El otro lado de la pared
Escaldado por lo sucedido comencé a hacer respaldos por doquier y a comienzos del nuevo año terminé de escribir los dos cuentos que cierran el tomo, que la vida me obsequió sin más: como retribución a lo sufrido
Después de Paraíso olvidado, mi primer tomo de cuentos, publicado en 1996, dos años después entregué a los lectores un segundo libro de relatos que titulé igual que la presente columna, que agrupa 12 piezas de distinta extensión, algunas de los cuales tienen que ver con mi persona (autobiográficas), mientras que otras son mera ficción. Este volumen salió gracias al apoyo del Vicerrectorado Administrativo y de la Secretaría de la Universidad de Los Andes: institución que desde un comienzo ha apoyado mi carrera literaria y me ha proyectado en el ámbito nacional y también en el internacional. Al igual que en los dos libros anteriores, es decir, el de cuentos ya citado, así como en el de Espacio sin límite, mi primera novela y de la que hablaré el próximo domingo, el diseño incluye en la carátula un fragmento de la obra de Jheronimus van Aken (El Bosco). En el presente caso se trata de El Jardín de las Delicias.
Los doce cuentos no fueron escritos de golpe, como quien recibe de lo inasible una ráfaga de creatividad, sino que emergieron a su propio ritmo en tiempos distintos, azuzados por la realidad de la que nadie escapa, así como de la inventiva de quien esto narra. Sin embargo, no puedo negar que en cada uno de estos textos hay mucho de mí, y esto es así porque la literatura es, en esencia, autobiográfica, ya que toma ingredientes de la memoria, de nuestras experiencias, y los amalgamamos con todo aquello que nos circunda o que nos contaron, o que pudimos leer en otros autores y encendió la chispa (la musa) de la escritura. Estos son los doce cuentos: Obsesión (Primera versión de los hechos); En busca del eslabón perdido; El niño que seguía siendo; Ráfagas; Obsesión (Segunda versión de los hechos); Carta para un difunto; Celosía; El robo; La escalera; El despistado; El aparecido y Una flor robada.
Varios de los cuentos de este libro han sido incluidos en antologías, uno de ellos (El despistado) fue publicado íntegro en el suplemento literario Verbigracia de El Universal, y como lo he expresado en columnas anteriores, cada historia cuenta su propia historia. De Carta para un difunto expresó mi viejo amigo Teódulo López Meléndez (escritor, diplomático y columnista de este diario), que “es una pequeña obra maestra”. El cuento El niño que seguía siendo es un texto sencillo, pero que guarda en mi memoria un cariño muy especial: es producto de la única experiencia mística que he tenido en mi vida. Al regresar a la casa, y con la emoción a flor de piel por lo vivido aquel día, lo escribí esa misma noche de un tirón. Cuando expreso que es producto de una experiencia mística, me refiero a que fui objeto de una suerte de trance metafísico que me puso en contacto con un “algo” inasible, profundo y etéreo, que no podría explicar con las mejores palabras sin caer en el desvarío. Hasta recuerdo el libro que leía para entonces y que me tenía atrapado: Contravida (1995) de Augusto Roa Bastos (que compitió por el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos y perdió con un mal libro).
El cuento La escalera tiene una historia interesante, no solo porque contiene la frase que le da título al tomo, ni tampoco porque narra las travesuras sexuales de mi abuelo (que narro más o menos como acaecieron en la realidad, aunque con todo el agregado de lo literario que es mucho), sino porque este texto me causó un gran sufrimiento. Recuerdo haberlo finalizado la tarde de un 24 de diciembre. Satisfecho plenamente con lo alcanzado, guardo, y apago la computadora, con la esperanza de comenzar el proceso de corrección al día siguiente. La tarde del día de Navidad, ya descansado del trajín de la Nochebuena, me dispuse a revisar el cuento y corregirlo. Para mi sorpresa (y desgracia), el archivo no abrió, y no hubo manera de que lo hiciera. Cada vez que intentaba abrir el archivo la máquina me mostraba el endemoniado vocablo “Error”. Yo de confiado no había hecho un respaldo. Casi al borde de la desesperación llamé a un amigo que trabajaba en un periódico local y que era experto en computación, para que fuera a mi casa e hiciera todo lo posible por abrir el archivo. Efectivamente, fue, aunque no ese día, sino dos días después, se instaló frente al computador durante casi quince horas y ya muy tarde en la noche me llamó con cara de tragedia, y me dijo: “Ricardo, la máquina comprimió el archivo y no hay manera de expandirlo. Lo más que pude hacer fue rescatar unas cuantas palabras enrevesadas, que más parecen jeroglíficos. Lo siento, amigo, es imposible rescatar tu texto”.
