La magia de leer
La magia de leer es la oportunidad de vivir en profundidad, de cubrir las falencias de lo real (como lo dice Vargas Llosa en La verdad de las mentiras), de hacer de la palabra guía en el intrincado camino de la existencia
Dedico a Nery Santos Gómez
Cada vez que me sumerjo en la lectura reflexiono acerca de este hecho tan curioso y especial. No son signos, ni dibujos, ni meras representaciones gráficas, son en esencia realidades, emociones y sueños lo que está plasmado en las páginas. Es la vida condensada que de pronto se nos abre con un maravilloso espectáculo: el de la existencia sin límites en el tiempo y en el espacio. Sin más, en pleno siglo XXI, sentados cómodamente, nos internamos en el mórbido ambiente del medioevo de El nombre de la rosa de Umberto Eco; en las fantasmagorías del mexicano Juan Rulfo; en el realismo mágico de Gabriel García Márquez llevado a su máxima expresión en El amor en los tiempos del cólera y en Cien años de soledad, o en La casa de los espíritus de Isabel Allende, o en Los versos satánicos del sentenciado Salman Rushdie; en el erotismo del poema Piedra de sol o del ensayo La llama doble. Amor y erotismo del mexicano Octavio Paz; en la tragedia familiar y en la cruel belleza de El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince; en la oscuridad y crudeza de la novela Satanás, del también colombiano Mario Mendoza; en la tristeza acumulada durante años por el desarraigo que leemos casi sin respirar en los Diarios 1984 – 1989 del húngaro Sándor Márai, así como también del dolor de todo un pueblo hundido en la guerra y en la miseria, del quiebre del presente y de la tradición, presentes en sus magníficos libros Confesiones de un burgués y ¡Tierra, Tierra!
La magia de leer, el portento de leer, no lo sopesamos en su justa dimensión ontológica cuando se hace rutina, cuando trajinamos uno tras otro un texto breve o un extenso libro. Empero, cuando nos hundimos en las historias y nos dejamos llevar por sus veredas, cuando echamos a volar la imaginación hasta los confines del planeta, si el texto en realidad nos estremece caemos en la cuenta de que leer es una de las cuestiones más maravillosas que podemos hacer en la vida, y una de las actividades que más puede cambiar nuestro derrotero personal. Recuerdo que cuando leía espantado el Ensayo sobre la ceguera del portugués José Saramago, sufrí lo indecible con aquellos sórdidos personajes, con sus tragedias, con ese destino inefable que caía sobre ellos. Vivía ese libro con tanta nitidez, que cuando finalicé su lectura quedé noqueado, como si me hubieran dado un mazazo en la cabeza. Fue algo realmente brutal. Cuando leí por primera y única vez El Quijote (no he querido volver a él por miedo a que no halle el gozo de entonces, y también por pereza, debo decirlo), fue tanto el disfrute, que mi esposa entraba a la biblioteca para ver qué era lo que me pasaba; para saber el porqué de aquellas estruendosas carcajadas. Ha habido casos contrarios: textos que me han dejado en la más profunda de las aflicciones. Recuerdo a Paula de la Allende: muy triste y doloroso. Igual me pasó con El general en su laberinto de García Márquez: me dejó un sabor amargo y una suerte de melancolía por todas las vicisitudes y desengaños que pasó Simón Bolívar al cierre de su epopeya libertadora, y camino al destierro. No obstante, lo he releído decenas de veces, ya que es una obra maestra y siempre me conmociona.
Hay lecturas que son una escuela, por ejemplo la novelística del español Javier Marías (la he leído casi toda, solo me falta Tomás Nevinson). Cada libro es una pieza digna de análisis, que nos interna en un mecanismo novelesco basado en la intuición y en el pulso. El ritmo de sus narraciones es trepidante y sus personajes son una auténtica delicia. Me fascinan también de este autor sus textos de prensa, que cada dos o tres años Alfaguara compila como libro y nos muestran una prosa ágil, desenfadada, que cuenta el día a día las peripecias del autor, sus enfados y molestias (me dicen que tiene muy mal carácter). Me gusta también la prosa de Javier Cercas, sobre todo, la de hace unos cuantos años (no me gustan sus más recientes libros, que son una suerte de thrillers que no han logrado convencerme). En este sentido, Cercas tiene dos libros que son unas joyas: Los soldados de Salamina (novela densa, compleja, que maneja con maestría los tiempos históricos y la prosa) y Relatos reales, que son una suerte de crónicas tempranas del autor, que hacen gala de humor, sencillez y un inmenso sentido de lo humano. Me gusta (y mucho) la narrativa del Premio Nobel gallego Camilo José Cela, a quien tuve la oportunidad de conocer aquí en Venezuela. Me atraen su ironía, sarcasmo y cinismo. Ergo, la inteligencia erigida en literatura.
Hay lecturas que marcan. En lo particular me marcó la obra del venezolano Francisco Herrera Luque, que leí con fruición en mi juventud. También la prosa narrativa y ensayística de Arturo Uslar Pietri, de Mariano Picón Salas y los cuentos del merideño Tulio Febres Cordero (del que soy biógrafo). Me declaro un amante de la narrativa de Edgar Allan Poe, de la prosa breve y genial del guatemalteco nacido en Tegucigalpa Augusto Monterroso, de la prosa de Ricardo Piglia, en particular la de Formas breves y El último lector; de toda la obra (sin excepciones) del gran Jorge Luis Borges.
La magia de leer es la oportunidad de vivir en profundidad, de cubrir las falencias de lo real (como lo dice Vargas Llosa en La verdad de las mentiras), de hacer de la palabra guía en el intrincado camino de la existencia.
