El placer del libro
Supongo que las cargas se moverán en un futuro no muy lejano, y habrá una “convivencia” desigual entre lo impreso y lo digital (con desventaja para el primero); pero deseo creer que nadie acabará con la herencia de Gutenberg
(Dedico a la Feria de Frankfurt)
Formo parte de la galaxia Gutenberg, me levanté de la mano del libro impreso. Mi generación jamás hubiera imaginado que en un tiempo remoto (es decir, hoy) ese gran compañero que es un libro, cambiaría de formato y se haría fantasmal. El libro electrónico existe y al mismo tiempo no, porque requiere de un armatoste (entiéndase: Kindle, Laptop, Tablet, Móvil) para hacerse tangible y “real”. En este sentido, por ser amante de los libros de papel he sido también un ratón de librerías, mas no de bibliotecas, por la sencilla y exclusiva razón de que siempre quise ser el dueño del libro que leía. Esas ansias de propiedad de un bien como el libro, es atávico, y nos llega a su vez de la necesidad que tenemos los humanos de decir “esto es mío” y demarcar los límites.
Si bien he comprado libros usados y tienen su encanto, prefiero los libros de paquete, porque soy muy sensorial: el libro entra por los ojos, por la nariz y por la piel. Huelo los libros, los palpo, los acaricio y los cuido al extremo; tanto al extremo: que luego de muchas lecturas mis ejemplares lucen como nuevos. Bueno, transijo, la luz, el polvo, los ácaros y los hongos hacen su aquilatado trabajo, a pesar de los cuidados que tenemos los lectores maniáticos como yo. Volviendo a los libros usados, pues no están nada mal: trajinas las páginas que ya otros manosearon y disfrutaron, y eso no es cualquier cosa.
En una librería de viejo hallé casi todos los libros que me faltaban del argentino Ricardo Piglia, cuyo boom literario coincidió con la crisis del libro en mi país (bueno, la crisis económica), y sus libros no estuvieron muy disponibles como novedades, y para mi sorpresa hallé en el grupo dos joyas: Formas breves y Prisión perpetua. El primero estaba subrayado (nunca me había pasado) y fue interesante poder cotejar mis intereses literarios e intelectuales con los del anterior lector (o anteriores, qué sé yo) y, por supuesto, como en mí sucede con frecuencia, no coincidieron. Lo que ese hipotético lector subrayó como importante, pues para mí no lo era. Y créanme, eso me entusiasmó. Fue algo así como una dialógica con un ser inasible y etéreo, y eso tiene, déjenme decirles, su atractivo. Y si a esto aunamos la normal dialógica con el autor, pues ya me dirán que mi lectura fue como una suerte de tribunal, en el que comparecían varias personas encontradas en visiones e intereses.
No me gusta leer libros electrónicos porque no siento el mismo placer que con los de papel, y además me fatigan la vista. Sí, lo sé, hay dispositivos como los Kindle que permiten aumentar el tamaño de los caracteres y la pantalla es antirreflejo. Pero, amigos, permítanme defender al libro de papel por formar parte de mi “educación sentimental” (para decirlo con palabras de Flaubert), por estar en el planeta muchos siglos antes de que yo arribara a este mundo, porque aprendí a leer y a escribir en ellos y se internalizaron de tal manera en mi ser, que a esta edad (no tan provecta, no se crean) es difícil que traicione mi propia esencia como humano. La palabra escrita e impresa me alimentó tanto o más que la propia comida: me entregó un sustento tan poderoso y vital, que se erigió en eje de mi actuar en todo contexto, y le dio sentido y luz a mis días más oscuros.
Cuando irrumpió el libro electrónico los cálculos agoreros no le daban al libro de papel muchos años de vida. Sin embargo, hoy, luego de varias décadas de tal suceso, el formato impreso luce todavía robusto. Los tirajes del mundo editorial en la actualidad son impresionantes, y según algunos “expertos” (los expertos somos los lectores, debo decirlo) hoy se venden más libros de papel que en otros tiempos. Claro, me dirán que la población ha aumentado, y es cierto, pero la verdad es que debo reivindicar a la mujer como abanderada de las estadísticas con respecto a la lectura, pero también en muchas otras aristas del proceso que tiene una secuencia lógica: escriben más, publican más, y han colmado (para mi alegría) todos los espacios culturales que hasta hace pocas décadas eran enclaves masculinos. Para decirlo con otras palabras: yo, Ricardo Gil Otaiza, amante del libro impreso, debo agradecer a la mujer por haber echado por tierra tantas malas predicciones del libro tal y como lo conocemos desde hace siglos.
Pero no puedo cantar victoria. El libro electrónico en sus distintos formatos (PDF, ePub, iBook, HTML, TXT, Mobipoket, etc.) ha crecido en el mercado, casi en paralelo con el libro impreso. Las generaciones de nuestros hijos y nietos se mueven en el mundo virtual-digital-fantasmal de las nuevas tecnologías, y poca atención les prestan a nuestros amados libros de papel. Es más, muchos de nuestros muchachos ven a las tradicionales bibliotecas de anaqueles como dinosaurios, y no es raro saber cómo muchos legados de grandes bibliotecas de personajes idos de este mundo, son malvendidos en el mercado negro por cantidades irrisorias. Claro, esos libros pasan a formar parte del inventario de las librerías de viejo (que pululan), y los venden a precios astronómicos (por encima de las tasas del mercado internacional).
