Hombre solitario y otros relatos
Entiendo que el método científico busque normalizar y estandarizar a los fines académicos, pero el ámbito de la creación artística no responde de manera mecánica a sus recetas ni a sus improntas
A esta columna le da título mi tercer volumen de cuentos, editado por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes en el 2002. A suerte de inventario me percato de que he publicado cerca de cincuenta cuentos, lo cual no es algo del otro mundo, pero es ostensiblemente superior a lo que muchos autores, incluso clásicos, han entregado a la imprenta. Mi obra cuentística es diversa en extensión, en temática y también en estilos y escuelas. No sé si para bien o para mal, pero desde muy joven he sido reacio a estar sujeto a leyes y a normas impuestas por un canon sin rostro, que erigen no precisamente los creadores, sino “teóricos” entregados a la tarea de clasificar lo inclasificable. La obra literaria es personal, producto de nuestras propias posibilidades personales y estéticas. Entiendo que el método científico busque normalizar y estandarizar a los fines académicos, pero el ámbito de la creación artística no responde de manera mecánica a sus recetas ni a sus improntas, lo que necesariamente lleva a una suerte de autarquía que hace de la literatura (en particular) rara avis y objeto de inusitado interés desde distintas perspectivas.
Hombre solitario y otros relatos es un libro que cuenta también su propia historia. Lo componen nueve cuentos y una nouvelle: El francotirador; El cuervo; El suicida; El sonámbulo; La santa; El chamán; Entre el cielo y la tierra; El secuestro; La desaparición de un gentleman enamorado y Hombre solitario, que le da título al tomo. Ah, como dato conexo (no sé si necesario) es el volumen más extenso de mi obra cuentística (con la excepción hecha de los volúmenes: Cuentos antología personal y de Cuentos selectos, que son compilatorios). Apenas iniciado el nuevo siglo mi esposa comenzó a recibir cada mañana la llamada telefónica de una mujer sin rostro, quien presa de la más absoluta soledad, marcó un número cualquiera y por azares de la vida cayó el de nuestra casa. Recuerda mi esposa que se trataba de la voz de una mujer mayor, de trato agradable y cortés, quien no esperaba réplicas a sus peroratas sino que se contentaba con contarle a la desconocida fragmentos de su vida, cuestiones familiares y a veces triviales. No quedaban exentas en aquellas inesperadas llamadas temáticas de la realidad social, noticias en boga, temores, alegrías y desencantos propios del existir. Ni qué decir que las llamadas eran largas, interrumpidas a veces por inquietantes silencios y por sollozos, que mi esposa intentaba atemperar con breves frases a la espera de su interlocutora, quien retornaba a sus conversaciones como si nada, tal vez presentando excusas, pero siempre buscando desahogar todo lo que llevaba dentro. Así fueron pasando los días (quizás algunas semanas) y una buena mañana mi esposa tuvo que interrumpir por un instante el relato de la mujer para atender a nuestra hija menor, quien para entonces tenía un año y lloraba, y al regreso la mujer le dijo que la disculpara, que se daba cuenta de que estaba muy atareada. Mi esposa intentó matizar la situación diciéndole que no se preocupara, que ya había atendido a la niña y que siguiera hablando, pero sin mediar otra frase o excusa de su parte la mujer cortó y nunca más volvió a llamar.
Mi esposa y yo, sentimentales como somos (más yo, debo confesarlo), nos quedamos un tanto tristes, porque sabíamos de la imperiosa necesidad que tenía aquella mujer de comunicarse, de ser escuchada, de sentir que al otro lado de la línea había una persona atenta y dispuesta a entenderla y a acompañarla aunque fuera durante unos pocos minutos. A lo mejor la mujer pensó que mi esposa no tenía otro oficio que escucharla, y al percatarse de que se trataba de una persona ocupada, con hijos y trabajo, se avergonzó y no volvió a llamarla. La situación me marcó profundamente y quedó dando vueltas en mi cabeza, hasta que un día le dije a mi esposa que intentaría escribir un texto de todo aquello. Me preocupaba quedarme anclado con los personajes femeninos, ya que apenas dos años atrás había publicado Una línea indecisa, cuya protagonista central es la nonagenaria Elodia Carolina Pérez Bonalde, y decidí entonces metamorfosear a aquella mujer ávida de contacto humano, en un hombre solitario. En un principio pensé en un cuento corto, que resolvería en unas diez o doce cuartillas, pero el texto se fue extendiendo a su propio ritmo y alcanzó el tamaño de una pequeña novela, que con empeño podía ser publicada de manera independiente. Alguien me sugirió que extendiera la nouvelle hasta llevarla a novela, pero como autores sabemos cuándo una historia dice “hasta aquí y no más”, y extenderla representaría convertir a un texto grato en un Frankenstein. Finalmente opté por incluir el relato en un libro al que le agregaría más cuentos, y al cabo de un par de años tuve la obra finalizada y vio la luz de la imprenta en junio de 2002.