Lloré en silencio, sin que nadie me viera, y me llené de amargura. Me resistía a aceptar que por torpeza había perdido un cuento que consideraba el más importante del tomo que tenía en preparación. Mi esposa, la buena de mi esposa me calmó y me estimuló para que lo escribiera de nuevo, pero cada vez que me disponía a hacerlo me llenaba de rencor y abortaba el proceso. Pasaron varias semanas para que mi ánimo me permitiera realizar lo que mi espíritu (mi Yo más profundo) me negaba. Pero lo escribí de nuevo, y siento que salió completamente distinto al original: no sé si mejor o peor, pero distinto, y más breve. Escaldado por lo sucedido comencé a hacer respaldos por doquier y a comienzos del nuevo año terminé de escribir los dos cuentos que cierran el tomo, que la vida me obsequió sin más: como retribución a lo sufrido.
rigilo99@gmail.com
Los doce cuentos no fueron escritos de golpe, como quien recibe de lo inasible una ráfaga de creatividad, sino que emergieron a su propio ritmo en tiempos distintos, azuzados por la realidad de la que nadie escapa, así como de la inventiva de quien esto narra. Sin embargo, no puedo negar que en cada uno de estos textos hay mucho de mí, y esto es así porque la literatura es, en esencia, autobiográfica, ya que toma ingredientes de la memoria, de nuestras experiencias, y los amalgamamos con todo aquello que nos circunda o que nos contaron, o que pudimos leer en otros autores y encendió la chispa (la musa) de la escritura. Estos son los doce cuentos: Obsesión (Primera versión de los hechos); En busca del eslabón perdido; El niño que seguía siendo; Ráfagas; Obsesión (Segunda versión de los hechos); Carta para un difunto; Celosía; El robo; La escalera; El despistado; El aparecido y Una flor robada.
Varios de los cuentos de este libro han sido incluidos en antologías, uno de ellos (El despistado) fue publicado íntegro en el suplemento literario Verbigracia de El Universal, y como lo he expresado en columnas anteriores, cada historia cuenta su propia historia. De Carta para un difunto expresó mi viejo amigo Teódulo López Meléndez (escritor, diplomático y columnista de este diario), que “es una pequeña obra maestra”. El cuento El niño que seguía siendo es un texto sencillo, pero que guarda en mi memoria un cariño muy especial: es producto de la única experiencia mística que he tenido en mi vida. Al regresar a la casa, y con la emoción a flor de piel por lo vivido aquel día, lo escribí esa misma noche de un tirón. Cuando expreso que es producto de una experiencia mística, me refiero a que fui objeto de una suerte de trance metafísico que me puso en contacto con un “algo” inasible, profundo y etéreo, que no podría explicar con las mejores palabras sin caer en el desvarío. Hasta recuerdo el libro que leía para entonces y que me tenía atrapado: Contravida (1995) de Augusto Roa Bastos (que compitió por el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos y perdió con un mal libro).
El cuento La escalera tiene una historia interesante, no solo porque contiene la frase que le da título al tomo, ni tampoco porque narra las travesuras sexuales de mi abuelo (que narro más o menos como acaecieron en la realidad, aunque con todo el agregado de lo literario que es mucho), sino porque este texto me causó un gran sufrimiento. Recuerdo haberlo finalizado la tarde de un 24 de diciembre. Satisfecho plenamente con lo alcanzado, guardo, y apago la computadora, con la esperanza de comenzar el proceso de corrección al día siguiente. La tarde del día de Navidad, ya descansado del trajín de la Nochebuena, me dispuse a revisar el cuento y corregirlo. Para mi sorpresa (y desgracia), el archivo no abrió, y no hubo manera de que lo hiciera. Cada vez que intentaba abrir el archivo la máquina me mostraba el endemoniado vocablo “Error”. Yo de confiado no había hecho un respaldo. Casi al borde de la desesperación llamé a un amigo que trabajaba en un periódico local y que era experto en computación, para que fuera a mi casa e hiciera todo lo posible por abrir el archivo. Efectivamente, fue, aunque no ese día, sino dos días después, se instaló frente al computador durante casi quince horas y ya muy tarde en la noche me llamó con cara de tragedia, y me dijo: “Ricardo, la máquina comprimió el archivo y no hay manera de expandirlo. Lo más que pude hacer fue rescatar unas cuantas palabras enrevesadas, que más parecen jeroglíficos. Lo siento, amigo, es imposible rescatar tu texto”.
Lloré en silencio, sin que nadie me viera, y me llené de amargura. Me resistía a aceptar que por torpeza había perdido un cuento que consideraba el más importante del tomo que tenía en preparación. Mi esposa, la buena de mi esposa me calmó y me estimuló para que lo escribiera de nuevo, pero cada vez que me disponía a hacerlo me llenaba de rencor y abortaba el proceso. Pasaron varias semanas para que mi ánimo me permitiera realizar lo que mi espíritu (mi Yo más profundo) me negaba. Pero lo escribí de nuevo, y siento que salió completamente distinto al original: no sé si mejor o peor, pero distinto, y más breve. Escaldado por lo sucedido comencé a hacer respaldos por doquier y a comienzos del nuevo año terminé de escribir los dos cuentos que cierran el tomo, que la vida me obsequió sin más: como retribución a lo sufrido.
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