Supongo que las cargas se moverán en un futuro no muy lejano, y habrá una “convivencia” desigual entre lo impreso y lo digital (con desventaja para el primero); pero deseo creer que nadie acabará con la herencia de Gutenberg.
rigilo99@gmail.com
Formo parte de la galaxia Gutenberg, me levanté de la mano del libro impreso. Mi generación jamás hubiera imaginado que en un tiempo remoto (es decir, hoy) ese gran compañero que es un libro, cambiaría de formato y se haría fantasmal. El libro electrónico existe y al mismo tiempo no, porque requiere de un armatoste (entiéndase: Kindle, Laptop, Tablet, Móvil) para hacerse tangible y “real”. En este sentido, por ser amante de los libros de papel he sido también un ratón de librerías, mas no de bibliotecas, por la sencilla y exclusiva razón de que siempre quise ser el dueño del libro que leía. Esas ansias de propiedad de un bien como el libro, es atávico, y nos llega a su vez de la necesidad que tenemos los humanos de decir “esto es mío” y demarcar los límites.
Si bien he comprado libros usados y tienen su encanto, prefiero los libros de paquete, porque soy muy sensorial: el libro entra por los ojos, por la nariz y por la piel. Huelo los libros, los palpo, los acaricio y los cuido al extremo; tanto al extremo: que luego de muchas lecturas mis ejemplares lucen como nuevos. Bueno, transijo, la luz, el polvo, los ácaros y los hongos hacen su aquilatado trabajo, a pesar de los cuidados que tenemos los lectores maniáticos como yo. Volviendo a los libros usados, pues no están nada mal: trajinas las páginas que ya otros manosearon y disfrutaron, y eso no es cualquier cosa.
En una librería de viejo hallé casi todos los libros que me faltaban del argentino Ricardo Piglia, cuyo boom literario coincidió con la crisis del libro en mi país (bueno, la crisis económica), y sus libros no estuvieron muy disponibles como novedades, y para mi sorpresa hallé en el grupo dos joyas: Formas breves y Prisión perpetua. El primero estaba subrayado (nunca me había pasado) y fue interesante poder cotejar mis intereses literarios e intelectuales con los del anterior lector (o anteriores, qué sé yo) y, por supuesto, como en mí sucede con frecuencia, no coincidieron. Lo que ese hipotético lector subrayó como importante, pues para mí no lo era. Y créanme, eso me entusiasmó. Fue algo así como una dialógica con un ser inasible y etéreo, y eso tiene, déjenme decirles, su atractivo. Y si a esto aunamos la normal dialógica con el autor, pues ya me dirán que mi lectura fue como una suerte de tribunal, en el que comparecían varias personas encontradas en visiones e intereses.
No me gusta leer libros electrónicos porque no siento el mismo placer que con los de papel, y además me fatigan la vista. Sí, lo sé, hay dispositivos como los Kindle que permiten aumentar el tamaño de los caracteres y la pantalla es antirreflejo. Pero, amigos, permítanme defender al libro de papel por formar parte de mi “educación sentimental” (para decirlo con palabras de Flaubert), por estar en el planeta muchos siglos antes de que yo arribara a este mundo, porque aprendí a leer y a escribir en ellos y se internalizaron de tal manera en mi ser, que a esta edad (no tan provecta, no se crean) es difícil que traicione mi propia esencia como humano. La palabra escrita e impresa me alimentó tanto o más que la propia comida: me entregó un sustento tan poderoso y vital, que se erigió en eje de mi actuar en todo contexto, y le dio sentido y luz a mis días más oscuros.
Cuando irrumpió el libro electrónico los cálculos agoreros no le daban al libro de papel muchos años de vida. Sin embargo, hoy, luego de varias décadas de tal suceso, el formato impreso luce todavía robusto. Los tirajes del mundo editorial en la actualidad son impresionantes, y según algunos “expertos” (los expertos somos los lectores, debo decirlo) hoy se venden más libros de papel que en otros tiempos. Claro, me dirán que la población ha aumentado, y es cierto, pero la verdad es que debo reivindicar a la mujer como abanderada de las estadísticas con respecto a la lectura, pero también en muchas otras aristas del proceso que tiene una secuencia lógica: escriben más, publican más, y han colmado (para mi alegría) todos los espacios culturales que hasta hace pocas décadas eran enclaves masculinos. Para decirlo con otras palabras: yo, Ricardo Gil Otaiza, amante del libro impreso, debo agradecer a la mujer por haber echado por tierra tantas malas predicciones del libro tal y como lo conocemos desde hace siglos.
Pero no puedo cantar victoria. El libro electrónico en sus distintos formatos (PDF, ePub, iBook, HTML, TXT, Mobipoket, etc.) ha crecido en el mercado, casi en paralelo con el libro impreso. Las generaciones de nuestros hijos y nietos se mueven en el mundo virtual-digital-fantasmal de las nuevas tecnologías, y poca atención les prestan a nuestros amados libros de papel. Es más, muchos de nuestros muchachos ven a las tradicionales bibliotecas de anaqueles como dinosaurios, y no es raro saber cómo muchos legados de grandes bibliotecas de personajes idos de este mundo, son malvendidos en el mercado negro por cantidades irrisorias. Claro, esos libros pasan a formar parte del inventario de las librerías de viejo (que pululan), y los venden a precios astronómicos (por encima de las tasas del mercado internacional).
Supongo que las cargas se moverán en un futuro no muy lejano, y habrá una “convivencia” desigual entre lo impreso y lo digital (con desventaja para el primero); pero deseo creer que nadie acabará con la herencia de Gutenberg.
rigilo99@gmail.com
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