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
Cada vez que me sumerjo en la lectura reflexiono acerca de este hecho tan curioso y especial. No son signos, ni dibujos, ni meras representaciones gráficas, son en esencia realidades, emociones y sueños lo que está plasmado en las páginas. Es la vida condensada que de pronto se nos abre con un maravilloso espectáculo: el de la existencia sin límites en el tiempo y en el espacio. Sin más, en pleno siglo XXI, sentados cómodamente, nos internamos en el mórbido ambiente del medioevo de El nombre de la rosa de Umberto Eco; en las fantasmagorías del mexicano Juan Rulfo; en el realismo mágico de Gabriel García Márquez llevado a su máxima expresión en El amor en los tiempos del cólera y en Cien años de soledad, o en La casa de los espíritus de Isabel Allende, o en Los versos satánicos del sentenciado Salman Rushdie; en el erotismo del poema Piedra de sol o del ensayo La llama doble. Amor y erotismo del mexicano Octavio Paz; en la tragedia familiar y en la cruel belleza de El olvido que seremos del colombiano Héctor Abad Faciolince; en la oscuridad y crudeza de la novela Satanás, del también colombiano Mario Mendoza; en la tristeza acumulada durante años por el desarraigo que leemos casi sin respirar en los Diarios 1984 – 1989 del húngaro Sándor Márai, así como también del dolor de todo un pueblo hundido en la guerra y en la miseria, del quiebre del presente y de la tradición, presentes en sus magníficos libros Confesiones de un burgués y ¡Tierra, Tierra!
La magia de leer, el portento de leer, no lo sopesamos en su justa dimensión ontológica cuando se hace rutina, cuando trajinamos uno tras otro un texto breve o un extenso libro. Empero, cuando nos hundimos en las historias y nos dejamos llevar por sus veredas, cuando echamos a volar la imaginación hasta los confines del planeta, si el texto en realidad nos estremece caemos en la cuenta de que leer es una de las cuestiones más maravillosas que podemos hacer en la vida, y una de las actividades que más puede cambiar nuestro derrotero personal. Recuerdo que cuando leía espantado el Ensayo sobre la ceguera del portugués José Saramago, sufrí lo indecible con aquellos sórdidos personajes, con sus tragedias, con ese destino inefable que caía sobre ellos. Vivía ese libro con tanta nitidez, que cuando finalicé su lectura quedé noqueado, como si me hubieran dado un mazazo en la cabeza. Fue algo realmente brutal. Cuando leí por primera y única vez El Quijote (no he querido volver a él por miedo a que no halle el gozo de entonces, y también por pereza, debo decirlo), fue tanto el disfrute, que mi esposa entraba a la biblioteca para ver qué era lo que me pasaba; para saber el porqué de aquellas estruendosas carcajadas. Ha habido casos contrarios: textos que me han dejado en la más profunda de las aflicciones. Recuerdo a Paula de la Allende: muy triste y doloroso. Igual me pasó con El general en su laberinto de García Márquez: me dejó un sabor amargo y una suerte de melancolía por todas las vicisitudes y desengaños que pasó Simón Bolívar al cierre de su epopeya libertadora, y camino al destierro. No obstante, lo he releído decenas de veces, ya que es una obra maestra y siempre me conmociona.
Hay lecturas que son una escuela, por ejemplo la novelística del español Javier Marías (la he leído casi toda, solo me falta Tomás Nevinson). Cada libro es una pieza digna de análisis, que nos interna en un mecanismo novelesco basado en la intuición y en el pulso. El ritmo de sus narraciones es trepidante y sus personajes son una auténtica delicia. Me fascinan también de este autor sus textos de prensa, que cada dos o tres años Alfaguara compila como libro y nos muestran una prosa ágil, desenfadada, que cuenta el día a día las peripecias del autor, sus enfados y molestias (me dicen que tiene muy mal carácter). Me gusta también la prosa de Javier Cercas, sobre todo, la de hace unos cuantos años (no me gustan sus más recientes libros, que son una suerte de thrillers que no han logrado convencerme). En este sentido, Cercas tiene dos libros que son unas joyas: Los soldados de Salamina (novela densa, compleja, que maneja con maestría los tiempos históricos y la prosa) y Relatos reales, que son una suerte de crónicas tempranas del autor, que hacen gala de humor, sencillez y un inmenso sentido de lo humano. Me gusta (y mucho) la narrativa del Premio Nobel gallego Camilo José Cela, a quien tuve la oportunidad de conocer aquí en Venezuela. Me atraen su ironía, sarcasmo y cinismo. Ergo, la inteligencia erigida en literatura.
Hay lecturas que marcan. En lo particular me marcó la obra del venezolano Francisco Herrera Luque, que leí con fruición en mi juventud. También la prosa narrativa y ensayística de Arturo Uslar Pietri, de Mariano Picón Salas y los cuentos del merideño Tulio Febres Cordero (del que soy biógrafo). Me declaro un amante de la narrativa de Edgar Allan Poe, de la prosa breve y genial del guatemalteco nacido en Tegucigalpa Augusto Monterroso, de la prosa de Ricardo Piglia, en particular la de Formas breves y El último lector; de toda la obra (sin excepciones) del gran Jorge Luis Borges.
La magia de leer es la oportunidad de vivir en profundidad, de cubrir las falencias de lo real (como lo dice Vargas Llosa en La verdad de las mentiras), de hacer de la palabra guía en el intrincado camino de la existencia.
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