos escuchas se internaban por mundos de ensueños, hacían más hermosos y gratos sus días, volaban a ignotos destinos y en esas nubes de algodón atisbaban el ideal de la existencia, el gozo pleno, la manera más desenfrenada de huir de un mísero destino, de salir de las cárceles físicas y del alma, e incluso de salvar sus propias vidas.
Y no hay duda de que muchos hemos salvado nuestras vidas con la literatura, les hemos dado sentido, las enriquecimos hasta hacer de ellas multiplicidad y encanto, largos y plácidos recorridos, escenarios de importantes acontecimientos, ilusión y desatino, y la cuestión no se ha quedado allí, porque sería frugal y si se quiere una brizna de paja en el viento, pero la literatura va más allá, se interna en nosotros, pasa a formar parte de nuestra vida, se ahonda en los sentimientos y en las emociones, horada muy dentro para hacerse esencia, magma fundamental, pensamiento y acción, y todo esto no es mera trivialidad, ni un goce pasajero del que muy pronto nos olvidamos, nada de eso, muchos de los sucesos de las grandes obras universales forman parte ya de nuestra cotidianidad, y la nombran a cada instante y son referentes y vasos comunicantes, y la azuzan, la enriquecen, se hacen parte integral de ella. ¿Qué sería de nosotros sin el caballero de la triste figura, sin sus andanzas y locas aventuras, sin sus dislates y ensoñaciones, sin sus ilusorios amoríos y extravagancias, sin sus frases memorables y conmovedoras, sin su manera de enfrentar la existencia y de abrirse paso por el mundo a pesar de las grandes terribilidades que lo asolan?
La literatura es el encuentro de los caminos extraviados, es la posibilidad cierta de hacer de este mundo del tamaño de nuestros sueños, de salirle al paso a la guerra y a la infamia blandiendo los principios y los valores que la pueblan, es la égida del verdadero espíritu de lo humano, es la búsqueda permanente del sinsentido de las cosas y ver en él resquicios de épica, de hondura, de densidad y de gracia, es saber que, a pesar de estar poblada de fantasmas, y que esos hombres y esas mujeres y esas historias son producto de un artífice y de un demiurgo, nacen del alma que anida en todos, que nos mueve, que late en nuestro interior y se yergue como razón y como locura, y eso nos basta, y eso es muy grande y poderoso, y eso nos impele a seguir a pesar de las adversidades, a pesar del mal y de nosotros mismos, a pesar de ese otro lado que nos constituye y que se hace nuestra sombra, que obnubila los sentidos y plaga nuestro corazón de oscuros nubarrones y de hondas tristezas.
¿Qué sería de la vida sin la literatura? Sin más, un infierno, y entonces habría que inventarla, que aposentarla entre nosotros, porque no hay nada que pueda hacernos más sensibles y más humanos que aquello que nos recuerda a cada instante de lo que somos capaces de hacer y de conseguir, del amor que podemos sentir, de la plenitud que se anida en nosotros cuando le abrimos las puertas al corazón, cuando al ver los ojos de la otra persona nos vemos en ellos reflejados, cuando tomados de la mano recorremos nuestros propios caminos y lo hacemos con placer y alegría, y la literatura siempre estará presente para recordárnoslo, y sus páginas saltarán por los aires convertidas en verso y en prosa, en poesía y en relato, así como también en razón y en argumento, en disquisición y en análisis, y no conformes con ello requerimos imagen y representación, ver cómo se cuece la existencia sobre las tablas, y ver frente a nosotros a los actores de la vida, que somos nosotros mismos, pero metamorfoseados en otros, y todo es plenitud y completitud, todo es recreación, puesta en escena y fábula.
Y nada de la vida escapa a ellas, es más: están consustanciadas, se nutren, se realimentan, se conjugan para hacer de nosotros actores y espectadores a la vez, narradores y lectores, poetas y recitadores, y todo se entrecruza, se enriquece y se funde en una suerte de amalgama, que se erige en el caldo primigenio que nos dio origen, que nos lanzó hace milenios por los territorios del mundo, que nos hizo entender que estamos aquí para vivir y para ser vividos en la representación y en la fantasía literaria.
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