Como autor puedo expresar (sin caer en la tentación del infame autoelogio) que Hombre solitario y otros relatos guarda para mí un cariño muy especial. Cada una de las piezas que lo componen representa un auténtico reto para mi escritura. Hoy releo el libro para esta columna y siento que no le agregaría ni le quitaría una sola coma (aunque algunas estén mal puestas, jejeje). Es más, el cuento El francotirador pronto lo sacaré como video para mi canal de YouTube.
¡Feliz Año 2023!
rigilo99@gmail.com
Hombre solitario y otros relatos es un libro que cuenta también su propia historia. Lo componen nueve cuentos y una nouvelle: El francotirador; El cuervo; El suicida; El sonámbulo; La santa; El chamán; Entre el cielo y la tierra; El secuestro; La desaparición de un gentleman enamorado y Hombre solitario, que le da título al tomo. Ah, como dato conexo (no sé si necesario) es el volumen más extenso de mi obra cuentística (con la excepción hecha de los volúmenes: Cuentos antología personal y de Cuentos selectos, que son compilatorios). Apenas iniciado el nuevo siglo mi esposa comenzó a recibir cada mañana la llamada telefónica de una mujer sin rostro, quien presa de la más absoluta soledad, marcó un número cualquiera y por azares de la vida cayó el de nuestra casa. Recuerda mi esposa que se trataba de la voz de una mujer mayor, de trato agradable y cortés, quien no esperaba réplicas a sus peroratas sino que se contentaba con contarle a la desconocida fragmentos de su vida, cuestiones familiares y a veces triviales. No quedaban exentas en aquellas inesperadas llamadas temáticas de la realidad social, noticias en boga, temores, alegrías y desencantos propios del existir. Ni qué decir que las llamadas eran largas, interrumpidas a veces por inquietantes silencios y por sollozos, que mi esposa intentaba atemperar con breves frases a la espera de su interlocutora, quien retornaba a sus conversaciones como si nada, tal vez presentando excusas, pero siempre buscando desahogar todo lo que llevaba dentro. Así fueron pasando los días (quizás algunas semanas) y una buena mañana mi esposa tuvo que interrumpir por un instante el relato de la mujer para atender a nuestra hija menor, quien para entonces tenía un año y lloraba, y al regreso la mujer le dijo que la disculpara, que se daba cuenta de que estaba muy atareada. Mi esposa intentó matizar la situación diciéndole que no se preocupara, que ya había atendido a la niña y que siguiera hablando, pero sin mediar otra frase o excusa de su parte la mujer cortó y nunca más volvió a llamar.
Mi esposa y yo, sentimentales como somos (más yo, debo confesarlo), nos quedamos un tanto tristes, porque sabíamos de la imperiosa necesidad que tenía aquella mujer de comunicarse, de ser escuchada, de sentir que al otro lado de la línea había una persona atenta y dispuesta a entenderla y a acompañarla aunque fuera durante unos pocos minutos. A lo mejor la mujer pensó que mi esposa no tenía otro oficio que escucharla, y al percatarse de que se trataba de una persona ocupada, con hijos y trabajo, se avergonzó y no volvió a llamarla. La situación me marcó profundamente y quedó dando vueltas en mi cabeza, hasta que un día le dije a mi esposa que intentaría escribir un texto de todo aquello. Me preocupaba quedarme anclado con los personajes femeninos, ya que apenas dos años atrás había publicado Una línea indecisa, cuya protagonista central es la nonagenaria Elodia Carolina Pérez Bonalde, y decidí entonces metamorfosear a aquella mujer ávida de contacto humano, en un hombre solitario. En un principio pensé en un cuento corto, que resolvería en unas diez o doce cuartillas, pero el texto se fue extendiendo a su propio ritmo y alcanzó el tamaño de una pequeña novela, que con empeño podía ser publicada de manera independiente. Alguien me sugirió que extendiera la nouvelle hasta llevarla a novela, pero como autores sabemos cuándo una historia dice “hasta aquí y no más”, y extenderla representaría convertir a un texto grato en un Frankenstein. Finalmente opté por incluir el relato en un libro al que le agregaría más cuentos, y al cabo de un par de años tuve la obra finalizada y vio la luz de la imprenta en junio de 2002.
Como autor puedo expresar (sin caer en la tentación del infame autoelogio) que Hombre solitario y otros relatos guarda para mí un cariño muy especial. Cada una de las piezas que lo componen representa un auténtico reto para mi escritura. Hoy releo el libro para esta columna y siento que no le agregaría ni le quitaría una sola coma (aunque algunas estén mal puestas, jejeje). Es más, el cuento El francotirador pronto lo sacaré como video para mi canal de YouTube.
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